Entraste con inevitable urgencia en el servicio, en el váter de una venta o restaurante rural o este entre la ciudad y el campo o a medio camino de casi todo; apurado por culpa de las cervezas tomadas primero con sed y luego con fruición, por cierto nerviosismo inconsciente o desde una última vez ignorabas cuándo; durante o en la comida familiar, uno de esos encuentros no tan habituales y no tan cómodos o acaso más estereotipados, forzados y superficiales. Entraste al inodoro con otro eco, además del fisiológico, de una zozobra palpitante por aquello que tenías, allí incluso, y no querías perder, perder por nada del mundo. Del mismo modo conocías que perderlo o no dependía de ti, sólo, lo cual no era poco, ni mucho y según a sus previsibles trayectos; pero la conmoción cincelaba con golpes sordos e incisivos, cada vez más afilados, cada vez más doloridos, por no saber, por no responder al efecto de porqué atesorabas aquello con tanto celo, lo guardabas y por contrario no te incitaba, como en este instante, a su consecuencia o fantasía, a sus llamadas. No olía mal en el habitáculo, basto, encementado y pintado con un color desvaído, aséptico y ya casi inconocible, tampoco estaba sucio como podía suponerse y dada la concurrencia del local y el civismo y respeto de su variada clientela; por la diáfana ventana penetraba un azul luminoso y esencias del campo a invierno o cocinando a base de verdes y fragantes especias una primavera seca, unas escuálidas ramas se colmaban de semillas y unas incipientes hojas que traían susurros de antaño. Sonreíste, acaso en el mismo rumor de la curva de tu micción en la taza, por la situación, por el estrambótico momento para amplificar tu reflexión e incertidumbre. Más cuando te pareció, precisamente, estar reducido en un espacio angosto, recluso en su reserva, empequeñecido, aislado por un menester orgánico, por vaciarte de lo sobrado, y así a no permanecer más tiempo que el imprescindible, ansioso por llenarte de experiencia y puesto que hasta en estas afectadas reuniones te esfuerzas y esperas de los otros amabilidad y diversión, olvidos. Ahí estaba el generoso vano y su panorámica, aquel asomo abierto, azur y ajeno a la vez que propio. Sea como sea tu pensamiento tenía una extraña y lúcida afinidad hacia unas personas, más o menos cercanas, más o menos vistas, más o menos incomprensibles y egoístas, que codiciaban con no perderte, pero las que, si les cuestionabas, ignoraban para qué te retenían: por amistad, trabajo o por alguna utilidad aún no declarada o aún no codiciada o en la espera de un agravio irresuelto, un misterio religioso, una maldición o prejuicios de un inesperado encogimiento. Tu vida, mentabas, a la que tanto te aferras, a la que tanto guardas o procuras preservar y la que en cambio no la vives o no sabes cómo hacerlo, cuál su sentido, su auténtico significado. El día proseguía, la comida esperaba, y la existencia se había hecho sentir, con tu necesidad de retenerla como si te fuera la vida en ello, aunque sin responder a su pregunta básica, la de porqué vivirla, inclusive allí, dentro del retrete de un lugar al que quizás jamás regresarías.
"GUARDAR LA VIDA SIN SABER PORQUÉ"
© F.J. Calvente.

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