Viernes Santo. A las tres de la tarde una vela ilumina mi hogar. A las siete sale la Real Hermandad del Santo Entierro de Cristo. "Se ha terminado". El rostro apacible, sereno, del Cristo Yacente en su urna barroca de sol y fuego. En Él intento abrir mi mirada adentro, verme en su reflejo. En su arquetipo. En su epifanía. Consciente de que han terminado todos los trabajos espirituales, concluidas las estaciones de un particular VíaCrucis, del entendimiento marcado por la gubia del Dolor, de purificación en lo físico, en lo emocional, en lo mental, trascendente o en lo espiritual. Y en estos momentos aquel que fui debe morir, terminar con mi ego mundano, para ser alguien nuevo y bueno. Tú me has enseñado, me has guiado por todas las pruebas que superaste en los márgenes más absolutos de la renuncia y el sufrimiento. Y ahora estás muerto, necesariamente muerto. Entonces miro a Ella, Soledad, y Ella mira a los cielos, en la más infinita y desgarradora expresión de Dolor. Un Dolor que es Amor. Y Esperanza. Y me gritas con palabras mudas, en el Silencio: aquel que es capaz de iniciar y finalizar esta aventura de pasión en Cuaresma, en primavera, de resistir y avanzar por sus estaciones y pruebas, ya, en estos instantes supremos donde todo está detenido, donde todo está quieto, muerto, puede volver de allá de donde nadie vuelve, de allá de donde nunca se vuelve, para volver siendo Otro.
Todos en esta Semana Mayor tenemos un icono, un refugio, un latido del corazón más intenso que los otros, una inspiración, una aspiración, un rostro en el que conjugarnos, fundirnos en negro muy adentro. Nuestra Señora de la Soledad es el mío. Soledad a la que descubrí en uno de mis vacíos y la que me enseñó a cubrirlo de sueños, de Esperanza. Una hoja en blanco donde escribo, más en estas fechas, ciertos dictados del alma. Soledad que asimismo es mi guía, mi consuelo, mi fuerza en este proceso de purificación por querer ser alguien acaso mejor o más bueno.
Soledad que en estos momentos camina por las calles de Ronda, como un puente, un poderoso vínculo entre las afueras y nuestro ser interno. Soledad que tras su Hijo Yacente nos abre, nos desgarra con Amor nuestro miedo no a la muerte, sino a la vida, a una vida que no deseamos o no es la que anhelamos. ¡Confía! ¡Siente! Soledad.
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