Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 2 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 27"

“… para confirmar la metáfora y encender el fuego, el calor en mi corazón, y reanudar la busca de mi yo niño para que juegue con las risas de las niñas en la nieve, con o sin guía, una vez quebrada la rutina y desplazado por la luz, nívea y fría, su personificación en un hombre oscuro. ¿Dónde está? Ni idea, acaso en la noche. ¿La nieve es blanca en la oscuridad? Un demonio deambulando de noche por las calles.” Cierro los ojos, ambos, los físicos, los de mi cara aterida por este frío de invierno, por el del pavor, como los de la imaginación y por idénticos motivos. La imaginación que imaginaba el recuerdo de un recuerdo. La noche. La noche tendida en el Barrio San Francisco. La noche, o la madrugada oscura, de este día de finales de Enero. La nieve descendió durante todas las horas de la noche, silenciosa, de un cortinón negro, caótico chaparrón de caspa, lánguida, y sin prisa pero sin pausa la mullida envoltura forró los puntos cardinales, la superficie resignada a la excepción nívea, o en los elementos y usos que todavía mantenían su desdén, la porfía en su fisonomía, los infundía de una nobleza singular, atildada y fascinadora. La nevada que buscó el refugio, la complicidad del sueño, porque junto con las otras quimeras descubría sin ofuscaciones su rostro, como uno de esos fantasmas que de vez en cuando o cuando la circunstancia lo exige o se exigen aparecen entre los vivos, para espantar con crueldad y jarana o en la expresión de un consuelo frágil en la confianza, la existencia de un Más Allá donde…; como una noche de amor, yo fantaseaba, entre suaves sábanas, cuyo color presagiaba o daba la bienvenida a la nevisca que imperceptible caía afuera, para después, relajado, abría la ventana para sentir la caricia de la mujer inalcanzable, la noche, y observar un cielo sin estrellas, sin nubes prietas, solo una lluvia de algodón, o tal vez las sábanas habían volado por la ventana sin que me diera cuenta, y cubrían la calle, la plaza, el jardín, mi gesto de sorpresa. Será porque en estos momentos masticaba unos versos de Luis García Montero:

“¿Quién habla del amor? Yo tengo frío
y quiero ser diciembre.
(...)
Dormir
en la noche sin vida,
en la vida sin sueños,
en los tranquilizados sueños que desembocan
al río del olvido.
(...)
Como el cadáver blanco de los ríos,
como los minerales del invierno,
yo quiero ser diciembre.”

Si no fue en un sueño, quizás observé aquella esquina de la Alameda dentro de un espejo. La Alameda en la noche de invierno en el que solo yo me reflejaba, vale, Masajo Suzuki. Tenue capricho. De ahí a que viera en el azogue plateado el costado de la plaza tras de mí, como si de un óleo se tratara, por sus pinceladas de magia y también temor, en un esfumado de tornasoles opacos. La papelera como un soldado de ridículo casco, sonriente, achaparrado. El bajo poyete de piedra con un alargado cojín de nieve, fresco, incómodo, por eso mi sensación de recelo, la que no apreciaba el descanso, el sosiego, la calma de sus bancos y de estos poyos. De pie. Y expectante. Con miedo. Olía a cloro, un ligero hedor de la tierra mojada, a niebla, a escarcha. No oía en el silencio. ¿Qué dices José Emilio Pacheco?: “La nieve hace tangible el silencio/ y es el desplome de la luz/ y se apaga…”. Pues así es. Todavía con el gusto de la epicúrea soñolencia, cuando describía el imperceptible desmoronamiento de la nevada, la humedad de otros labios en los míos, los fluidos sensuales del amor, cuerpos enlazados, unidad cósmica, libres del tiempo y del espacio. Miraba y remiraba con los mil ojos de la noche al universo albo, hasta sus rincones, las aristas de las sombras y los filos de las ráfagas del viento. Nada. No veía, ni adivinaba, la presencia del hombre inicuo y umbroso. El ennegrecido individuo o un demonio, como una criatura espantosa preñada por la noche, con su único objetivo, maldición, de truncar mis deseos, mis ensueños de infancia. La condena de las rutinas. De ahí mi interés, mi precaución, para hasta en la imaginación, al otro lado del espejo, situarme junto a la negra y espigada farola con su leve globo de luz, pero brioso. Instalado en la confianza, no sé si estrafalaria o efectiva, de que la luz ahuyentaba las bestias infernales, deshacía las tinieblas, la oscuridad de las sombras ciegas, y a lo mejor una constelación de dudas frente a los perennes hábitos. Y ahí estaba yo, atento, pávido.

Una de estas situaciones, con independencia de su entelequia, a pesar de su irrealidad en un mundo irreal, en las que me apetecía redimir el maldito vicio del tabaco, de gozar un cigarrillo en las tramoyas de mis entretelas; también, no voy a engañarme, en la ingenuidad de atajar mis nervios presentes. Ningún atisbo, por contrario, material o metafísico, del sombrío personaje. Ausencia. Y con todo, o en la suspicacia de la madrugada oscurecida, el entorno, el Barrio, en compañía lírica de Vicente Huidobro, con un cigarrillo entre los dedos, entre los labios, inhalando el humo narcótico, embaucador, que recorría con fiereza y purificación mis entrañas, mis vericuetos más imperceptibles o aplacados, para luego exhalarlo con suspensión, con última dimensión de su esclavo placer, en gráciles volutas,… cuanto solo era mi cálido vaho gesticulando en la atmósfera cruda; con la misma voluntad en ambos, real y ficticio, sin embargo, para escribir en la helada los versos del otro:

Sobre la nieve se oye resbalar la noche.
La canción caía de los árboles,
y tras la niebla daban voces.
De una mirada encendí mi cigarro.
Cada vez que abro los labios
inundo de nubes el vacío...

Y así, mi mirada se desvestía, poco a poco, de los miedos, se investía de la seguridad, ansiada, de que el hombre negro no estaba, jamás estaría, en la noche, en la noche del Barrio, la mirada que comenzaba a ver sin mirar… Y miraba, y sentía, y me emocionaba, de la noche que era noche de mi Barrio, la que podía sentirla y con ella sentirlo y reconocerlo, jamás apartarlo. Barrio. La nevada, fantástica y excepcional, acentuaba el escaparate de la noche en el que, tras sus cristales épicos y humildes, el derrame de su fantasía blanca, apercibía la esencia del arrabal, el alma de este lugar único. No se podía amar, sentir este Barrio, si no se recorrían sus calles por la noche; con calma, como la quietud de su ambiente, el habla de sus vecinos, la hospitalidad y generosidad del deseo contrariamente a la apatía indolente del trato; callado, como el silencio que impregnaba su huella legendaria y el diario con una emoción delicuescente, sincera, a pesar de la excesiva algarabía del fenómeno de restauración anclado con objetividad y pláceme; con sus juegos de luces y contraluces, de sombras y penumbras, de misterios que por sorpresa, y agrado, manaban del eco de las pisadas por sus suelos de guijarros, por el tacto gélido de sus hierros, del rutilar inesperado en la madera de sus contraventanas, del bisbiseo de secretos en el agua del grifo del pilar, en los zaguanes francos o entorpecidos de sombras según retórica borgiana, de la deslumbradora cal en las antiguas fachadas de coquetas casas, en competencia con la nieve y en connivencia de la esperanza, también de nácar, que exclamaba cómo allí, en el Barrio, se vivía. Vivía la vida.

Entonces suspiré, y respondí a la pregunta original, a la del principio, con criterio, con sentimiento: Sí, la nieve era blanca en la oscuridad; más: en la noche, la noche de mi Barrio, la nieve tenía otros matices, intrincados a su geometría de hielo, inéditos durante el día, en complicidad con el reino de la luz de la imaginación, y de las utopías, manteniendo alejado con su albor a demonio que se preciara con su condena monótona.


Era el momento de regresar. Al día. Quizás de vuelta a la imaginación en el techo de la Muralla, o al jardín de vida exultante en las sonrisas de unas niñas. La búsqueda tenía que continuar, adelante. Enseguida. INVIERNO 27. Noche. Alameda. Barrio San Francisco. Ronda.

(C) F.J. Calvente.


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