“… para confirmar la metáfora y
encender el fuego, el calor en mi corazón, y reanudar la busca de mi yo niño para
que juegue con las risas de las niñas en la nieve, con o sin guía, una vez
quebrada la rutina y desplazado por la luz, nívea y fría, su personificación en
un hombre oscuro. ¿Dónde está? Ni idea, acaso en la noche. ¿La nieve es blanca en
la oscuridad? Un demonio deambulando de noche por las calles.” Cierro los ojos,
ambos, los físicos, los de mi cara aterida por este frío de invierno, por el
del pavor, como los de la imaginación y por idénticos motivos. La imaginación
que imaginaba el recuerdo de un recuerdo. La noche. La noche tendida en el
Barrio San Francisco. La noche, o la madrugada oscura, de este día de finales
de Enero. La nieve descendió durante todas las horas de la noche, silenciosa,
de un cortinón negro, caótico chaparrón de caspa, lánguida, y sin prisa pero
sin pausa la mullida envoltura forró los puntos cardinales, la superficie
resignada a la excepción nívea, o en los elementos y usos que todavía mantenían
su desdén, la porfía en su fisonomía, los infundía de una nobleza singular,
atildada y fascinadora. La nevada que buscó el refugio, la complicidad del
sueño, porque junto con las otras quimeras descubría sin ofuscaciones su
rostro, como uno de esos fantasmas que de vez en cuando o cuando la
circunstancia lo exige o se exigen aparecen entre los vivos, para espantar con
crueldad y jarana o en la expresión de un consuelo frágil en la confianza, la existencia
de un Más Allá donde…; como una noche de amor, yo fantaseaba, entre suaves
sábanas, cuyo color presagiaba o daba la bienvenida a la nevisca que
imperceptible caía afuera, para después, relajado, abría la ventana para sentir
la caricia de la mujer inalcanzable, la noche, y observar un cielo sin
estrellas, sin nubes prietas, solo una lluvia de algodón, o tal vez las sábanas
habían volado por la ventana sin que me diera cuenta, y cubrían la calle, la
plaza, el jardín, mi gesto de sorpresa. Será porque en estos momentos masticaba
unos versos de Luis García Montero:
“¿Quién
habla del amor? Yo tengo frío
y
quiero ser diciembre.
(...)
Dormir
en
la noche sin vida,
en
la vida sin sueños,
en
los tranquilizados sueños que desembocan
al
río del olvido.
(...)
Como
el cadáver blanco de los ríos,
como
los minerales del invierno,
yo
quiero ser diciembre.”
Si no fue en un sueño, quizás
observé aquella esquina de la Alameda dentro de un espejo. La Alameda en la
noche de invierno en el que solo yo me reflejaba, vale, Masajo Suzuki. Tenue capricho.
De ahí a que viera en el azogue plateado el costado de la plaza tras de mí, como
si de un óleo se tratara, por sus pinceladas de magia y también temor, en un
esfumado de tornasoles opacos. La papelera como un soldado de ridículo casco,
sonriente, achaparrado. El bajo poyete de piedra con un alargado cojín de
nieve, fresco, incómodo, por eso mi sensación de recelo, la que no apreciaba el
descanso, el sosiego, la calma de sus bancos y de estos poyos. De pie. Y
expectante. Con miedo. Olía a cloro, un ligero hedor de la tierra mojada, a
niebla, a escarcha. No oía en el silencio. ¿Qué dices José Emilio Pacheco?: “La nieve hace tangible el silencio/ y es el
desplome de la luz/ y se apaga…”. Pues así es. Todavía con el gusto de la epicúrea
soñolencia, cuando describía el imperceptible desmoronamiento de la nevada, la
humedad de otros labios en los míos, los fluidos sensuales del amor, cuerpos
enlazados, unidad cósmica, libres del tiempo y del espacio. Miraba y remiraba con
los mil ojos de la noche al universo albo, hasta sus rincones, las aristas de
las sombras y los filos de las ráfagas del viento. Nada. No veía, ni adivinaba,
la presencia del hombre inicuo y umbroso. El ennegrecido individuo o un
demonio, como una criatura espantosa preñada por la noche, con su único
objetivo, maldición, de truncar mis deseos, mis ensueños de infancia. La
condena de las rutinas. De ahí mi interés, mi precaución, para hasta en la
imaginación, al otro lado del espejo, situarme junto a la negra y espigada
farola con su leve globo de luz, pero brioso. Instalado en la confianza, no sé
si estrafalaria o efectiva, de que la luz ahuyentaba las bestias infernales,
deshacía las tinieblas, la oscuridad de las sombras ciegas, y a lo mejor una
constelación de dudas frente a los perennes hábitos. Y ahí estaba yo, atento,
pávido.
Una de estas situaciones, con
independencia de su entelequia, a pesar de su irrealidad en un mundo irreal, en
las que me apetecía redimir el maldito vicio del tabaco, de gozar un cigarrillo
en las tramoyas de mis entretelas; también, no voy a engañarme, en la
ingenuidad de atajar mis nervios presentes. Ningún atisbo, por contrario,
material o metafísico, del sombrío personaje. Ausencia. Y con todo, o en la suspicacia
de la madrugada oscurecida, el entorno, el Barrio, en compañía lírica de Vicente
Huidobro, con un cigarrillo entre los dedos, entre los labios, inhalando el
humo narcótico, embaucador, que recorría con fiereza y purificación mis
entrañas, mis vericuetos más imperceptibles o aplacados, para luego exhalarlo
con suspensión, con última dimensión de su esclavo placer, en gráciles volutas,…
cuanto solo era mi cálido vaho gesticulando en la atmósfera cruda; con la misma
voluntad en ambos, real y ficticio, sin embargo, para escribir en la helada los
versos del otro:
“Sobre la nieve se oye resbalar la noche.
La
canción caía de los árboles,
y
tras la niebla daban voces.
De
una mirada encendí mi cigarro.
Cada
vez que abro los labios
inundo
de nubes el vacío...”
Y así, mi mirada se desvestía, poco
a poco, de los miedos, se investía de la seguridad, ansiada, de que el hombre
negro no estaba, jamás estaría, en la noche, en la noche del Barrio, la mirada
que comenzaba a ver sin mirar… Y miraba, y sentía, y me emocionaba, de la noche
que era noche de mi Barrio, la que podía sentirla y con ella sentirlo y
reconocerlo, jamás apartarlo. Barrio. La nevada, fantástica y excepcional,
acentuaba el escaparate de la noche en el que, tras sus cristales épicos y
humildes, el derrame de su fantasía blanca, apercibía la esencia del arrabal,
el alma de este lugar único. No se podía amar, sentir este Barrio, si no se
recorrían sus calles por la noche; con calma, como la quietud de su ambiente,
el habla de sus vecinos, la hospitalidad y generosidad del deseo contrariamente
a la apatía indolente del trato; callado, como el silencio que impregnaba su
huella legendaria y el diario con una emoción delicuescente, sincera, a pesar
de la excesiva algarabía del fenómeno de restauración anclado con objetividad y
pláceme; con sus juegos de luces y contraluces, de sombras y penumbras, de
misterios que por sorpresa, y agrado, manaban del eco de las pisadas por sus
suelos de guijarros, por el tacto gélido de sus hierros, del rutilar inesperado
en la madera de sus contraventanas, del bisbiseo de secretos en el agua del
grifo del pilar, en los zaguanes francos o entorpecidos de sombras según
retórica borgiana, de la deslumbradora cal en las antiguas fachadas de coquetas
casas, en competencia con la nieve y en connivencia de la esperanza, también de
nácar, que exclamaba cómo allí, en el Barrio, se vivía. Vivía la vida.
Entonces suspiré, y respondí a la
pregunta original, a la del principio, con criterio, con sentimiento: Sí, la
nieve era blanca en la oscuridad; más: en la noche, la noche de mi Barrio, la
nieve tenía otros matices, intrincados a su geometría de hielo, inéditos
durante el día, en complicidad con el reino de la luz de la imaginación, y de
las utopías, manteniendo alejado con su albor a demonio que se preciara con su
condena monótona.
Era el momento de regresar. Al día.
Quizás de vuelta a la imaginación en el techo de la Muralla, o al jardín de
vida exultante en las sonrisas de unas niñas. La búsqueda tenía que continuar,
adelante. Enseguida. INVIERNO 27. Noche. Alameda. Barrio San Francisco. Ronda.
(C) F.J. Calvente.
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