Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 3 de diciembre de 2017

La noche más hermosa.



En esta extraña intimidad con la noche más hermosa. En una hora crepuscular que no es intempestiva, pero deudora de cierto silencio, de una soledad amigable y sincera. En este instante de congelada plenitud, tan fugaz y a su vez tan eterna en los límites de lo inexplicable, o de lo explicable ilimitado, en lo cotidiano inesperado o en lo esperado con anhelo, es decir: costumbre que se hace milagro, la fantasía alambicada en el propio discurrir del arrabal, de este Barrio aun más propio, intrínseco, o las que sean por un momento especial o la disposición especial en este momento. Difícil describir, colorear un pellizco de adentro. Al salir de casa a la calle, de un modo habitual, normal, sin urgencia u otra intención imprevista o rara. Salir fuera y sentir la áspera crudeza de la invisible escarcha que cuchicheaba o crepitaba no sé qué confidencias en las esquinas con calle Gallarda, con Buen Jesús, con Ruedo Alameda a mis espaldas y donde ya entonaba, a lomos de su aliada la brisa, lo enfático de un misticismo épico, en los ecos devueltos por las murallas, el Espíritu Santo, o el de las hojas en sus pentagramas de caída al suelo. Al observar de aquella manera que si bien podía tildarse de casual, aún a sabiendas de no existir casualidades ni improvisaciones en esto de los encantamientos, de lo onírico, de lo evanescente como un desafío a la uniformidad de lo acostumbrado, sino del guiño cómplice de una esencia única y extraordinaria, identitaria, concretada con esa fingida improvisación de los sucesos enigmáticos en la calle o en la ahora estela de cenizas incandescentes de San Francisco de Asis, o de los estertores helados del ocaso de un sol de metal, de una luna rutilante en las paredes enjalbegadas, de la luminosidad derramada en cortas huidas a la vertiente suave de la vía, como el vaciado de un crisol de plomo diluido en la fragua de un Vulcano ceporrero o de un héroe alquímico de visos gélidos y cortantes en sus destilaciones hacia el oro, quien lloraba su desarraigo, sus fracasos, con la misma aleación de sus armas o de sus ambiciones de perfección. No hay levedad en el ambiente, ni situándome en mitad de la calle, sino un peso de la luz que se eleva tras un precipicio recortado en el horizonte, al final de este camino interminable, resaltado en otro fundido en negro del parapeto rocoso de Almola, la mesa cósmica. El tapiz plegado, terso, curvilíneo, de un cielo azul violáceo, oscuro, fantástico, estremecedor, desplegado en la negrura ausente de la noche desde el desfiladero inmobiliario, las casas de tejas brunas, de cal, maderas y rejas, los patios tímidos, los zaguanes confiados, lienzos engalanados con los voluntariosos fanales o estrellas que aún no se han colgado del abismo con sus puntas de hielo... Los puntos suspensivos para cicatear más descripciones, las que me alejan de la sensación, de la emoción, por atender a esto de hilar con música las palabras... Voy a indultar algunos adjetivos, anudar algunos espacios entre estas letras, para que contengan el suspiro tras una inspiración honda y dilatada, nada ajena. No quiero que el amanecer me encuentre, quiero retener esta lectura luminosa de la noche morada entre la secuencia de sus sombras de hojalata. Todavía no. Un poco más de irrealidad, ya que llamarlo tiempo sería una herejía, una blasfemia a esta de entre otras heroicidades, divinas, como este firmamento prodigioso, en el Barrio, y a poco de chasquear la mirada con otra perspectiva, a mirar arriba cuando acostumbramos a tender la indiferencia abajo, la que alienta a los que sueñan o necesitan soñar para existir. En esta tristeza de plata, y espesa, no sé porqué mis ojos se humedecen, será por el frío, me excuso, pero solo obedece a este cárdeno cielo y a la añoranza de un sueño que vive.

(C) F.J. Calvente

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