Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 15 de febrero de 2018

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (IX): “LA MUJER TRAS LA VENTANILLA DEL COCHE”

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (IX)


LA MUJER TRAS LA VENTANILLA DEL COCHE”



Borges, hoy en el encuentro de tus letras me encuentro con la memoria de un accidente no sé si sensual, pero seguro de una inspiradora beldad, o de una posibilidad que atañe al corazón, y la que, resulta ridículo su coincidencia con este mercantil día de San Valentín, ayer, tal vez aguarde a lo incierto del futuro para su inefable concreción o al abandono definitivo en las propias imágenes desleídas en el borrador de los días. En la concurrencia de tu relato, “Delia Elena San Marco”, apenas iniciado el latir lector por tu obra “El Hacedor”, en una madrugada de fechas de carnaval que aquí en Ronda, todavía vacías las calles de máscaras, escenifica la insostenible tensión con la política o cuando una manera de hacer política, u otra mascarada política, atiende a un incompetente egotismo y a una escasez de miras alarmante, y desprecia al instinto colectivo en alma definitiva y protagonista del éxito o de su vocación; en tu narración Borges, decía, nos encontramos todos: Delia y tú, la misteriosa mujer del coche y yo.

Recuerdo.

En un día que no tiene importancia, solo la estación, Otoño, con honor de la mayúscula a su nombre, y acaso por lo azul de un cielo diáfano y por las iridiscencias que un mezquino sol arrancaba con esfuerzo en los desparramados restos de la helada en una alborada casi inconclusa. Era, pues, no más de medio día, por la luz, por el ruido, por el “río de vehículos y de gente” como un carrusel de rutinas en torno a la glorieta de la Plaza de España, y al que todos parecíamos arrastrados por un esquinado magnetismo espiral, abrumador y soliviantado, impuesto por los orígenes del formidable barranco de al lado, Tajo. No había entonces la represión actual, una ya de muchas en la inhábil manera de ejercer la política local, de cortar el paso por el Puente Nuevo, por la arteria principal y única urbana, médula del pueblo, con otro lastimoso “tajo” que incomunica, discrimina, separa en dos Ronda, como para que autos y personas, vecinos y foráneos, otrora demorasen atravesar el abismo o nuestra herida mítica que siempre nos hará sentir el misterio eterno de estar vivos. Yo iba en mi coche, iba hacia el Barrio San Francisco, por lo que ocupaba o discurría por el carril exterior de la rotonda; llevaba rato detenido porque el coche que me precedía también lo estaba, parado, y al igual que el otro a éste, y aquel a…, cuando, a mi izquierda, en la parte interior del vial circular y ocultando el jardincillo lenticular central con el busto de Ríos Rosas, otro automóvil, de gama alta, oscuro, limpio y bizarro, se detuvo a su vez y puesto que el de delante del mismo modo lo había hecho, como todos, y sin importar su intención de dirigirse hacia calle Rosario o tras alguna revuelta a la plaza retomar Virgen de la Paz, y más cuando yo en línea con terceros intentábamos, en nuestra calzada, alcanzar los barrios de La Ciudad, el Barrio, la carretera de la Costa del Sol, o la salida de unos sueños cada vez más decepcionantes de esta “Ciudad Soñada”, y a la que no reconocería, ni apreciaría, ni soñaría, el mismísimo Rainer María Rilke.

En mi espera, aun no impaciente, aun no aireada, un sutil hormigueo interno, marcado con una fugacidad análoga a su intensidad, es decir, enorme, como una de esas señales, símbolos que aluden o anuncian desgarrones en el lienzo monótono de la realidad y por los que rutilan ficciones prodigiosas, alientos retenidos por la fantasía, me hizo, indeliberadamente, arrojar la mirada, he señalado que a mi izquierda, en el otro coche muy distinto y superior al mío y a casi todos en rededor. De detrás de una sus lunas tintadas, subidas y tamizadas por la imagen del resol distorsionado del Parador de Turismo, ocre como el albero de unas goyescas, del lecho de hojas caídas en el paseo central de la Alameda, de los toscos pliegues de la cornisa del Tajo en tórridas tardes de estío, presentí la reciprocidad de otra mirada, convergente, precisa, inquietante, sin mediar miedo o recelo, al estar más interesada en mí que yo en ella y puesto que no la veía, por un sentimiento de desnudez que de improviso me espoleó a una curiosidad inaplazable, imperativa, y con desplazar su velos. Un envión, súbito y fastidioso, rompió la inmovilidad de los vehículos, empujándonos hacia nuestros destinos incognoscibles o terriblemente esperados. Y sin embargo, otra atormentada urgencia, circunscrita en la inapreciable persona que ocupaba el asiento de acompañante delantero del automóvil junto al mío, tras los espejos que en ese momento traducían el oscilar de las banderolas de la fachada del Parador, en un ondular que resumía los aspavientos mudos que mi atención reclamaba del desconocido de al lado o acaso en la epifanía que atesoraba. Aún así, este coche también dificultaba su incorporación al tráfico, su movimiento obligatorio, como si una hipotética orden procedente del ignoto individuo de su interior al conductor, hombre o mujer, correspondiera o fuese deferente con la mía.

Algunas insoportables y estridentes bocinas resquebraron el instante interesante, el de una hechicería similar a la que ideó los vastos plisados panzudos de la sima aledaña, conminándonos a que nos moviéramos, a que ambos nos olvidáramos de la seducción de la parada, a abandonar este ligero atisbo de una dimensión que sería asombrosa de polarizar la espera. Y nos desplazamos, los dos coches, casi a la par, como si no deseáramos desprendernos del vínculo que nos ataba, que nos salvaba de la desolación por la divergencia que tomarían nuestros rumbos, distintos, separados. En esto que el cristal interesado del otro coche iniciaba la mecánica languidez de su bajada, deshaciendo la deformación de cualquier reflejo exterior para vislumbrar una de las expresiones de la Belleza, de las más excelsas, que la providencia puso ante mis ojos quizá por una vez o la que fue siempre esta, en el mismo recuerdo de otras que la precedieron y que encontrarían el eco de su aspiración en el porvenir. Unos segundos, tan solo, pero que acopiaban la infinitud del tiempo en su testimonio, el de un portento excepcional y desgarrador. Ella.

La mujer tras la ventanilla del coche: de cara alargada, frente franca, de rasgos acentuados, de pómulos tallados con la misma tenacidad de una lucha recóndita, la de un tiempo que en ella, agotado, dejó de fluir, o rendido a la insospechada función de solazar una imagen circular, recurrente de aquella en la que la mujer alcanzó su expresión más detenida, sugerente, e incluso, por su fascinación, por las bolsas de un cansancio de siglos bajo los ojos, entreveían el dolor de las ausencias, de las amarguras, y si bien ninguna se ostentasen o las dispersara su donaire; de cabellera taheña, teñida, caída con gracia sobre sus hombros señalados, en un crisol que ensayaba cuajar las llamas de la pasión por la vida, o del mero hecho de vivir y sonreír sin cargas al destino. Sus ojos rasgados, hondos, negros, los que tenían la privilegiada opción de recoger el pavor sugestivo del precipicio del Tajo, en una confusión que solo, por esta audaz trama, traducía la sorpresa, la curiosidad por la efusión instalada en mí o por la manifestación de un capricho inusual y tentador. De sus finos labios emergía la atadura que me esclavizaría tras la desesperación por su fuga, de no instalarme en su tiempo sin tiempo, porque se curvaban en una sonrisa luminosa, única, atractiva, cálida, dejando al descubierto una dentadura nívea con la singularidad de sus incisivos frontales limados con acentuación, con empeño. Una sonrisa que jamás yo abandonaría mientras su recuerdo me afectara con esa nostalgia penetrante y adolorida de los milagros ordenados para atestiguar su belleza. Su sonrisa. La sonrisa más bella, la que me encontraría tras todas mis muertes y resurrecciones, en su icono, en su añoranza desde el mismo instante en que, con desánimo, con condena, comencé a echarla de menos. Nunca diré que solo fue una sonrisa, sino un sueño hecho realidad.

No era la mujer de este retrato en blanco y negro, del genial fotógrafo Robert Frank, si bien la sensación conviniese idéntica, sin influir la hermosura, en la mía y en la de esta escena neoyorkina de 1959. Una inundación de ausencias o el destierro en la soledad de las encrucijadas perdidas. Ella, sin dejar de sonreír, sin dejar que mi corazón desistiera por salir de mi pecho para sumergirse en cuanto ella dispusiera y porque éste ya sin discusión le pertenecía, alzó una de sus afiladas manos en un grácil ademán de saludarme. El saludo de un adiós y en el que concebí el dolor por la quimera de las cosas inalcanzables que imponen la posibilidad desaprovechada de su cercanía, de alcanzarlas, el sentimiento dilatado, para dar paso a los anhelos y a la melancolía que la rendición quemaba y convertía en pavesas, en este miércoles de ceniza cristiano, para desaparecer, etéreas, en la profundidad del firmamento o en el calado de precipicios como el contiguo. No correspondí a su saludo, no quise, no pude. No, no la saludé, ni me despedí, ni sonreí; de cualquier modo mi saludo, mi despedida, mi sonrisa, hubiera pasado desapercibida a la marcha desesperada de su coche, a la marcha resignada del mío, en la marcha de una de las manifestaciones de la belleza más sorprendentes, afectadas, y la que me impulsaba a reencontrarla hasta el fin de los tiempos, hasta el fin de la memoria, o hasta ese instante final en el que pudiera recomponer los pedazos de mi alma, rota tras este encuentro sensible y la que siempre reclamaría su deseo de reunión.

Sí, Borges, no pude decirle adiós; posiblemente tengas razón en que “los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros”; ni tampoco  pude decirle adiós por aborrecer las despedidas, por el tormento de su carencia quizás para siempre y hasta cuando el tiempo, el borrador de los días, difuminara con abandono su recuerdo, por la atracción a cierta y apreciada épica de su imagen desconocida, breve, empero amoldada, apuntada ya en las semillas de mis sueños derramados a lo largo de las épocas con todas sus reminiscencias, gratuidad y distancias. Por esto mismo dediqué mucho tiempo a revertir su aparición, su manifestación tal vez especular, a contrariar su hecho, como muy bien tú me insinuabas, Borges, estremeciéndome en el otro espejo de tus palabras: “y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación”. Dediqué mucho tiempo, confesaba, en olvidarme de la circunstancia, del albur, y más a olvidar su recuerdo, el insospechado e intenso acontecimiento no sé si sensual; porque cada vez que lo hacía, que lo rememoraba como ahora y en el lapso por el que cabalgan estas palabras, sugestionadas por las tuyas, me dolía la sublimidad de su pormenor, de ella y de su sonrisa esclarecida.

No sé dónde está la mujer, qué hace, con quién está, si persiste su sonrisa… No sé, y puesto que ni mucho menos puedo responder a donde yo estoy hoy, estaré mañana, o en cada uno de los momentos de insatisfacción, de frustración, de morriña, y al igual adónde tras mis fracasos por perseguir entelequias circulares e insaciables. No sé, definitivamente, si ella está muerta, o muerta absoluta a mi recuerdo. Yo no lo estoy como tú lo estás, Borges, muerto pero tan vivo para recordarme que todavía palpito en el escaparate de tus letras, en las de una literatura que da sentido a la magia de mis ensueños, de mis retentivas que una vez fueron maravillosas por su sencillez, luego míticas por su intencionalidad retórica, aún, y en este presente de desenlaces con los que busco, aprehendo una belleza heroica, por la exaltación de mi búsqueda, por afinidad y sentimiento.

Y por esto mismo te agradezco che, en estas fechas de carnaval, de Don Carnal y Doña Cuaresma, de san Valentín o grotescos cupidos asalariados de El Corte Inglés, tras leer tu relato hayas encauzado mi inspiración, la intención hacia la sensibilidad rezumante de este nuevo “Encuentro en el desencuentro”, mío y en estos momentos de todos, por compartirlo sin hacer honor a efeméride alguna, y del que por no querer publicar ayer lo hago en este momento; más si cabe por no traer ya un recuerdo mágico, que también, sino encendido con la ingenua esperanza de que la mujer lo lea y, conmigo, impongamos complicidad a la despedida, confianza en otro o en el mismo encuentro, en su expectación indispensable; disipar la separación que fue, en la alegoría de todas las separaciones que guardan el valor, no el precio, de una ilusión que las valga por la perfección de su creación, de su emoción y de todos los posibles reencuentros soñados y verdaderos que lleguen amparados en su esencia imperecedera, la destilada por una sonrisa sentida y tierna.

Porque el recuerdo, la memoria de nuestra efímera coincidencia, permanecerá en nuestro interior como este papel o el medio que fuese y recoja el sentido de estas letras; con la esperanza, insisto, con la confianza, además, en que “alguna vez anudaremos” este relato, “este diálogo incierto”, y descubriremos y “nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía” en un vacío pavoroso y atractivo, “fuimos (aún lo somos) Borges y Delia”, yo y la mujer tras la ventanilla del coche.


© F.J. Calvente.

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