Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



viernes, 17 de agosto de 2018

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (X): "No digas que el tiempo lo cura todo"


ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (X)

“Nunca digas que el tiempo lo cura todo”





Le decía en una carta que entregó a un ciberespacio donde también se le cerraba su discreta presencia, la que siempre fue así, desde que ella terminó de forma abrupta la relación y él se dejó llevar, extraviado, por un laberinto excesivo, lastimoso.

¿Por qué?, contestó como si lo hubiera dicho ella en uno de los huecos de las redes o donde pudieran llegar estas letras, apostado en una de las esquinas de la posibilidad para darse el valor de responder como sigue:

“Porque no lo cura, lo disimula, lo embosca, lo mitiga o suaviza, más con el desamor o el amor no cerrado, el que no se agota o destruye o solo desaparece por rutina, desencanto y traición, o desesperación. No. El tiempo nada cura, acostumbra a mirar hacia otro lado, a ignorar, a pasar la clavija de un agujero a otro en la central de las pasiones, de un vacío a otro en el interior donde están almacenadas las emociones contrariadas, o las decisiones emocionales incorrectas, a incitar huidas cómodas, tramposas, hasta que se rompen las suturas y entonces, con el dolor del primer día, deja de importarle todo y nos deja desamparados. No hace desaparecer el daño, ojalá, porque nada desaparece si no se afronta, si la deuda no es pagada, si no nos disponemos, con trabajo y renuncia, en definir vacíos para llenarlos nuevamente de vida. Porque de esta manera, no por el fluir de los tiempos ajenos al agravio, a la nostalgia, (no, no lo cura todo y menos al amor), supongo que tú, yo estoy seguro que todavía no, has pasado página, te has comprometido con la vida, a insistir, a obligarte en una emoción, en otras impresiones que quiten, resten, que se sobrepongan a la conmoción originaria, o la que nos creó en una unidad, en algo bello e indisoluble; no, no quiero pensar en tu sanación voluntaria, disculpa mi egoísmo, en tu partida lejos definitivamente de mí, en soledad o en compañía de otro, o de otros, que te hayan dado la perspectiva, la revisión de nuestra historia que con enorme dilación, años, te ha mantenido en una superviviente y a mí siquiera, y lo siento, pendiente del cierre, en un náufrago en la inundación de mi corazón y de una insondable melancolía que agita las olas de lo perdido.”

Ayer, en el día que murió Aretha Franklin, cuando el verano se levantó tarde y una niebla de otoño difuminaba los perfiles, lloriqueando lágrimas de soul en unos crepúsculos melancólicos donde se modelan y despojan los vestigios del estío, en los incendios congelados de las hojas que una vez fueron verdes y atentas, él se fue encontrando, en el tedio de un camino temprano y recurrente, con personas que traían la memoria de ella, algunas incluso con sensaciones de un pasado ya tan lejano, años, pero cercanas en sus sobresaltos, en la vida que los dos unidos vivieron. Él reconocía cómo en otras ocasiones de igual tenor huía despavorido, el miedo le daba alas para que no se repitieran los sucesos, la aguda evocación de los instantes compartidos, tan marcados con su peso infinito. O infinito a la espera de su liquidación; pero él, ignoraba si por sufridor empedernido, por un romanticismo dañino, jamás podría aligerarla de su mochila, contando con sobrellevar la carga de un pasado que le trajo la vida y dicha, la ilusión y un ancla arrojada a ciegas en el futuro.

Ayer, o antes de ayer, durante un viaje a una Málaga envuelta en el ambiente de su feria, entre montañas azules y campos agostados, le pareció entrar y ver en un espejismo, en una suerte dimensional, a un antiguo coche como las grisuras del laberinto o de la liviandad del bochorno tras esta corta tormenta, estacionado en el paso de un pueblo cercano, aguardando la vuelta de ella de las fantasías junto al mar, al cobijo íntimo e identitario del interior. El entrañable símbolo de los días en el que aguardaba, sentado en una sombra protegida, tras las rejas de un balcón elevado, las piedras de un mirador insospechado, su paso, para verla en la fugacidad de unas tardes adelantadas, desde unos escondites que al final significaron su pérdida y la ruptura parcial y buscada. La valentía frente a su cobarde apocamiento. Menos mal que a lo largo del resto de su camino a Málaga no sonó en la radio una o miles de las canciones que aún hubieran ensanchado más la añoranza y la fisonomía del quebranto, las que eran las mismas a unas letras iniciales de Proust, las de “En busca del tiempo perdido”, curiosamente, o un presagio de Dante. Sin embargo, como una reminiscencia de aquella clarividencia, una revelación imprevista le sacudió como las verdades irrefutables desintegran los sueños forzados, haciéndole comprender, a pesar de la afectación, de que el pasado no se podía borrar, las emociones más intensas en su amplia gradación emotiva o sensible, de que este, en su inflexible decurso por el inefable presente, no cura, no sana, no tiene nada de milagrero, por una inmensa tristeza, un ingente desencanto, un corazón fragmentado. Y él preguntaba a ella, a gritos, por la confianza en lo que una vez preexistieron, a través de estas letras o de un intenso ruego que recorriera los páramos del recuerdo y le llegara al otro lado de su reserva, por la exigencia de resolver la deuda, justificar la fractura, con una urgencia tan contradictoria que, sea por su parte, por la de él, se demoraba y escapaba en la falaz consideración de que el tiempo, precisamente, o su ocultamiento, o por un orgullo defenestrado, aportara un dolor acaso más intenso, más devastado. Él no lo sabía, y por eso le preguntaba, le suplicaba, si ella había conseguido convertir su recuerdo en algo ya liviano, casi anecdótico, sobre todo a la contingencia, soberana, de que no la atormentaba, y al que observaba sin que la distancia estuviese jalonada por los desgarros, por los restos y rescoldos agonizantes. Él gustaría de preguntarle, a emplazarla en aquel día también de verano, por unas terribles y despreciativas palabras disparadas en la frialdad de un mensaje, por todo este tiempo de olvido, ¿o era abandono?, en una reconciliación si no con la relación, pues quizás existían distancias irreversibles, fragmentaciones irreparables, con el pasado, con la persistencia de un recuerdo, solo un recuerdo, dichoso pero despojado del bello dolor del amor o de sus efímeras ausencias, de sus hasta luego, de las sorpresas inadvertidas, de esa nueva mirada furtiva, de los encuentros fogosos y arriesgados, por tantos de los que jamás llegaron y desearon con consternación. Reconciliarlos con lo que una vez fueron para transitar un presente sin cargas dolorosas. A él, invariablemente, le gustaba el aire de esperanza de las puertas abiertas. Quién sabía, nadie. Sin obstinación, sin sufrimiento, con el fortalecimiento de la superación, por lo que debía de hacerse juntos y no separados.

Él sabía de lo que hablaba, de lo que escribía, o de lo que imaginaba y anunciaba con la ayuda de quien más abajo, al final de cualquier palabra, firmaba como uno de los Encuentros en el Desencuentro que si bien puedan ser ficticios del mismo modo serán verdaderos e incluso ejemplarizantes. Puesto que estas letras cargadas de emociones, esta confidencia reflexiva y sentimental, firme en la voluntad de quien cree atesorar una experiencia adecuada para guiar, para iluminar algún trecho en la senda de otras existencias dominadas, en unos momentos contradictorios, tristes, por la confusión, por la impotencia, por la dolencia de sentirse destrozados un poco o todo. No han sido pocas las veces en las que él, aconsejando a alguien cercano, conocido o familiar o amigo, rememoraba su relación, el vínculo concluido por ella, y en sus consejos ajenos se ha perdido, o ha reivindicado con saldar, definitivamente o no, lo propio; de cuanto, a resultas de una insoportable impaciencia, finalizó con un mensaje, con un desprecio al que logró justificar y excusar, tras un lado de una puerta que desconocía si se atrancó o no; la ilusión por una ráfaga, o una llave en la cerradura, o la apertura tras unos amables golpes sin el rechinar a despecho de sus goznes, sin óxidos del olvido o de la desidia en la certeza de que el tiempo lo cura todo. Algo.

Cuantas conversaciones imaginarias él había entablado en sus momentos más precarios, donde su alma perseguía el hálito de un amor sincero, único, como si de un efecto placebo se tratase para intentar, para respirar, para arreglar ciertos desarreglos del universo, de un mundo propio que una vez fue de dos y ahora disgregado también en dos pero con la diferencia de la indiferencia y de un olvido sin sentido porque jamás fue consensuado. Cuantas conversaciones en las que se decía lo que tendría que haber dicho, lo que tenía que haber hecho, los besos reprimidos, las pasiones cohibidas, descubrir las experiencias de un mundo que solo ellos podían interpretarlo. Conversaciones, por otro lado, en las que él ya no era un pusilánime resignado a sus hueros cobijos, un cobarde para no tomar la decisión, el sacrificio necesario para la felicidad. Conversaciones como las historias que fundamentaron su relación, su confianza y feliz perspectiva en un futuro que no podía ser postergado a diario, en un futuro que tenía que ser inmediato y no demorado en una persistencia que no conducía a nada. Historias o relatos o confesiones bellas, sinceras, generosas, amorosas, en las que no solo recreaban los tiempos, más los invisibles que los visibles, ensalzándolos con una sensibilidad que provocaba un hormigueo de expectación, de comunión, de sentimiento verdadero, ideal. Él echaba aquello de menos, muchísimo, y quizás esta carta entregada al ciberespacio y recogida por quien firma más abajo en su serie Encuentros en el Desencuentro, sea una forma de homenajearlas, de no olvidarlas, y de perpetuarlas en lo venidero, constantemente en estos mediados de agosto, acaso en la metáfora de un pie que se interpone para que la puerta no se cierre del todo, y quede una ráfaga para el milagro de los reencuentros o de la paz en el trauma de lo terminado.

No, tampoco él podía negar, a vislumbrar, asumir el efecto terapéutico, la pauta curativa de estas letras que al fin y al cabo buscaban el sosiego, el afecto necesario, con la valentía que le faltó en el pasado, en este interregno oscuro, años, tras la decepción, la tristeza, el desconsuelo, para superarlas con compromiso, para apostar decididamente por ver las cosas de otra manera. El bienestar emocional no solo de él, por supuesto, sino de los dos; para, una vez liquidada la deuda, el mirar a los ojos, las palabras al oído, quizás una mano sobre la otra, afrontar la ruptura, comprometidos en dejarlo ya atrás, en una memoria dichosa e incluso ahora didáctica, y al menos profundizar, acercar tantas reuniones de una amistad importante que los haría crecer en mejores personas.

Conversaciones que en los últimos tiempos él había interpretado con mayor asiduidad, con un desarrollo más afectivo y detallado que las otras y reales y las que recientemente se habían sucedido a cuentagotas, por cortesía, una cortesía plana, entre los dos; y de las que esperaba, de forma inconsciente o precipitada, más. Mensajes concisos, objetivos, referidos a alguna efemérides formal, a alguna recomendación literaria puntual, con un comedimiento que a él enervaba, con una amabilidad impostada, también consecuente, educada, pero que negaba o renunciaba a lo bello que una vez los encontró, a retomar el final, o el término zanjado por ella, a curar la herida, y no unas líneas frías que no traducían los pulsos, quizás los de él, de un corazón obstinado en encontrar respuestas o la respuesta definitiva a cuanto los ligó. Mensajes o impávidos diálogos que a poco se referían, que a casi nada provocarían o incitarían o al menos abrirían una posibilidad no ya a ser lo que en el pasado llegaron a ser con toda su estiba de hambre y sentimiento, sino a un efecto del que era imposible, e injusto, obviar, renunciar y menos a sanar. Indudablemente, estos mensajes de una normalidad inadmisible, o solo para él, constituían la prueba irrefutable para ella, pensaba, de que el tiempo lo curaba todo, aquel amor, este amor, que los reunió y al que ella resolvió, alejó con cajas destempladas. No era así, se decía él, más con pasión que con razón, el tiempo no lo había curado todo, o tal vez él no se dejaba influir por este prejuicio, por este disfraz para cerrar la decepción, el dolor, y dejar en suertes la bondad de un futuro, de una felicidad que jamás podría serlo, construirlos no sin antes cerrar o cicatrizar la vieja herida pretérita que todavía pulsaba por sus suturas y con lo cual todavía estaba viva. De hecho, en la actualidad, intersticios insuficientes, punzantes, la actitud de ella hacia él resultaba incómoda, no, quizás el término no sea el adecuado, sino mejor peligrosa; sí, él temía que al no haber cerrado, por voluntad de ambos, lo que previamente los unió, no haber vaciado el rencor, el resentimiento, el sufrimiento, el castigo y sacrificio, por mucha actitud puesta en apoderarse de que la felicidad dependía de cada uno, no había sitio en ellos, en ella, en él, para dejar paso a lo nuevo y mejor de la vida, o el motor del amor. No, él sabía que estaban prolongando hasta extremos insospechados la decepción, el desencuentro, por dejar que la curación, o la mejoría, surtiese su benevolencia, sola, propia, en la inercia de unos lapsos en los que se insistía que por estos el desaliento se curaba sin más, sin conciencia de pareja o de la pareja sentimental que existió o existe en otra lamentable dimensión o magnitud despreciada, sin crítica sincera, sin ponerlos una vez más en uno en el lugar del otro, de aceptarse, de aceptar la necesidad de una nueva continuidad o abrir la coyuntura de lo pretérito, sin acción ni dedicación. Suspiró. Gruesos goterones caían del cielo.

En verdad, él, más en este último periodo, en estas conversaciones sentidas e imaginadas, en esos otros diálogos prudentes, callados, a los que imaginaba un desarrollo de un romanticismo casi ingenuo, lo cual no invalidaría un amor todavía latente, acaso se descubría ilusionado, más identificado, en un mañana más cercano, en una concreción sentida más allá de los cinco besos virtuales o de unos relatos que siquiera seguían siendo ciertos en otra realidad o de un mal sueño que afrontaba una realidad diáfana, estremecida; inclusive desdoblaba, en determinados contextos que concebían alguna reciprocidad con sus sentimientos, un camino en solitario para superar el cerrojo decisivo de la relación, la que yació particular, despectiva, excesiva, y no obstante perdonada por su justificación en una impaciencia insoportable y cruda que a ella obligó a terminarla. La tarde oscura, de tímida tormenta.

Un camino solitario que del mismo modo a él ayudaba a soportar la monotonía de sus días, el invierno permanente, como este inasible ensayo en un viernes que tenía que ser Otoño pero de calor insobornable y receloso. Y en los paseos por noches que anhelaban la caricia del frescor, el aliento húmedo de los susurros, reconocía el dolor emocional, la consciencia de la herida, y el motivo para redimirla. Y en el ensimismamiento de un gato que anunciaba los cambios, los sigilos de otros mundos a los que se llegaba con inocencia, con aventuras fantásticas, con la épica de unas quimeras redentoras de atonías y rutinas, los derrames de colores, del perro amarrado a la verja de un bar en cuyos ojos se traslucía la bondad del destino, de los niños aburridos, solos, en su vaivén sin vida en columpios de un parque ruidoso, entre sesgos y contraluces, él asumía su compasión, la suya. Y en las parejas que veía y se detenía para aprehender su esencia, jóvenes y ancianas, unidas por las manos, enlazadas a un beso eterno, juntas observando su indemnidad frente a vacíos pavorosos, reflexionaba con atención, paladeaba el presente, la vida que todavía le quedaba por vivir y a experimentarla con sentido y con todos los sentidos. La vida acaso sin ella. Y en los momentos de enrarecida soledad, adolorida, más cuando estaba rodeado de gente, más cuando se planteaba la idea de no volver a enamorarse más, cuando lo pasaba tan mal, o peor que lo habitual, alejadas o sometidas las otras catástrofes de un pavor aún más espantoso, entonces, comprendía que tenía que salir de esta espiral negativa, de esforzarse por dejar salir de sus entrañas lo malo y llenarse de cuanto le recordara quien era y de cuanto ambicionaba vivir. Salir. El poder de decidir, de querer y modelar su presente. Y en estos crepúsculos de verano, los más intensos, los más conmovedores, pedía perdón a la vida por no vivirla, perdón a ella por no hacerla vivir junto a él, perdón al pasado, perdón a un presente condicionado que reclamaba insistentemente su atención, su importancia, a pedirse perdón a sí mismo como la llave indispensable para seguir adelante.

Por esto, en esta carta que quizás ella no viera, jamás leyera, agradeciéndole al de más abajo su confianza y ayuda, él exigía, la requería para que nunca, por favor, se escudara en que no había nada y porque el tiempo se había encargado de curarlo todo. Alentaba a este tiempo taimado en desplegar la coyuntura para el encuentro, de los dos, premeditado o predestinado, daba lo mismo, para liquidar la deuda, con un mirar a los ojos, palabras al oído, quizás una mano sobre la otra, afrontar la ruptura, comprometidos en dejarlo atrás, en una memoria dichosa e incluso ahora didáctica, y al menos profundizar, acercar tantas reuniones de una amistad importante que los haría crecer en mejores personas.

El tiempo no lo cura todo, no, porque del mismo modo que ellos jamás fueron amigos, ni novios, sino una conjunción de palabras, o en la personificación de unos versos recién leídos de Elvira Sastre, los de "dos personas olvidándose solo están queriéndose de otra manera", continuaban permaneciendo en el gran abismo de un intermedio que bastante les dolía, ambos tirando de los pesos de un tiempo inevitable, con divergencia, con mentiras. Dolía. Dolía la herida por la que se les escapaba la vida, el mismo tiempo que nada cura y el que acaba con todo.

F.J. Calvente

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