Anochece más temprano. En este intermedio de septiembre en el que el ocaso desmiente, silencia los recreos. 4321... El cielo acaso más curvo, más cercano, pero todavía sin poder retenerlo entre los dedos, no tan pesado, por un absoluto e inédito añil anunciando las mudas de la estación, los matices opacos, quietos, cárdenos, impregnados de una tibieza ajena del sopor, cómoda con las primeras ráfagas de un frescor de los rigores que tendrán que llegar, pero de los que se desconfía como el pronunciamiento de este descastado verano. El fuego insólito de este verano, dibujado, lejano, en proceso de cristalización, dilatado en el horizonte, por las oscuras montañas, avistado desde mi atalaya privilegiada, aferrado a los fierros de uno de los balcones avanzados de la Alameda, en la cornisa del Tajo, hacia el abismo más profundo, el vacío que todo lo contiene. La anochecida del último verano que no podía acabar nunca, como Paul Auster me decía en las letras de su enumeración: "Podía no acabar nunca. El sol detenido en el cielo, la página perdida del libro, siempre sería verano mientras no respirasen con fuerza ni pidieran demasiado, siempre el verano de cuando tenían diecinueve años y finalmente se encontraban, quizá de manera definitiva, casi a punto de decir adiós al momento en que seguían teniéndolo todo por delante". Sí, tenía por delante la posibilidad, la confianza añil de que el verano no acabase nunca, pero ya el Otoño me cogía de la mano.
Aquí estoy...
Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.
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