Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 23 de septiembre de 2018

"Una ventana rota (Y II)"



De la ventana rota de calle Las Kábilas me fui alejando poco a poco, un paso tras otro. No sé si por poner perspectiva en la escena, cierto cobijo o seguridad en la rutina del día, de la vía, en los ruidos, las voces de unas personas erráticas que siempre conocían su destino; o por poner distancia al miedo, la culpa o acaso de una redención por sentirme culpable de la degradación de la casa, del abandono del mundo o de perturbar la calma o la acerba eternidad de aquel fantasma al que dejé de ver y tal vez padecer con resentimiento. En la distancia, el abismo del cuarterón abierto en la ventana se hizo menos insidioso, pero en el que seguía manteniendo un agresivo escrúpulo como los remedos ingenuos por la muerte ajena y con no hacerla próxima. La cruz tendida en el suelo, en un umbral de adentro, también desapareció de mi visión o se me antojó saltar a la geometría vertical del marco de la ventana. Esta recorrida, zaherida por una infinitud de desgarros por la desidia, de arrugas demacradas, estampadas por un tiempo que discurría rápido y corrosivo, de los otros recortados abismos colmados de oscuridad, de inquietas presunciones. La geometría, en la distancia, me sobrecogió. La geometría de soledad, polvo, tiniebla... olvido; o de acuerdo en la diferencia de Martin Gardner, la que siendo puramente geométrica, la separación entre algo y nada, establecía entonces, en esta otra desolada mirada, no haber nada detrás de la misma, de su geometría. Sin embargo, tenía que haberlo, algo y no nada, un significado, un aprendizaje, una iniciación, una confianza, para que la contrariedad, la oscuridad, tuviese un factor de expiación y tal vez de búsqueda de la luz. La geometría, descubrí, a la que no afectaba la ruina innecesaria, sus formas equitativas idénticas al espejo, no de su azogue. Porque en su azogue, cerré los ojos. A la ausencia de revelación me impuse la obligación de imaginar, a concebir una idea, una realidad o un sentido a tanta devastación, a tanta añoranza desbastada. Ya en esta actitud me sentía absurdo, ridículo por un propósito del que a lo mejor no obtendría resultado alguno, ni ningún placebo para mitigar el sufrimiento declamado por la ventana de madera y su agonía anunciada. Me sentía como Roland, el personaje de "Odile", la novela de Raymond Queneau, un herético del surrealismo, un hereje del inconsciente, afianzado en este soliloquio contra la fuerte atracción, la maldición mortal y geométrica del maltrecho vano: "Jugaba al matemático. Confundía castillos de arena con construcciones algebraicas y puzzles con teoremas de geometría. Y más castillos de arena se venían abajo y más puzzles se descomponían sin esbozar ninguna figura." Ningún significado, ninguna emoción que no fuese el miedo al no poder hacer nada, ser nadie en la geometría de ese hueco al exterior desleído en los oscuros vacíos de unos cuantos de sus cuarterones, como el castillo de arena del fantasma crucificado por un sesgo de luz antigua. Nadie y nada. La ventana en su atroz simetría. 

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