Me gusta, nos gusta, a mi hija Inés y a mí, pasear por el intrincado callejero de La Ciudad; o al caso aprovechar la vuelta al arrabal bajo de cualquier tarea en Ronda y como puede ser comprar el periódico El País en "Dumas" (ese "a Ronda", como antaño decían los del Barrio cuando atravesaban la inexistente y fronteriza Puerta de Las Imágenes) y tomar este trayecto interior que conduce a ninguna parte y a todo. La última incursión transcurrió el domingo pasado, como una deserción al fragor, más atenuado, de esto que una vez fue el gran hito festivo y memorístico de la Ronda Romántica. Torrijos en La Merced. El cielo azul aún arrancaba espelucos, más atenuados asimismo, por un inaudito frío tras días previos de inusitado bochorno. No es fácil dejar con algún que otro inconsciente suspiro el pavor y fascinación por los talles heroicos del Tajo, atravesar la sutura de esta herida honda del universo, para coger cuanto antes el trazo callado y empedrado de Tenorio. Y casi obligado por un ansia de comunión con el sosiego, con la detención de los tiempos y el silencio, el quiebro a la izquierda, escalonado, internándonos primero en un estrecho, alto y anodino callejón que desde la Plaza María Auxiliadora, El Campillo, toma por nombre a José María Holgado. El ínclito personaje quien junto a su hermana, (incluyo ahora las abreviaturas linajudas), la Excma. Sra. Dª. María Teresa Holgado Vázquez de Mondragón y Moctezuma, marquesa de Moctezuma, crearon la Fundación Moctezuma y la primera casa salesiana en Ronda.
Los gritos de silencio, de inmediato, atrapados en un bucle interminable, en una campana, en un cáliz cerrado, allí, en el siguiente tramo a la izquierda del pasaje, declinaban a los artificios espirituales o religiosos o fatuidades de los nobles, para transformarse en un espejo, un agujero negro, una manta en invierno, un oráculo que siempre recreará el ocaso, la caída de los ídolos del Imperio Azteca con estos últimos supervivientes de su estirpe solar. Esta pausa, de sigilo acogedor, leal, embriagador y reflexivo. A la izquierda de la vía, la hilada de bellas casas, blancas, con rejas indiscretas, con macetas, maderas y barnices destilados en atardeceres ensangrentados y vivos, con reflejos de metal y descansos. En la otra orilla, la alta tapia del antiguo colegio, como un triste recuerdo de reclusión, de prisión, de campo de concentración de no ser por los arriates que lo jalonan en su discurrir con plantas, arbolitos, flores en un dispendio admirable, ocioso y gratificante, las frágiles y osadas, arropando cualquier conmoción, fibras sensibles de ser en la belleza. Sombras reconfortantes, como livianos chales que cubren los hombros desnudos estremecidos por la fresca exhalación de la noche. El silencio. Aquí están esculpidas por mi recuerdo, el amor de un diálogo de "Luvina" de Juan Rulfo:
"-- ¿Qué es? -me dijo-.
-- ¿Qué es qué? -le pregunté-.
-- Eso, el ruido ese.
-- Es el silencio..."
El silencio.
Al tomar la siguiente e intrigante esquina, el viraje de la calle a la derecha, me detuve, nos detuvimos, súbitamente, extrañados, inquietos. Algo sonaba. Algo resquebrajaba como un cristal el mutismo, la reserva. De hecho, miré a la enigmática cara tallada en una fuentecita escondida entre el follaje, entre las verdes penumbras, auscultándola, desconfiando, como si la vulneración del silencio, ahí su blasfemia, el pecado, hubiese sido causado por esta imagen pétrea u otro cómodo dejarnos llevar en nuestra ignorancia baldía, a través de una apreciación falsa, confusa, ingenua. A continuación, por la sutilidad del sonido percibido, todavía en su curso hechizador, como unas lejanas y suaves trompetas que desgarraban el ambiente con la dulzura de un perdón; persistentes, sin llegar al zumbido, ni incolora uniformidad, con una modulación de notas sugerente, inteligente, que cosía emociones, percibí su procedencia de las vistosas flores campánulas justo a mi lado, vencidas por la fantástica sintonía o por la inminencia del verano. Ignoro si estas flores eran siete -conjeturaba- como siete eran las trompetas del Apocalipsis. Trompetas de Ángel, recordé a colación uno de los nombres de estas plantas, Brugmansia; estas curiosamente nativas de las regiones subtropicales de México, Centro y Sudamérica, como una alusión, otra, a ese Imperio Azteca (Triple alianza, Imperio mexica o Imperio tenochca) cuyo último descendiente, o "pīpiltin", tomó el nominativo esta recogida calle. Llamativos brotes empleados -no sé porqué además pensé en esto- por los chamanes para sus fugas o viajes al otro lado en comunicación con los espíritus.
Un apocalipsis primaveral, me vino bien el ejemplo anterior para identificar la sensación, la grata "casualidad", de aquella acaso música de las esferas, en cuyo anuncio, en su tocar o tono o palpitante vibración, no auguraba muerte o destrucción, sino solo una llamada. Una llamada muy receptiva, plena de esperanza, de confianza, conforme a determinado estado alterado de conciencia suscitado por el lugar, por el momento, o ambos en la coincidencia repentina con la que se abrió tal vez un portal desconocido, una fisura en el espacio-tiempo, en la cercana realidad, y por el que penetraba la sinuosa y familiar melodía que nos llenaba los más insospechados vericuetos internos. Un despertar, sin duda, para mi hija, para mi, para todos en el mundo.
"UN RINCÓN PARA DESPERTAR"
© F.J. Calvente.
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