Considero a esa edad de los 13 años el paso, la puerta de un lado a otro, una encrucijada en el camino de baldosas amarillas, la línea donde hay colores que se diluyen, sombras más prietas, y se abren nuevas visiones de un mundo nuevo, el hito, la frontera, entre la infancia y la adolescencia. Hoy mi hija Ángela cumple 13 años. Hoy más reniego de mi consideración. Porque no me importa cuántos años tenga Ángela, hasta que yo ya no pueda contarlos, para que ésta siempre sea mi pequeña. Ángela que, junto a su hermana, puso mi realidad del revés y ya jamás olvidé que mi felicidad, este privilegio de ser padre, buena parte de mi destino y leyenda, pasaban por el hermoso motivo de que ambas fuesen felices. El milagro de vida del alma desgajada. Aun cuando Ángela siempre será mi niña pequeña, soy consciente de ese avance complejo, arduo y sensible a mujer. Hoy, por tanto, por esto, con una arruga de inquietud adentro, deseo con todas mis fuerzas y amor que Ángela sea feliz. Deseo que permanezca o regrese cuanto pueda, cuando quiera, escribí hace años, a su reino infantil sin tiempo y con un espacio infinito para ensoñar; sin ambiciones, ni rencores, sin nubes grises en el horizonte, en su búsqueda y encuentro curioso de la Belleza, del asombro por los colores, de las curvas hacia arriba de su sonrisa permanente, y del fulgor en sus ojos cuando la imaginación, lo soñado, tienen que cumplirse, pues de lo contrario nada tendría sentido. Tú, yo, nosotros, todos necesitamos impregnarnos de tu polvillo mágico para soportar las dificultades de la vida.
¡Felicidades, Ángela, mi pequeña!
No hay comentarios:
Publicar un comentario