En unos instantes anoche, ahora, o nunca, mi sombra caminaba por una nostalgia otoñal o de otoño; efímera mas eterna en la hibernada memoria fotográfica que una incierta causalidad rescató de las entrañas, de la galería de mi teléfono móvil para rehacerla, reavivarla como un rescoldo palpitante de su lecho o mortaja de cenizas.
En aquella y momentáneamente en las líneas que prosiguen, en la escena o fotografía, andaba como si más que pasar una página, esta o ninguna, la siguiera inconsciente, imantado a su indicio, a su borrador o trazo, impaciente; como la nota o el susurro en la partitura de una sintonía silenciosa, a la que oía de antiguo con su ocre toque de metálicos bronces y reconocía en sus apagados verdores en estos instantes de virgen y vieja escritura; como si recorriera su ayer, con mis dedos, con mis pies, con mis latidos, por el envés de una hoja caída de los árboles de la Alameda, de la alameda franciscana, una en su miríada, alfombra de gélidos ocasos, camino de baldosas amarillas o mejor de cantos grisáceos por unos espejismos incendiados; acaso la misma hoja que de modo arraigado adopto para presidir el salón de mi hogar, en un relato aún no escrito de la vida y que son los mejores cuentos cuando consiguen derramarse, desbordar sus flexibles renglones para difuminarlos o torcerlos con anhelos, también con rabia y desesperación, ensombreciéndolos precisamente con los arabescos caprichos de un sueño o de la ilusión que se revuelve contra el diario, los hábitos, contra este presente confuso, ... contra todos y contra todo, desde el origen o hacia un horizonte que, por fortuna, en absoluto podrá alcanzarse o alcanzaríamos, al igual que la libertad para hacerlo posible sin quimera o imaginación, sin deseo que nos redima...
Allí o mejor allá, decía, sentía asimismo a la piedra del poyete modelar, guiar mi paso por un sendero de otoño en el que sus sombras eran más afiladas que los destellos de las hojas vencidas en el empedrado iluminado por unas discretas farolas, de carbones mojados, de noche húmeda, de lágrimas deshechas y pasadas por lo que vendrá o ya estaba aconteciendo con precisión geométrica, sí, en la acera a la afuera de la Alameda. Piedras, sombras, pasos... sobre hojas que sin ser flores muertas, gemían y no crujían bajo mis pies, las que ni siquiera encarnaban a una segunda o aquella primavera por venir y por mucho que Camus insistiera en la metáfora, en la encrucijada de unos versos o de un inextricable misterio, pues entonces solo era otoño y ahora continuaba viviéndolo en este tibio invierno, en mi recuerdo, en la misma y fresca anochecida, en la inesperada añoranza. Otoño. Únicamente otoño.
Y hoy o ayer noche o nunca, esa memoria fotográfica, ahí un poco más abajo, o más arriba si es en mi Instagram, en su sentencia nostálgica o estricta y simple nostalgia, susurraba su inquietud, su hormigueo adentro, adentro y como si lo hiciera mi propia imagen en un espejo. Entretanto oía, resonaban unas letras de la canción de Amaral, "Ahí estás", de "Dolce vita", junto a estas otras con alivio y por desasosiego:
"Ya era hora de decirte claramente
Que si te pierdes, yo te iré a buscar
En un trineo de nieve
En un carro de fuego
Hasta el final de la noche te llevo
Ahí, en lo más profundo de mi mente
Como Dante en sus infiernos
Ahí, resplandeciente
Ahí estás".
Como si... en un azogue de aquel ser que fui y al que busco con vocación y determinación por las catástrofes de los hábitos o cansadas repeticiones, en las fracturas y fugacidad de unos momentos idénticos o reiterativos, la nostalgia, esa, me gritara, con murmullos y a voz en cuello, con condescendencia, con ternura, con miedo, con fiebre, con escalofríos, con rabia, en un eco de todas mis conquistas y visiones perdidas, que yo era él, él era yo, no este otro yo que jamás vagaría, de ahí el roto, por melancolía alguna, yo... Yo era y seré siempre otoño. Otoño al dejarme llevar por la nostalgia de un camino de hojas desprendidas de los árboles de mi Alameda.
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