Calor.
Busco, o tal vez codicio,
un alivio para el calor.
La casa.
Abrigado por las sombras,
por esa visible tiniebla de un poema de Borges, entre el cielo y el infierno, con
Milton, o éste con aquel, conmigo, o… De acuerdo, corrijo, todavía estoy a
tiempo, pues ese primer adjetivo queda bastante chirriante, invernal, ahora
soporífero, incómodo,… metáforas aparte, lo retiro. Más bien, o preciso, inadecuados
los abrigos a lo que sería la búsqueda, o el deseo y encuentro con un frescor bienaventurado
y debido a los insoportables sofocos por esta insólita y despiadada inclemencia
estival, conforme a unos prolegómenos que no auguraban nada bueno, o
aguantable, el imperio absoluto del infierno en la tierra; más en estas
sobremesas en las que tiempo se suspende para caer sobre los hombros con todo
el peso de las rutinas, la gravedad de los vacíos, los de las posibilidades que
se dejan para después, del pusilánime hastío por hacer que no suceda nada. Exteriores
yertos, tácitos y cansados. Silencios y modorras. Duelos en el exterior mudo. Y
así borro abrigado y escribo amparado, amparado por las sombras, acaso, acogido
por una obscuridad intestina, propiciada por la fuga de las casonas al sol
directo, tan obstinado, en las horas inclementes, las horas desesperadas. Sencillo.
Lógico.
Amparado por las sombras.
No era noche, medio día, relumbrante
y tórrido, pero ambicionaba el consuelo de la noche. Un remedo.
El cuarto de la casa.
Entré casi con devoción en
el cuarto oscuro, o allí estuve en todo momento o desde que… con la ventana
cerrada, siempre está cerrada, la familiar persiana de lamas de plástico, verdes
y amarilleadas en su lucha contra el porfiado sol y la antigüedad, con su miríada
de achinados ojos en rectilíneo desfile, quietos, por los que el exterior
fisgoneaba la intimidad de esta habitación rebelde, inconformista al mando de
la canícula, la soga fláccida y deshilachada, la que no se mueve, desleída, como
una fina lengua, sedienta, adentro las gruesas cortinas ya de cartón sin
pliegues ni oscilaciones, recogidas por debajo en muñones de unas mortajas para
el fin de ciertas memorias, recorridas por silenciosas arañas, las que tejían
los ecos pasados del chirriar de los enmohecidos goznes de una puerta que no se
cierra, de los crujidos de los muelles de la cama, sensuales alguna vez,
impasibles y enfermos la mayoría, las que entretejían con unos imperceptibles
hilos de plata, idénticos con los que el universo local ayudaba en los trazos
de la malla del destino, la exhumación de su discurrir en los retornos, del
corroer de la carcoma en el aparatoso y desvencijado armario, de algunos
ratones experimentados, indescifrables los rumores de unos desconchones
aferrados a las viejas paredes de cal y recuerdos, o el susurro de una humedad
agonizante por su hedor alcanforado, como esos espacios cerrados donde los
ancianos, precisamente allí, se entregaban con descuido al otro lado o a un
descanso implorado, también este que lo fue y será en otra ruina circular del
tiempo; o la escasa ventilación de una habitación subterránea, olvidada,
temida, clausurada por un dictamen desconocido, cementerio de cosas borradas, de
usos jubilados, vivencias inventariadas, amontonadas, y henchida de negros
presagios; notados en espelucos irrefrenables, inéditos, serpenteantes, de
remembranzas escalofriantes, memorias de muertos o de apariciones fantasmales
que jamás se vieron o invariablemente se temieron, implorando comodidad, no
sosiego, la caricia de una grata temperatura, no un desahogo físico y también
psíquico. Frescura la de las casas antiguas. Las casas antiguas de los pueblos.
Entré en el cuarto con una batería de pensamientos por desarrollar, de sueños o
reminiscencias gratas por colorear, o solo con una forma inasible de evasión en
un frescor narcotizado. La sensación que fue efímera, la que tenía que ser
duradera, para la que no transcurriera el tiempo o el amago inflexible por sentirlo.
“los colores y líneas del pasado
definirán
en la tiniebla un rostro
durmiente,
inmóvil, fiel, inalterable
(tal
vez el de la amada, quizá el tuyo)
y
la contemplación de ese inmediato
rostro
incesante, intacto, incorruptible,
será
para los réprobos, Infierno;
para
los elegidos, Paraíso.”
Silencio.
Oscuridad.
El delineo de la luz cerosa
en código morse, imprimido en los huecos de las baldas de la persiana, aquel
desfile de ojos achinados.
Y entonces se desplomó un
fresco que se hizo mayor, helado, espeluznante, tanto que veía, veíamos, un
blanquecino hálito como una frágil barrera, sutil, el que nos separaba y a los
dos pertenecía. Nuestro aliento, ¿o sólo el de él?, de susto.
Antes, en la pesada
penumbra, sólida, incluso moviente, plegada y desplegada por fuerzas
incognoscibles, nos encontramos de improviso, pasmosamente, no nos oímos, ni
siquiera nos entrevimos, no sabíamos la presencia de uno y otro, los dos, yo y
aquel muñecote grande de sonrisa perpetua y de atónitos pestañeos. La película
de sudor que al momento recorrió mi piel pareció solidificarse como la cera de
una vela encendida, en una plasta de plásticos fundidos, derretidos. Un gemido
de susto, uno solo. Un atormentado y alocado golpeteo del corazón, uno solo. Y
un frío punzante, interior, que trajo la sorpresa, o el terror por la sorpresa,
del encuentro inesperado que imponía cautelas, distancias, los cinco sentidos
en alerta, o la merma de los míos, en un tiempo que estiraba su sufrimiento con
persistencia, y a cómo el temor dilataba la resistencia de su expresión facial
violentada, de los espasmos musculares, incontrolables. Solo el pánico devolvía
tersura, juventud, a la historia de las arrugas en los rostros castigados por
los tiempos y las emociones.
Los dos.
Entrambos, la sorpresa.
Luego, el terror.
Imaginé, tras su rostro
emboscado de tiniebla, el asombro encaramado a una tensa mueca de susto, de
ojos paralizados, desorbitados, una secuencia de pesadilla, de torturas y catástrofes,
en la crueldad de un tópico hecho realidad y desenterrado de las barbaridades
acaecidas y experimentadas y visionadas en los géneros de terror: en la tele,
el papel de una novela, en una confesión a la lumbre y en la noche, una confidencia
al oído que hacía poner los vellos como escarpias; en las eternidades frente al
televisor, las que en estos instantes temblones evoco para justificar su causa,
su agitación, el armatoste primero en blanco y negro, luego en color, pendiente
de su iluminada ventana en las más insospechadas posiciones cuando los juegos,
o el aburrimiento, ponían fin a sus quimeras: boca arriba, boca abajo, ladeado…
desparramado en el sofá, incluso en la mesa, o casi siempre en el suelo. Veía.
Veía muy quieto. Boquiabierto. Abiertos los ojos sin pestañeos, cerrados en
horizontalidades fastidiosas. Veía las tenebrosas escenas en la pantalla de las
películas de terror, mis favoritas; las de espantos, decían los mayores, los
que apenas dormían en la cama de al lado, en la habitación de soledad que ahora
se convertía en espacio de pavura al encontrarnos los dos de sopetón, otra vez y
cuando ya creía que jamás le vería, hacía tantos años…
El encuentro, o el
reconocimiento,
tantos años después.
¿Ahora?
¿Definitivamente ahora?
No sabía de él desde
niño, supongo que él tenía la misma sensación, el mismo pasmo, en esta forzada
vuelta atrás, a la infancia. Yo seguía sin entender la contingencia para estas
fantasías, más que nada porque en ese ayer no creía haber jugado con él, jamás,
con las niñas sí, evidente. Pero ahí estaban, las fantasías, fantasías concertadas
por el terror. Las dudas. Ignoraba si regresaban, con él, las explícitas
angustias del pasado. Miedo. La primera impresión había sido de miedo. La
primera y un desarrollo que, no sé para él, auguraba el dominio de un mayor
miedo. A continuación ensayaba de nuevo a justificar la causa, su agitación: La
atracción lúgubre de la genética, sufrida, la del lado oscuro o de la doblez
existencial, la sugestión del sobresalto, la sobrevenida en sucesos arrancados
por una brutal curiosidad e indiferencia: como primero desentrañar las entrañas
de bombillas y circuitos de la radio del abuelo, del vídeo, de la primera consola
de juegos, hasta curiosidades sin menoscabos ni arrepentimientos, sin piedad ni
razón, como las ingenuas disecciones a las hormigas, a las avispas, a las
lagartijas, ranas, y osados en unos gatos, jóvenes y sumisos, abiertos en
canal, con sus vísceras desparramadas entre sangres y fluidos que coloreaban
los plomos de la roca, del poyete. Como los de otros muñecos amputados…
destrozados.
La imaginación comenzó con
su recreo, a divertirse con la seducción por cierta dimensión truculenta, a
hilar este cuento de terror.
La imaginación,
destructiva en un verano con mucho aburrimiento, con muchas posibilidades para
lo imposible, para hacer más blanca la nada, la aquietada uniformidad hasta la
llegada de una noche que tenía que acontecer sorprendente, bochornosa de
fábulas: De asesinos en serie, vampiros, licántropos, metamórficos, payasos
asesinos… de muñecos diabólicos. Imaginé, pronto, tras el breve paréntesis de
nuestro asombro inicial, desesperadamente fugaz, como él se arrojaba contra mí,
atrapándome… apretándome. El recelo. El espanto. Recordé, al igual que la
poesía anterior del glorioso autor argentino, en un tiempo donde jugaba, o
jugaban conmigo, en un lugar donde había libros y en los que, a hurtadillas,
sin ser visto, en las páginas francas, en los libros abiertos sobre la mesa, a
mi lado, en el brazo de un sillón, en el alféizar de una ventana a la que ya la
memoria difumina si irreal o verdadera, leía párrafos aleatorios, de géneros
aleatorios, de literaturas al gusto de otros, y ahora me acuerdo de haber leído
una vez, nunca supe que lo escribió Juan Rulfo, unas frases que en estos
momentos reunían toda la extensión de mi desasosiego: “Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la
oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo...”
Cualquier tiempo pasado
nunca fue mejor.
Por lo perdido, por el
miedo.
El miedo tan real, tan
promisorio, que ya me hacía sentir el dolor por mis brazos descoyuntados, mis
piernas separadas con violencia de su articulación forzada, los ojos vaciados,
uno y luego otro, los pelos arrancados, y las pestañas, o los trazos ominosos
de un rotulador que trazaba indelebles bigotes en mi tersa fisonomía,
infringiéndome la vergüenza, la ignominia de mis ropas desgarradas por una
fuerza feroz, dejándome en una desnudez quebradiza y afligida. Apuñalado,
vaciado. Humillado. Destrozado. Muerto.
Olvido.
No podía cerrar los ojos.
En estos momentos no me resultarían fastidiosas las horizontalidades donde caía
laso, sino aletargantes, enajenadas. Esperé. Al fin y al cabo era un muñeco, un
simple muñeco al que la mirada de diabólico la dictaba, la imponía esta
atmósfera intrigante, la ficción, e inofensiva si aplicaba el sentido común y
por muy poderosa la atrocidad con la que, atractivamente, se revistiera.
Esperé, sonriente…
Esperé… no, no esperé
nada, solo a los funestos designios dispersos por mis presunciones, de acuerdo en
que éstos, a pesar de su sorprendente y apesadumbrada aglomeración, sin visos
de realidad y de no ser a la moldeada por una imaginación perversa, y con todo doloridamente
presente, certera; depositando el escaso ímpetu de una socorrida confianza en
un escenario, en una reunión que tenía que ser solo tierna, infantil, inocua,
incluso nostálgica, y máxime la que en ningún momento fuese peligrosa, mortal o
rota. El encuentro que reunía al hombre y al muñeco, al niño y a su resignado
compañero de aventuras, aunque no creyera compartir juegos con él de no ser
algunos, que los hubo, y sádicos, horribles. La nostalgia noble y amada. En
consecuencia, en la espera de un suspiro que quiso ser de alivio y resultó
desencajado, miré espantado como él, aligerado de la contumaz sorpresa en su
faz tensa, pintada aún con la palidez del susto, esbozaba una sonrisa artera,
maléfica, en una curva de sus labios techados de oscuridad, indolente, pero determinada,
y la que reunía todo el averno de su intención, de resucitar un pasado avieso y
travieso, de una broma cruel, e imperdonable. Suposiciones que comenzaron a
cumplirse. La crudeza de las evocaciones, de los terrores infantiles, por su
fascinación inédita, de fisgoneos monstruosos, los de los insectos, de las
lagartijas, de algunos gatos… destripados. En aquel momento supe que iba a
morir.
Huir.
Quise huir, rápido, pero
no podía, me era imposible hacerlo, y él, el hombre, quien firma abajo este
relato, no tenía buenas intenciones hacia conmigo,
con el amable muñeco de
un tiempo perdido.
© F.J. Calvente.
(Si quieres descargarte el cuento en pdf, aquí: https://drive.google.com/file/d/0B7Wg5z7kVgC4QlBBamR5UVV1MVk/view?usp=sharing)
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