“Hay que escribir una novela para comprender
verdaderamente la dimensión de la soledad”
No es esta la mejor obra de Haruki Murakami, pero con seguridad es
una de sus historias más sinceras. No es una de sus extraordinarias novelas,
sino un ensayo que, aun no siendo precisamente autobiográfico, habla de él, donde
habla de sí mismo a lo largo de sus 304 páginas, del ser escritor, o al fin y
al cabo de según su “De qué hablo cuando hablo de escribir” (Tusquets Editores,
2017). “Un delicioso paseo por la literatura y el universo de uno de los autores
más leídos de nuestro tiempo”.
“… vivo gracias al pincel de caligrafía”
“Haruki Murakami encarna el prototipo de escritor solitario y
reservado; se considera extremadamente tímido y siempre ha subrayado que le
incomoda hablar de sí mismo, de su vida privada y de su visión del mundo. Sin
embargo, el autor ha roto ese silencio para compartir con sus lectores su
experiencia como escritor y como lector. A partir de autores como Kafka,
Chandler, Dostoievski o Hemingway, Murakami reflexiona sobre la literatura,
sobre la imaginación, sobre los premios literarios y sobre la en ocasiones
controvertida figura del escritor. Además, aporta ideas y sugerencias para
todos los que se han enfrentado en alguna ocasión al reto de escribir: ¿sobre
qué escribir?, ¿cómo preparar una trama?, ¿qué hábitos y rituales sigue él
mismo? Pero en este texto cercano, lleno de frescura, delicioso y
personalísimo, los lectores descubrirán, por encima de todo, cómo es Haruki
Murakami: el hombre, la persona, y tendrán un acceso privilegiado al “taller”
de uno de los escritores más leídos de nuestro tiempo.”
Uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo, siempre en las
listas para la concesión del Nobel de Literatura; y sin embargo, uno de los
autores más censurados por la crítica, más por la de su país, y quien viene
siendo tachado de reiterativo en sus relatos, de escasa imaginación… desde que
hace treinta y tantos años, tras una insólita “iluminación” acaecida mientras
observaba un partido de beisbol, sintió la necesidad de escribir, y luego de
querer ser escritor. De los críticos literarios admite que “son más inteligentes y agudos que los
propios escritores”. De esto y mucho más habla en “De qué hablo cuando
hablo de escribir”, pero lo que no dice y puesto que no hace falta de leer para
apreciarlo, es cómo sigue siendo un escritor con una imaginación prodigiosa,
capaz de reinventarse cuando así se requiere y aunque sin abandonar las
características que precisan su sello, su seña de identidad, su mundo literario,
de alguien que hizo de su originalidad una portentosa “norma”.
“…en el hecho de escribir se oculta una
intención de curación de mí mismo”
En este ensayo descubrimos al Murakami individualista, tímido,
solitario, amante desde temprana edad de la literatura, de la lectura, el jazz,
fue un estudiante mediocre, quien decidió abrir un bar porque de esta manera
podía escuchar música durante todo el día; todo sin levantar ningún ruido,
ajeno al ritmo de vida japonés, rígido y competitivo, más consciente de sí
mismo que de una colectividad asfixiante, tanto que hizo lo contrario a la pauta
usual: primero se casó, luego trabajó y estudió… Y tras aquella inesperada “iluminación”
escribió “Escucha la canción del viento”, y a continuación se dedicó a escribir
y a asumir los grandes riesgos que conllevaba vivir de la literatura.
“…los escritores son seres necesitados de
algo innecesario”
Murakami no es un escritor singular, o raro, o desolado, no, ni
mucho menos, es alguien normal, alguien con una disciplina rigurosa, uniforme,
racional, muy rutinario, totalmente profesional en su trabajo con las letras; se
acuesta temprano, madruga, hace ejercicio todos los días, escribe solo por las
mañanas, a razón de 10 páginas al día, o 400 ideogramas por folio, ni una línea
más y por mucho que le agrade algunas más o le fastidie o no pueda alcanzar a las
consabidas. Para Murakami el talento no es suficiente, el trabajo lo hace todo,
y para esto hay que mantener un estado idóneo físico y mental. El equilibrio. Se
considera algo así a un escritor con talento, poco, con suerte, la imprescindible, y con demasiada insistencia.
Esto no es un secreto, afirma, sino la razón de su éxito. Se considera una
persona corriente con cierta habilidad para contar historias, también. Si fuera
inteligente no sería escritor, concede. No le gusta la vida social, ni las
conferencias, ni los encargos, ni las promociones. Y escribe porque de esta manera
se siente feliz, cómodo, y agradece el poder hacerlo y al hecho de que los
lectores también lo sean con sus relatos. No opina de los premios literarios,
tampoco se rinde a ellos.
“…no solo veía el mundo desde donde me
encontraba, sino que terminé por observarme a mí mismo desde un lugar lejano
mientras contemplaba el mundo”
Nos cuenta cómo la novela larga, con independencia de sus relatos
cortos, ensayos y traducciones de sus grandes maestros, Carver, Scott
Fitzgerald o John Irving, constituye por antonomasia su terreno existencial
propio literario, su trabajo fundamental, incluso esta consigue cambiar su forma
de ser y entender la realidad. De hecho admite un placer por atender a las
sorpresas inesperadas que plantea la redacción, al cambio de actitud o de
pensamiento de sus personajes, a los giros igual de inopinados. “El escritor da vida a sus personajes, pero
si de verdad están vivos, a partir de cierto momento se alejan de él para
actuar por su cuenta”. De ahí que en las primeras novelas se sintiera
identificado con la primera persona narrativa, hasta que fue evolucionando, o
se fue adaptando mejor, a la tercera persona, a una intrincación o ramificación
insospechada de sus historias. Ganó en profundidad.
Gracias a este ensayo estamos
al tanto de que su estilo literario, al que podría considerarse de una
simplicidad asombrosa, para nada vacío, sin artificios ni retóricas, sino “que
ventilaba bien”, no fue algo casual, innato, sino que obedeció a un llamémosle
proceso de perfeccionamiento, de depuración, al cual encontró tras sentirse más
reconocido cuando escribía en inglés que en su lengua natal, el japonés. Y del
mismo modo que Joyce, considera a la imaginación como un banco inusitado de
memoria. Es decir, Murakami interpreta su cabeza como una formidable taquilla repleta
de detalles, (no tan grande como la de Dostoievski, asegura) de información, de
diálogos, colores y sentidos, en una amalgama de retazos deslavazados y entre
los que escarba y extrae para la construcción de sus novelas, y en los que no
importa su calidad, sino la habilidad para provocar magia.
“Al escribir tenía una sensación más próxima
a la de tocar música que a otra cosa, y aún hoy me cuido muy mucho de no perder
de vista esa sensación. Quizá no escribo del todo con la cabeza, sino con
cierto sentido corporal, como si fijase el ritmo con unos buenos acordes y me
dejase llevar después por el poder de la improvisación”
En conclusión, un ensayo introspectivo cargado de honestidad y sinceridad,
donde uno de los más grandes escritores actuales, Haruki Murakami, nos revela
su virtud creativa o su “De qué hablo cuando hablo de escribir”. Necesario.
“Si escribir no resulta divertido, no tiene
ningún sentido hacerlo. Soy incapaz de asumir esa idea de escribir a golpe de
sufrimiento”.
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