“… quizá las estanterías de una casa reflejaban, mejor
que las fotos de familia, la biografía y la personalidad de quienes la
habitaban”
Lo primero que me
extrañó de “La mujer de la escalera” (Siruela, 2017), la novela con la que
Pedro A. González Moreno ganó el premio Café Gijón 2017, fue su anti
convencionalidad; es decir, a pesar del protagonismo argumental de un
comisario, (del que por mucho que el autor insista en homenaje o ascendiente del
genial Plinio de Francisco García Pavón, yo no he visto el parecido, ni por
asomo), de que su presencia la justifiquen dos muertes, con la consecuente
investigación policial, junto a otra bibliográfica por los universitarios
protagonistas, no se trata de una obra policíaca; sino, conforme al criterio
del literato, una “novela generacional”, de intriga, según se mire, y
metaliteraria por su ambiente o perfil teatral.
“Así se había escrito siempre la historia, pensé, con
trazos de tinta o de sangre que eran borrados de nuevo por la cal viva y por el
agua purificadora del tiempo”
Luego, en el
desarrollo de la lectura, ciertamente de una adecuada propuesta narrativa, se espera
mayor intensidad, algún giro inesperado y vivo, más o reescritos cualesquiera
de los hechos presentes o cuadros de la acción, más emoción, no tanta
linealidad de los acontecimientos y tanto alarde descriptivo en los planos de escenas
y en los universos particulares de sus personajes; y del final no voy a
enjuiciar nada salvo por la espera, ya accidental, de un misterio más implícito
y atractivo. Sea como sea, insisto en reconocer la buena pluma de Pedro A.
González Moreno, su noble narrativa; pero, en el intento de encontrar una
justificación a los contras anteriores, supongo que el escritor cayó, y con un
resultado que no siendo desfavorable, sí adolece de esa inflexión de excelencia
que se aguarda, en su intención de escribir algo a lo que la propia obra iba
construyendo ajena, con cierta disidencia de lo que estaba en la mente del
autor y anuencia con lo escrito por el lápiz, el teclado o el dictado; como
aquello de querer dibujar un círculo y resultar un cuadrado, aunque de perfecta
definición.
Sinopsis
editorial:
“Un suicidio y un
misterioso asesinato sirven de arranque a este relato donde dos universitarios
recién licenciados afrontan una misión que cambiará sus vidas para siempre: la
de localizar unos antiguos libros de teatro medieval. Así comienza una
trepidante búsqueda en la que los personajes acabarán encontrándose consigo
mismos y con su propio destino, trazando a la vez el retrato de una generación
fronteriza que luchó por conseguir un espacio propio en la España de los
últimos años setenta y principios de los ochenta.
Una apasionante
historia de intriga, de ambiciones y rencores, de amor y desamor, de
frustraciones y deseos, donde los más turbios y los más nobles sentimientos se
entremezclan y chocan dramáticamente, siempre con el telón de fondo del mundo
teatral, ese espacio metaliterario en el que, como en un juego de espejos, no
todo es lo que parece...”
El fallo del
jurado del Premio Gijón reconoce: “Dos muertes y la búsqueda de unas supuestas
obras de teatro anteriores a la aparición de La Celestina crean una apasionante
novela ambientada en el mundo universitario. La protagonista se verá inmersa en
un cruce de intrigas que el autor desarrolla hábilmente y con un excelente
despliegue de recursos narrativos”.
“La literatura no es ni mejor ni peor que la vida,
pero tiene sus propias reglas”
Por otro lado,
meritorio el ambiente de la novela trazado por el escritor, no solo por el
interés en el mundo universitario y académico de principios de los años
ochenta, sino por una España con más sombras y luces en una época donde aún se
sacudía de casi medio siglo de dictadura, de incultura y represión, a remolque,
pues, del resto de Europa; con las ansias de una nueva generación por reinterpretar
la realidad, de iluminarla, con modernidad y cultura. Acaso en lo que venía a
ser la metáfora de una exigencia de volver, a través de una investigación en
torno a la posibilidad de una imposibilidad, la de la existencia de unas obras
teatrales anteriores a la Celestina, de ese Siglo de Oro del que, en estos
nuevos tiempos postfranquistas, añoraban todos rehacer o fundar.
“-En un país donde se cierran los teatros pero se
llenan los estadios y las plazas de toros, es evidente que algo no funciona muy
bien. –Con un rictus de amargura, fijó los ojos en el gran espejo que había
sobre el sofá como si en él estuviese
viendo reflejada la historia de su vida,
y continuó-: “¡Ay, mísero de mí, y ay, infelice…!”. Qué triste paradoja la
nuestra. Primero tuvimos que luchar contra la censura y después tuvimos que
seguir luchando contra la indiferencia.”
Y en el camino de
los jóvenes protagonistas universitarios hacia el Grial de la dramaturgia, una
búsqueda plagada de peligros, arranca sus vivencias como si se tratara de la
gran obra de teatro de sus vidas, nada sobreactuada, la que les marcará para
siempre; donde surgen, como tramoyas argumentales, la ambición, el deseo, el
amor y el odio, el fracaso y la resignación, el miedo y la confusión, en la
gran tragedia o tragicomedia de los tiempos y de sus mundos particulares en la
exigencia de trazar su lugar y compromiso.
“Ignora que la belleza no reside en las cosas sino en
la forma de mirarlas”
En este juego de
espejos donde no todo es lo que parece, “La mujer de la escalera”, la novela,
el teatro, desde este enfoque metaliterario, vale ser leída; aunque, bien es
cierto, se exija varias lecturas para encontrar su esencia.
“-En fin, ese ha sido siempre, por desgracia, el
destino de todos los libros. No el fuego, sino más bien la ignorancia y la
barbarie: esos han sido los peores enemigos de la cultura”
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