ENCUENTROS
EN EL DESENCUENTRO (X)
“Nunca digas que el
tiempo lo cura todo”
Le decía en una carta que
entregó a un ciberespacio donde también se le cerraba su discreta presencia, la
que siempre fue así, desde que ella terminó de forma abrupta la relación y él
se dejó llevar, extraviado, por un laberinto excesivo, lastimoso.
¿Por qué?, contestó como
si lo hubiera dicho ella en uno de los huecos de las redes o donde pudieran
llegar estas letras, apostado en una de las esquinas de la posibilidad para
darse el valor de responder como sigue:
“Porque no lo cura, lo
disimula, lo embosca, lo mitiga o suaviza, más con el desamor o el amor no
cerrado, el que no se agota o destruye o solo desaparece por rutina, desencanto
y traición, o desesperación. No. El tiempo nada cura, acostumbra a mirar hacia
otro lado, a ignorar, a pasar la clavija de un agujero a otro en la central de
las pasiones, de un vacío a otro en el interior donde están almacenadas las
emociones contrariadas, o las decisiones emocionales incorrectas, a incitar
huidas cómodas, tramposas, hasta que se rompen las suturas y entonces, con el
dolor del primer día, deja de importarle todo y nos deja desamparados. No hace
desaparecer el daño, ojalá, porque nada desaparece si no se afronta, si la
deuda no es pagada, si no nos disponemos, con trabajo y renuncia, en definir
vacíos para llenarlos nuevamente de vida. Porque de esta manera, no por el
fluir de los tiempos ajenos al agravio, a la nostalgia, (no, no lo cura todo y
menos al amor), supongo que tú, yo estoy seguro que todavía no, has pasado
página, te has comprometido con la vida, a insistir, a obligarte en una
emoción, en otras impresiones que quiten, resten, que se sobrepongan a la
conmoción originaria, o la que nos creó en una unidad, en algo bello e indisoluble;
no, no quiero pensar en tu sanación voluntaria, disculpa mi egoísmo, en tu
partida lejos definitivamente de mí, en soledad o en compañía de otro, o de
otros, que te hayan dado la perspectiva, la revisión de nuestra historia que
con enorme dilación, años, te ha mantenido en una superviviente y a mí siquiera,
y lo siento, pendiente del cierre, en un náufrago en la inundación de mi
corazón y de una insondable melancolía que agita las olas de lo perdido.”
Ayer, en el día que murió
Aretha Franklin, cuando el verano se levantó tarde y una niebla de otoño
difuminaba los perfiles, lloriqueando lágrimas de soul en unos crepúsculos
melancólicos donde se modelan y despojan los vestigios del estío, en los
incendios congelados de las hojas que una vez fueron verdes y atentas, él se
fue encontrando, en el tedio de un camino temprano y recurrente, con personas
que traían la memoria de ella, algunas incluso con sensaciones de un pasado ya
tan lejano, años, pero cercanas en sus sobresaltos, en la vida que los dos unidos
vivieron. Él reconocía cómo en otras ocasiones de igual tenor huía despavorido,
el miedo le daba alas para que no se repitieran los sucesos, la aguda evocación
de los instantes compartidos, tan marcados con su peso infinito. O infinito a
la espera de su liquidación; pero él, ignoraba si por sufridor empedernido, por
un romanticismo dañino, jamás podría aligerarla de su mochila, contando con
sobrellevar la carga de un pasado que le trajo la vida y dicha, la ilusión y un
ancla arrojada a ciegas en el futuro.
Ayer, o antes de ayer,
durante un viaje a una Málaga envuelta en el ambiente de su feria, entre
montañas azules y campos agostados, le pareció entrar y ver en un espejismo, en
una suerte dimensional, a un antiguo coche como las grisuras del laberinto o de
la liviandad del bochorno tras esta corta tormenta, estacionado en el paso de
un pueblo cercano, aguardando la vuelta de ella de las fantasías junto al mar, al
cobijo íntimo e identitario del interior. El entrañable símbolo de los días en
el que aguardaba, sentado en una sombra protegida, tras las rejas de un balcón
elevado, las piedras de un mirador insospechado, su paso, para verla en la
fugacidad de unas tardes adelantadas, desde unos escondites que al final
significaron su pérdida y la ruptura parcial y buscada. La valentía frente a su
cobarde apocamiento. Menos mal que a lo largo del resto de su camino a Málaga
no sonó en la radio una o miles de las canciones que aún hubieran ensanchado
más la añoranza y la fisonomía del quebranto, las que eran las mismas a unas
letras iniciales de Proust, las de “En busca del tiempo perdido”, curiosamente,
o un presagio de Dante. Sin embargo, como una reminiscencia de aquella
clarividencia, una revelación imprevista le sacudió como las verdades
irrefutables desintegran los sueños forzados, haciéndole comprender, a pesar de
la afectación, de que el pasado no se podía borrar, las emociones más intensas
en su amplia gradación emotiva o sensible, de que este, en su inflexible
decurso por el inefable presente, no cura, no sana, no tiene nada de milagrero,
por una inmensa tristeza, un ingente desencanto, un corazón fragmentado. Y él
preguntaba a ella, a gritos, por la confianza en lo que una vez preexistieron,
a través de estas letras o de un intenso ruego que recorriera los páramos del
recuerdo y le llegara al otro lado de su reserva, por la exigencia de resolver
la deuda, justificar la fractura, con una urgencia tan contradictoria que, sea
por su parte, por la de él, se demoraba y escapaba en la falaz consideración de
que el tiempo, precisamente, o su ocultamiento, o por un orgullo defenestrado,
aportara un dolor acaso más intenso, más devastado. Él no lo sabía, y por eso
le preguntaba, le suplicaba, si ella había conseguido convertir su recuerdo en
algo ya liviano, casi anecdótico, sobre todo a la contingencia, soberana, de
que no la atormentaba, y al que observaba sin que la distancia estuviese
jalonada por los desgarros, por los restos y rescoldos agonizantes. Él gustaría
de preguntarle, a emplazarla en aquel día también de verano, por unas terribles
y despreciativas palabras disparadas en la frialdad de un mensaje, por todo
este tiempo de olvido, ¿o era abandono?, en una reconciliación si no con la
relación, pues quizás existían distancias irreversibles, fragmentaciones
irreparables, con el pasado, con la persistencia de un recuerdo, solo un
recuerdo, dichoso pero despojado del bello dolor del amor o de sus efímeras
ausencias, de sus hasta luego, de las sorpresas inadvertidas, de esa nueva
mirada furtiva, de los encuentros fogosos y arriesgados, por tantos de los que
jamás llegaron y desearon con consternación. Reconciliarlos con lo que una vez
fueron para transitar un presente sin cargas dolorosas. A él, invariablemente,
le gustaba el aire de esperanza de las puertas abiertas. Quién sabía, nadie.
Sin obstinación, sin sufrimiento, con el fortalecimiento de la superación, por
lo que debía de hacerse juntos y no separados.
Él sabía de lo que
hablaba, de lo que escribía, o de lo que imaginaba y anunciaba con la ayuda de
quien más abajo, al final de cualquier palabra, firmaba como uno de los
Encuentros en el Desencuentro que si bien puedan ser ficticios del mismo modo
serán verdaderos e incluso ejemplarizantes. Puesto que estas letras cargadas de
emociones, esta confidencia reflexiva y sentimental, firme en la voluntad de
quien cree atesorar una experiencia adecuada para guiar, para iluminar algún
trecho en la senda de otras existencias dominadas, en unos momentos
contradictorios, tristes, por la confusión, por la impotencia, por la dolencia
de sentirse destrozados un poco o todo. No han sido pocas las veces en las que
él, aconsejando a alguien cercano, conocido o familiar o amigo, rememoraba su
relación, el vínculo concluido por ella, y en sus consejos ajenos se ha
perdido, o ha reivindicado con saldar, definitivamente o no, lo propio; de
cuanto, a resultas de una insoportable impaciencia, finalizó con un mensaje,
con un desprecio al que logró justificar y excusar, tras un lado de una puerta
que desconocía si se atrancó o no; la ilusión por una ráfaga, o una llave en la
cerradura, o la apertura tras unos amables golpes sin el rechinar a despecho de
sus goznes, sin óxidos del olvido o de la desidia en la certeza de que el
tiempo lo cura todo. Algo.
Cuantas conversaciones
imaginarias él había entablado en sus momentos más precarios, donde su alma
perseguía el hálito de un amor sincero, único, como si de un efecto placebo se
tratase para intentar, para respirar, para arreglar ciertos desarreglos del
universo, de un mundo propio que una vez fue de dos y ahora disgregado también
en dos pero con la diferencia de la indiferencia y de un olvido sin sentido
porque jamás fue consensuado. Cuantas conversaciones en las que se decía lo que
tendría que haber dicho, lo que tenía que haber hecho, los besos reprimidos,
las pasiones cohibidas, descubrir las experiencias de un mundo que solo ellos
podían interpretarlo. Conversaciones, por otro lado, en las que él ya no era un
pusilánime resignado a sus hueros cobijos, un cobarde para no tomar la decisión,
el sacrificio necesario para la felicidad. Conversaciones como las historias
que fundamentaron su relación, su confianza y feliz perspectiva en un futuro
que no podía ser postergado a diario, en un futuro que tenía que ser inmediato
y no demorado en una persistencia que no conducía a nada. Historias o relatos o
confesiones bellas, sinceras, generosas, amorosas, en las que no solo recreaban
los tiempos, más los invisibles que los visibles, ensalzándolos con una
sensibilidad que provocaba un hormigueo de expectación, de comunión, de
sentimiento verdadero, ideal. Él echaba aquello de menos, muchísimo, y quizás
esta carta entregada al ciberespacio y recogida por quien firma más abajo en su
serie Encuentros en el Desencuentro, sea una forma de homenajearlas, de no
olvidarlas, y de perpetuarlas en lo venidero, constantemente en estos mediados
de agosto, acaso en la metáfora de un pie que se interpone para que la puerta
no se cierre del todo, y quede una ráfaga para el milagro de los reencuentros o
de la paz en el trauma de lo terminado.
No, tampoco él podía
negar, a vislumbrar, asumir el efecto terapéutico, la pauta curativa de estas
letras que al fin y al cabo buscaban el sosiego, el afecto necesario, con la
valentía que le faltó en el pasado, en este interregno oscuro, años, tras la
decepción, la tristeza, el desconsuelo, para superarlas con compromiso, para
apostar decididamente por ver las cosas de otra manera. El bienestar emocional
no solo de él, por supuesto, sino de los dos; para, una vez liquidada la deuda,
el mirar a los ojos, las palabras al oído, quizás una mano sobre la otra,
afrontar la ruptura, comprometidos en dejarlo ya atrás, en una memoria dichosa
e incluso ahora didáctica, y al menos profundizar, acercar tantas reuniones de
una amistad importante que los haría crecer en mejores personas.
Conversaciones que en los
últimos tiempos él había interpretado con mayor asiduidad, con un desarrollo
más afectivo y detallado que las otras y reales y las que recientemente se
habían sucedido a cuentagotas, por cortesía, una cortesía plana, entre los dos;
y de las que esperaba, de forma inconsciente o precipitada, más. Mensajes
concisos, objetivos, referidos a alguna efemérides formal, a alguna
recomendación literaria puntual, con un comedimiento que a él enervaba, con una
amabilidad impostada, también consecuente, educada, pero que negaba o
renunciaba a lo bello que una vez los encontró, a retomar el final, o el
término zanjado por ella, a curar la herida, y no unas líneas frías que no
traducían los pulsos, quizás los de él, de un corazón obstinado en encontrar
respuestas o la respuesta definitiva a cuanto los ligó. Mensajes o impávidos
diálogos que a poco se referían, que a casi nada provocarían o incitarían o al
menos abrirían una posibilidad no ya a ser lo que en el pasado llegaron a ser
con toda su estiba de hambre y sentimiento, sino a un efecto del que era
imposible, e injusto, obviar, renunciar y menos a sanar. Indudablemente, estos
mensajes de una normalidad inadmisible, o solo para él, constituían la prueba
irrefutable para ella, pensaba, de que el tiempo lo curaba todo, aquel amor,
este amor, que los reunió y al que ella resolvió, alejó con cajas destempladas.
No era así, se decía él, más con pasión que con razón, el tiempo no lo había
curado todo, o tal vez él no se dejaba influir por este prejuicio, por este
disfraz para cerrar la decepción, el dolor, y dejar en suertes la bondad de un
futuro, de una felicidad que jamás podría serlo, construirlos no sin antes
cerrar o cicatrizar la vieja herida pretérita que todavía pulsaba por sus
suturas y con lo cual todavía estaba viva. De hecho, en la actualidad,
intersticios insuficientes, punzantes, la actitud de ella hacia él resultaba
incómoda, no, quizás el término no sea el adecuado, sino mejor peligrosa; sí,
él temía que al no haber cerrado, por voluntad de ambos, lo que previamente los
unió, no haber vaciado el rencor, el resentimiento, el sufrimiento, el castigo
y sacrificio, por mucha actitud puesta en apoderarse de que la felicidad
dependía de cada uno, no había sitio en ellos, en ella, en él, para dejar paso
a lo nuevo y mejor de la vida, o el motor del amor. No, él sabía que estaban
prolongando hasta extremos insospechados la decepción, el desencuentro, por
dejar que la curación, o la mejoría, surtiese su benevolencia, sola, propia, en
la inercia de unos lapsos en los que se insistía que por estos el desaliento se
curaba sin más, sin conciencia de pareja o de la pareja sentimental que existió
o existe en otra lamentable dimensión o magnitud despreciada, sin crítica
sincera, sin ponerlos una vez más en uno en el lugar del otro, de aceptarse, de
aceptar la necesidad de una nueva continuidad o abrir la coyuntura de lo
pretérito, sin acción ni dedicación. Suspiró. Gruesos goterones caían del
cielo.
En verdad, él, más en
este último periodo, en estas conversaciones sentidas e imaginadas, en esos
otros diálogos prudentes, callados, a los que imaginaba un desarrollo de un
romanticismo casi ingenuo, lo cual no invalidaría un amor todavía latente,
acaso se descubría ilusionado, más identificado, en un mañana más cercano, en
una concreción sentida más allá de los cinco besos virtuales o de unos relatos
que siquiera seguían siendo ciertos en otra realidad o de un mal sueño que
afrontaba una realidad diáfana, estremecida; inclusive desdoblaba, en
determinados contextos que concebían alguna reciprocidad con sus sentimientos,
un camino en solitario para superar el cerrojo decisivo de la relación, la que
yació particular, despectiva, excesiva, y no obstante perdonada por su
justificación en una impaciencia insoportable y cruda que a ella obligó a
terminarla. La tarde oscura, de tímida tormenta.
Un camino solitario que
del mismo modo a él ayudaba a soportar la monotonía de sus días, el invierno
permanente, como este inasible ensayo en un viernes que tenía que ser Otoño
pero de calor insobornable y receloso. Y en los paseos por noches que anhelaban
la caricia del frescor, el aliento húmedo de los susurros, reconocía el dolor
emocional, la consciencia de la herida, y el motivo para redimirla. Y en el
ensimismamiento de un gato que anunciaba los cambios, los sigilos de otros
mundos a los que se llegaba con inocencia, con aventuras fantásticas, con la
épica de unas quimeras redentoras de atonías y rutinas, los derrames de colores,
del perro amarrado a la verja de un bar en cuyos ojos se traslucía la bondad
del destino, de los niños aburridos, solos, en su vaivén sin vida en columpios
de un parque ruidoso, entre sesgos y contraluces, él asumía su compasión, la
suya. Y en las parejas que veía y se detenía para aprehender su esencia,
jóvenes y ancianas, unidas por las manos, enlazadas a un beso eterno, juntas
observando su indemnidad frente a vacíos pavorosos, reflexionaba con atención,
paladeaba el presente, la vida que todavía le quedaba por vivir y a
experimentarla con sentido y con todos los sentidos. La vida acaso sin ella. Y
en los momentos de enrarecida soledad, adolorida, más cuando estaba rodeado de
gente, más cuando se planteaba la idea de no volver a enamorarse más, cuando lo
pasaba tan mal, o peor que lo habitual, alejadas o sometidas las otras
catástrofes de un pavor aún más espantoso, entonces, comprendía que tenía que
salir de esta espiral negativa, de esforzarse por dejar salir de sus entrañas
lo malo y llenarse de cuanto le recordara quien era y de cuanto ambicionaba
vivir. Salir. El poder de decidir, de querer y modelar su presente. Y en estos
crepúsculos de verano, los más intensos, los más conmovedores, pedía perdón a
la vida por no vivirla, perdón a ella por no hacerla vivir junto a él, perdón
al pasado, perdón a un presente condicionado que reclamaba insistentemente su
atención, su importancia, a pedirse perdón a sí mismo como la llave
indispensable para seguir adelante.
Por esto, en esta carta
que quizás ella no viera, jamás leyera, agradeciéndole al de más abajo su
confianza y ayuda, él exigía, la requería para que nunca, por favor, se
escudara en que no había nada y porque el tiempo se había encargado de curarlo
todo. Alentaba a este tiempo taimado en desplegar la coyuntura para el
encuentro, de los dos, premeditado o predestinado, daba lo mismo, para liquidar
la deuda, con un mirar a los ojos, palabras al oído, quizás una mano sobre la
otra, afrontar la ruptura, comprometidos en dejarlo atrás, en una memoria
dichosa e incluso ahora didáctica, y al menos profundizar, acercar tantas
reuniones de una amistad importante que los haría crecer en mejores personas.
El tiempo no lo cura
todo, no, porque del mismo modo que ellos jamás fueron amigos, ni novios, sino
una conjunción de palabras, o en la personificación de unos versos recién
leídos de Elvira Sastre, los de "dos personas olvidándose solo están queriéndose
de otra manera", continuaban permaneciendo en el gran abismo de un
intermedio que bastante les dolía, ambos tirando de los pesos de un tiempo
inevitable, con divergencia, con mentiras. Dolía. Dolía la herida por la que se
les escapaba la vida, el mismo tiempo que nada cura y el que acaba con todo.
F.J.
Calvente
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