Una frase y una foto para envolver un recuerdo grato, (bonancible, también y tal como ayer mi amigo Soler emplease este amable adjetivo para colorear la memoria del primer libro que le llegó al corazón). Mi remembranza tiene que ver con esta foto, en blanco y negro, ¡Cuánto tiempo!, con mi primera biblioteca, tal vez la más íntima, de la que aún casi bebiéndome todos sus fondos no calmó mi sed, todavía tampoco, afortunadamente.
Aquel autobús que no llevaba pasajeros, o no a los previsibles, era una biblioteca rodante, sólo portaba libros en régimen de alquiler gratuito, como la metáfora de un transporte para numerosos y variopintos viajes, de azares y pasiones narrativas conforme a livianos viajeros en su espera de destino, paradas de lectura, mía y de tantos que solícitos aguardábamos su llegada con ansia lectiva y por qué no aventurera.
El bibliobús al que impaciente esperaba los miércoles por la tarde en un lateral de la Alameda, de San Francisco, en esa lanzadera empedrada formada por las calles San Acacio y Ruedo Alameda, bajo la sombra de los álamos en verano, reteniendo el tenue calor de unos crepúsculos vivos en otoño, malvas en invierno, sentado en el poyete o más en pie, con un trajín arriba y abajo, nervioso ante la demora de un vehículo de la cultura en su extendida significación; releyendo fragmentos durante el impasse, frases del libro que relevaría a otro la semana siguiente. Corrían los años ochenta con un ímpetu de recuperar el tiempo perdido, de desperezarse de las inhibiciones, las prohibiciones, de quitar las vendas y mordazas a la creatividad, los hilos, las certezas y los roles enquistados, sin enmarañar. En mi caso pujaba la curiosidad, la inquietud por descubrir el mundo desde los espejos de unas páginas, de unas historias como la vida misma, como los sueños.
Ese destartalado bibliobús, con su preciado contenido, fue un tesoro para los remedios de mi alma, sin duda. Así, en estos fantásticos e imprevisibles momentos o lo uno consecuencia de lo otro, he recuperado, me he encontrado con y en el recuerdo, con esta foto de aquel u otro bibliobús de cuando la Diputación provincial tenía vocación de servicio, sí, incluso con el 'bonancible' en matiz de la memoria de mi amigo sobre el "Papel Mojado" de Juan José Millás; una novela que asimismo yo leí y disfruté tras llamarme, susurrarme una tarde de primavera desde las baldas en las entrañas del reconvertido autobús en biblioteca móvil y social como ufano se definía en uno de sus rótulos delanteros; el mismo ejemplar que por caprichos, revuelos del destino, llegó a mi poder hace poco, en otra tarde primaveral, y al que en estos instantes acaricio, huelo y leo a saltos, en la necesidad de vestir la añoranza, de recrear esa búsqueda interior en la otra búsqueda de la realidad según versa y junto a la característica confusión de realidad-mentira del autor, tan denigrante o denigrada en determinados aspectos de la actualidad, y acaso más por esa dualidad o controversia o aspiración entre el querer ser y cuanto realmente somos o se es. Pero esta, supongo, será otra historia.
Foto de un bibliobús, escribía, del adjetivo entrañable y que es tranquilo, sereno y suave, y de una frase de Jacques Bénigne Bossuet, leída en un perdido post de alguna red social, quizá sea Instagram, de una cercanía estremecedora: "En Egipto, a las bibliotecas se las denominaba "tesoro de los remedios del alma". En efecto, curábase en ellas la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y origen de todas las demás". Un recuerdo, pues, al que he hecho vivir, el que me ha hecho vivir. Hoy. Ahora, con unas letras que traen un dichoso pasado a un presente anhelante de sensaciones sinceras.
Un día el bibliobús dejó de acudir a su cita en la Alameda de mi Barrio. Yo continúo leyendo, en una de estas maneras de curarme el alma de la ignorancia.
BIBLIOBÚS
© F.J. Calvente
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