“Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy
jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós
porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y
efímeros”
No sé si lo habré dicho alguna vez en mis reseñas, pero
acostumbro a intercalar entre mis lecturas a una de Borges, al maestro, el hacedor
de lo imposible, él de mis escritores predilectos, tan cierto. De esta manera,
leí y aproveché una edición de “El Hacedor” de Jorge Luis Borges de Alianza,
2003, entre otras obras de otros autores, sin realizar, hace de esto un tiempo,
mi acostumbrada y gustosa crítica o comentario a su letra, de su impresión
lectiva, de su expresión escrita. Ahora quiero, lo estoy efectuando, la descripción,
el sentir, consciente de la dificultad, de poner a Borges bajo mi
insignificante escrutinio y opinión. Quizás debido a este miedo narrativo, he
decidido hacer de esta exposición algo distinto, o más ilustrativo, incluso
anecdótico, con el que enjugar por un lado ese pavor al examen, del dictamen, y
el placer por el comentario o juicio escrito a lo leído.
“El Hacedor” de Borges o mejor “El Hacedor” Borges, y me
acordé y traigo aquí la confesión que un joven Jorge Luis Borges realizó por
carta a un amigo suizo o éste en Suiza, en Ginebra, durante una de las estancias
del argentino con su familia en Sevilla, a finales de 1919, acerca de su disposición
literaria. Escribió: “A veces pienso que es idiota tener
esta ambición de ser un hacedor más o menos mediocre de frases. Pero ése es
mi destino”. Curioso. Acaso trágico. La capacidad transformadora de la
literatura, de la lectura, de unas líneas forjadas con palabras, con letras,
capaces de vislumbrar, de crear universos, mundos que trascienden al cotidiano,
mágicas realidades que permiten la evasión de la rutina, a lo acostumbrado.
Además de aquella “obsesión” o búsqueda recurrente en Borges por el nombre, el
verdadero, cabalístico, histórico, religioso, sea como sea, pues cuando aquel
se conoce, cuando se nombra a algo, indefinido o concreto, a una cosa, ésta
deja de serlo, por la palabra que la nombra, por la concreción de esta o de toda
la realidad, el mundo. Y Borges, en su humilde opinión de hacedor de palabras,
más o menos mediocre de frases, constituye en sí el fin último de una búsqueda,
de su búsqueda y de la nuestra, con su lectura y reflexión. Un demiurgo de la
palabra que aquí, en esta heterogénea, sí, en esta ambigua, quizás, reunión o
dispersión controlada de poesías, relatos y ensayos, nos muestra su vocación,
su destino, a través de sus inquietudes, aficiones, melancolías y criterios, sueños
y vigilias, adentro y afuera. No en vano, y según él, es su libro más personal,
aquel que recoge, precisamente en su “Borges y yo”, el «Yo vivo, yo me dejo
vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me
justifica.».
“El Hacedor!”: Cajón de sastre, miscelánea, encrucijada, multiplicidad,
cruce, confluencia y dispersión de simbologías occidentales y orientales, de cosmogonías
y del cosmos, de los siglos, dinastías, estirpes, propio y ajeno, local y
universal, de Heráclito, Homero, Facundo y Juan Muraña, también Dante, «quizás
la mayor obra literaria jamás escrita», dijo de la “Divina Comedia”, una guía,
como luego asimismo le influyó Kafka (Un escritor no acepta, no sigue al
veredicto divino, sino que “negocia” con Dios, busca y alcanza resultados decisivos
con los que logra, reconocido el resultado, por grande que sea el esfuerzo o el
talento, lo que siempre será un “golem”: “¿Por qué di en agregar a la infinita/
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana/ madeja que en lo eterno se devana,/ di
otra causa, otro efecto y otra cuita?”); de los espejos, la ceguera, los
patios, de aprehender y abducir el mundo, en sus espacios y tiempos, con la
palabra, en su palabra; con fe en el lenguaje, por supuesto, aunque quizás el
término más apropiado sea el de confianza, y aunque al decir algo, al
escribirlo, solo trasladamos, proyectamos, comunicamos una sombra, una parte,
de su naturaleza, del sentido de lo manifestado.
“Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha
compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a
enmendar, porque las escribí con otro concepto de la literatura) sea menos
evidente que la diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos
libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia
y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos y
en interpolaciones. Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho:
pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de
Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra.
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años
puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de
bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros,
de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente
laberinto de líneas traza la imagen de su cara.”
“El Hacedor”, con su peculiar biografía de Homero, de lo perdido: “sabemos
esas cosas, pero no las que sintió al descender a la última sombra”, "Poema
de los dones", el citado "Borges y yo”, “Diálogo sobre un diálogo”,
de la existencia o de la inmortalidad en el diálogo de dos forajidos que
terminan siendo uno e inconcluso, “La trama”, "Ragnarök", insuperable,
“Los espejos velados”, el recurso más borgiano, un temor al azogue, “El cautivo”,
cuento tal vez antropológico, del problema de la contextualización o de la descontextualización
en un ambiente ajeno, "Museo", y en especial, "Dreamtigers",
en el que Borges versifica un sueño, o su imposibilidad, cuenta que sueña o
está soñando o bien pudiera estarlo, y al estar en ese estado de
seminconsciencia en el que puede, se puede ser amo no solo de esa ventana, del
sueño, sino de su universo, imagina o sueña un tigre, un animal magnífico,
salvaje y atractivo, evadido hasta del control, del mando del sueño o de lo
creado por el otro: “Aparece el tigre… pero disecado o endeble, o con impuras
variaciones de forma, o de un tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a
perro o a pájaro”. A través de la herramienta imperfecta del lenguaje, Borges
reflexiona sobre los límites de la creación con la escritura, cuánta su
aspiración, logros, términos y fracasos, el acto en sí de creación, del mundo o
de los mundos, de la nueva o verdadera realidad que se crea con el relato,
poesía, o ensayo, cuánto de reflejo y cuánto de luz y sombras, cuánto podrá
apartarse del insulso realismo y de la subjetivad de la ficción psicológica,
para que el mundo sea un mundo de palabras y con estas una obra perdurable, a
la que puede llegarse tantas veces se quiera, se necesite, o solo una invención
anómala aunque no excusada.
Durante el funeral de Jorge Luis Borges, murió en Ginebra
un 14 de junio de 1986, un sacerdote de los que oficiaban, comenzó su sermón
con el Evangelio de San Juan: “En el principio fue el Verbo”, es decir, “En el
principio fue la Palabra”, para añadir: “Borges fue un hombre que buscó
incesantemente la palabra correcta, el término que resumiera todo, el
significado último de las cosas”. Así, más allá de su empeño, de su esfuerzo,
la búsqueda no consiste en descubrir la Letra, la Palabra, sino acoger la Letra,
la Palabra, que alcanza al escritor para penetrarlo. Concluyendo la homilía con
lo que a la postre fue y es la vocación literaria del escritor, de Borges: una
inquietud, un trabajo para encontrar y usar las palabras idóneas con las que nombrar
y crear el mundo, la realidad, conociendo que las letras resultantes, las
palabras acogidas, son imperfectas, no alcanzarían jamás a lo que se siente o
pretende, no sin esa “gracia” (espíritu, musa…) o, para Borges, la “subconciencia”.
Siempre hay para mí un regreso a “El Hacedor”, un regreso
para calarme en ese espacio tal vez metafísico creado con palabras, un regreso
junto con Borges para examinar el valor, la lucidez de la mente creativa, el milagro
refundido, reunido, de lo diverso, de lo plural, de lo propio y ajeno, de lo
real y ficticio, del acá y del más allá… Un regreso junto con el lector, con el
escritor por esto, Borges, aquel que vive y se deja vivir con sus lecturas, con
sus libros, en ese diálogo eterno de la literatura universal; con su destino
memorable, resuelto, sin ambiciones idiotas de ser “un hacedor más o menos
mediocre de frases”, sino un inteligente buscador de nombres y creador de mundos
extraordinarios y épicos con la palabra.
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