Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 26 de octubre de 2020

"ENTRE LUCES Y SOMBRAS PIADOSAS"

 


A un lado de la Iglesia Santa Rosa de Lima en Igualeja, entonces con su puerta cerrada, o su trampilla en el mismo portal de madera, donde dos tétricas almas lugareñas, refugiadas bajo su dintel, aparentaban a dos anodinos ángeles condenados por una vana rebelión de soledad, o dos gárgolas ebrias que se habían precipitado de las alturas de la torre, del antiguo alminar de la mezquita sobre la que se asienta el templo; a un lado, decía, metros más abajo, se abre una callejuela con denominación o indicación de fábrica religiosa o cristiana, Calle de la Ermita, la que debería ser “hacia la Ermita”, porque conduce a la pequeña Ermita del Divino Pastor, un sobrio y coqueto edificio dieciochesco en lo que antaño fuese parte de un convento de monjas Carmelitas o Franciscanas. Resultó extraño que después de unas cervezas con Antonio, Mari e Inés, y yo con ellos, frente a unos platillos blancos colmados de aceitunas “partidas”, avellanas por supuesto con cáscara, y la mejor tapa del mundo de carne mechada que nosotros llamábamos “lomitos”, las de generosa porción, en un pan que sabe a pan, y regada con aceite puro de oliva que se agarraba a la garganta, tapeo y cena cumplida, departíamos con unas risas, barajábamos anécdotas, algún resentimiento y resarcimiento retomados con aguardo en el momento, algún “traje que cortamos”, un ataque de estornudos, más sonrisas, todos lazos y agrados, unos escalofríos en ellas por el frescor otoñal al estar sentados fuera, en la calle, en el espacio exterior del Bar Los Curritos, en uno de los veladores frente a la iglesia, tiempo húmedo de recogida de castañas, pocas y mal pagadas, para que después, cuando nos disponíamos a coger el coche para Ronda, algo me detuvo, algo o un retal de una agudeza de San Gregorio Magno quizás, o un barrunto místico, metafísico, o solo religioso al pasar junto a la calleja.

 

Pasaje que mostraba una irrealidad en la que tal vez encontraban reflejo, como palabras escritas en el vaho provocado por un aliento escarchado en un espejo de costumbre, el compacto silencio, la noche derramada como un cubo de pintura negra sobre un lienzo rugoso y enjalbegado, estrellas sin guiños ni música, un cielo constreñido entre casas o atalayas redundantes, vanidosas, ese trozo de firmamento que veíamos desde la ensanchada calle, ese espacio hondo atravesado por unos palos dañinos con los que sostener un toldo gigante durante el estío y para dar sombra al otro bar de factura más moderna y en este intervalo cerrado; allí donde el tiempo se detenía como la insoportable levedad de los hombres en la taberna, o los otros y muy testimoniales, o uno en su recurrencia insólita, errantes fantasmas que recorrían esquivos la travesía del pueblo, con las manos en los bolsillos, cabizbajos, tan frágiles como si al tocarlos se convirtieran en polvo, hombres desarraigados, perdidos en su rutina, desdeñosos a la gravidez de su adicción o condena, hombres… Pues aquí la noche no es femenina, ninguna mujer, ninguna que no fueran Mari e Inés, las que no eran del lugar ni pertenecían a esta anochecida, o salvo la entrañable anciana de tersa y blanca piel que atendía con pulcritud a la cocina y fregadero del bareto, o las retenidas en sus clausuras domésticas, visibles solo en afanosas vigilias. La quimera del ambiente, en una conjunción de luces y sombras, de lo nuevo y antiguo, de olvido y cotidianidad, abrazaba la sustancia del paso en su nominal religioso, como si allá Nietzsche encontrara respuesta categórica a su inquisición filosófica: “¿Es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo un fallo del hombre?”

 

Sacudí la cabeza con un ademán brusco, lastimero, como si quisiera arrojar esta duda incongruente con la situación, con la compañía que me llamaba y me acuciaba para iniciar el regreso a Ronda, al futuro cercano. Respiré con intensidad un aire saturado de relentes, a salvias, seminal de la flor del castaño, de primeros quemados en hogares secretos, rendidos. Un olor propio, cargado, balsámico, el olor de un universo rural donde su gente sencilla y los que como nosotros íbamos de paso, sentían la vida, sentían que vivían en un sueño sin contratiempos, sosegado. Luego estaba, sin embargo, la solicitud pía, religiosa, del callejón que, sin conseguir mi arrebato, trajo o se alió con unos versos de Miguel Hernández, de repente acordándome de la polémica y abuso provocados por la derecha política madrileña al fusilar tirando de cinismo, en el cementerio de la Almudena, a aquello que Pablo Neruda precisó como un deber de España, un deber de amor, recordar a quien desapareció en la oscuridad y recordarlo a plena luz, y al tachar con saña la belleza impresa de su obra en un recordatorio, exactamente, contra la desmemoria. En la boca de la callejuela de piso de piedras azulencas ahogadas en mortero gris, evoqué los versos del poema “Sonreídme” de Hernández: “Me libré de los templos; / sonreídme, / donde me consumía con tristeza / de lámpara / encerrado en el poco aire / de los sagrarios.” Como homenaje, indignación, y reivindicación por la reposición del memorial a los fusilados por el franquismo, los otros versos retirados del camposanto madrileño por un ayuntamiento ultra conservador; sí, no estaba mal contra este otro intento de olvido, de tajo a la memoria, a lo diferente, y a la cultura. Volví a rehusar penetrar en la callecita que bajaba y que probablemente se dividiría en otros meandros intricados hasta alcanzar el dominio del rio Genal en su virginidad impetuosa, decliné llenarme de lo que fuera de extático o fingido, así que tomé la fotografía y continué observando desde fuera y entretanto me introducía en el coche y procuraba atender a la conversación profana de mis afectos. Las sombras, como aquellas que reptaban por la desvencijada vivienda en primer término, como las de aquella religión, todas, que atenazan la voluntad íntima de los hombres y mujeres; si bien el farolillo de tulipa perdida, solo unos hierros, solos y desangelados, como alambres, como trazos, en una alusión a su cárcel de cristal devastada para una bombilla de lechosa luminiscencia, excesivamente artificial, indiscreta, aunque afianzada en la fachada íntegra de la otra morada, la más cuidada, daba la sensación de que también había luz, más luz en las tinieblas, y de que la luz traía esperanza, o una confianza ciega, paradójico, y por tanto interesante y contemplativa.

 

Las luces y sombras, las de la religión, fervorosas, las de todas, en una calle de Igualeja por la que Blaise Pascal hubiera paseado con ensimismamiento, ensimismado en sí mismo, en una noche que chillaba su silencio originario, de ánimas que ascendían al cielo en volutas de humo escupidas por las primeras chimeneas, para murmurar como otro "caña débil", siquiera más consciente: “En la fe hay suficiente luz para aquellos que quieren creer y suficientes sombras para cegar aquellos que no quieren creer.” Con todo, resultaba muy atractiva la visión, esa reunión de fulgores y tenebrosidades, de luces y sombras, de credos y escepticismos, para construir una calleja donde transitaba un presente monótono, inacabable, eterno como el dogma creyente, incluso con igual rigor a su contrario ateísmo, y a la que renuncié sin contrición porque ya llegábamos tarde a ninguna parte.

 

 

 

“ENTRE LUCES Y SOMBRAS PIADOSAS”

© F.J. Calvente.

 

 

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