A un lado de la
Iglesia Santa Rosa de Lima en Igualeja, entonces con su puerta cerrada, o su trampilla
en el mismo portal de madera, donde dos tétricas almas lugareñas, refugiadas
bajo su dintel, aparentaban a dos anodinos ángeles condenados por una vana rebelión
de soledad, o dos gárgolas ebrias que se habían precipitado de las alturas de
la torre, del antiguo alminar de la mezquita sobre la que se asienta el templo;
a un lado, decía, metros más abajo, se abre una callejuela con denominación o
indicación de fábrica religiosa o cristiana, Calle de la Ermita, la que debería
ser “hacia la Ermita”, porque conduce a la pequeña Ermita del Divino Pastor, un
sobrio y coqueto edificio dieciochesco en lo que antaño fuese parte de un
convento de monjas Carmelitas o Franciscanas. Resultó extraño que después de unas
cervezas con Antonio, Mari e Inés, y yo con ellos, frente a unos platillos
blancos colmados de aceitunas “partidas”, avellanas por supuesto con cáscara, y
la mejor tapa del mundo de carne mechada que nosotros llamábamos “lomitos”, las
de generosa porción, en un pan que sabe a pan, y regada con aceite puro de
oliva que se agarraba a la garganta, tapeo y cena cumplida, departíamos con
unas risas, barajábamos anécdotas, algún resentimiento y resarcimiento retomados
con aguardo en el momento, algún “traje que cortamos”, un ataque de estornudos,
más sonrisas, todos lazos y agrados, unos escalofríos en ellas por el frescor
otoñal al estar sentados fuera, en la calle, en el espacio exterior del Bar Los
Curritos, en uno de los veladores frente a la iglesia, tiempo húmedo de recogida
de castañas, pocas y mal pagadas, para que después, cuando nos disponíamos a
coger el coche para Ronda, algo me detuvo, algo o un retal de una agudeza de San
Gregorio Magno quizás, o un barrunto místico, metafísico, o solo religioso al
pasar junto a la calleja.
Pasaje que mostraba
una irrealidad en la que tal vez encontraban reflejo, como palabras escritas en
el vaho provocado por un aliento escarchado en un espejo de costumbre, el compacto
silencio, la noche derramada como un cubo de pintura negra sobre un lienzo
rugoso y enjalbegado, estrellas sin guiños ni música, un cielo constreñido
entre casas o atalayas redundantes, vanidosas, ese trozo de firmamento que
veíamos desde la ensanchada calle, ese espacio hondo atravesado por unos palos dañinos
con los que sostener un toldo gigante durante el estío y para dar sombra al otro
bar de factura más moderna y en este intervalo cerrado; allí donde el tiempo se
detenía como la insoportable levedad de los hombres en la taberna, o los otros
y muy testimoniales, o uno en su recurrencia insólita, errantes fantasmas que recorrían
esquivos la travesía del pueblo, con las manos en los bolsillos, cabizbajos, tan
frágiles como si al tocarlos se convirtieran en polvo, hombres desarraigados, perdidos
en su rutina, desdeñosos a la gravidez de su adicción o condena, hombres… Pues aquí
la noche no es femenina, ninguna mujer, ninguna que no fueran Mari e Inés, las que
no eran del lugar ni pertenecían a esta anochecida, o salvo la entrañable
anciana de tersa y blanca piel que atendía con pulcritud a la cocina y
fregadero del bareto, o las retenidas en sus clausuras domésticas, visibles solo
en afanosas vigilias. La quimera del ambiente, en una conjunción de luces y
sombras, de lo nuevo y antiguo, de olvido y cotidianidad, abrazaba la sustancia
del paso en su nominal religioso, como si allá Nietzsche encontrara respuesta categórica
a su inquisición filosófica: “¿Es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo
un fallo del hombre?”
Sacudí la cabeza con
un ademán brusco, lastimero, como si quisiera arrojar esta duda incongruente
con la situación, con la compañía que me llamaba y me acuciaba para iniciar el
regreso a Ronda, al futuro cercano. Respiré con intensidad un aire saturado de relentes,
a salvias, seminal de la flor del castaño, de primeros quemados en hogares secretos,
rendidos. Un olor propio, cargado, balsámico, el olor de un universo rural
donde su gente sencilla y los que como nosotros íbamos de paso, sentían la
vida, sentían que vivían en un sueño sin contratiempos, sosegado. Luego estaba,
sin embargo, la solicitud pía, religiosa, del callejón que, sin conseguir mi
arrebato, trajo o se alió con unos versos de Miguel Hernández, de repente acordándome
de la polémica y abuso provocados por la derecha política madrileña al fusilar tirando
de cinismo, en el cementerio de la Almudena, a aquello que Pablo Neruda precisó
como un deber de España, un deber de amor, recordar a quien desapareció en la
oscuridad y recordarlo a plena luz, y al tachar con saña la belleza impresa de
su obra en un recordatorio, exactamente, contra la desmemoria. En la boca de la
callejuela de piso de piedras azulencas ahogadas en mortero gris, evoqué los
versos del poema “Sonreídme” de Hernández: “Me libré de los templos; /
sonreídme, / donde me consumía con tristeza / de lámpara / encerrado en el poco
aire / de los sagrarios.” Como homenaje, indignación, y reivindicación por
la reposición del memorial a los fusilados por el franquismo, los otros versos retirados
del camposanto madrileño por un ayuntamiento ultra conservador; sí, no estaba
mal contra este otro intento de olvido, de tajo a la memoria, a lo diferente, y
a la cultura. Volví a rehusar penetrar en la callecita que bajaba y que probablemente
se dividiría en otros meandros intricados hasta alcanzar el dominio del rio
Genal en su virginidad impetuosa, decliné llenarme de lo que fuera de extático
o fingido, así que tomé la fotografía y continué observando desde fuera y entretanto
me introducía en el coche y procuraba atender a la conversación profana de mis afectos.
Las sombras, como aquellas que reptaban por la desvencijada vivienda en primer
término, como las de aquella religión, todas, que atenazan la voluntad íntima
de los hombres y mujeres; si bien el farolillo de tulipa perdida, solo unos
hierros, solos y desangelados, como alambres, como trazos, en una alusión a su cárcel
de cristal devastada para una bombilla de lechosa luminiscencia, excesivamente
artificial, indiscreta, aunque afianzada en la fachada íntegra de la otra morada,
la más cuidada, daba la sensación de que también había luz, más luz en las tinieblas,
y de que la luz traía esperanza, o una confianza ciega, paradójico, y por tanto
interesante y contemplativa.
Las luces y sombras,
las de la religión, fervorosas, las de todas, en una calle de Igualeja por la
que Blaise Pascal hubiera paseado con ensimismamiento, ensimismado en sí mismo,
en una noche que chillaba su silencio originario, de ánimas que ascendían al
cielo en volutas de humo escupidas por las primeras chimeneas, para murmurar
como otro "caña débil", siquiera más consciente: “En la fe hay
suficiente luz para aquellos que quieren creer y suficientes sombras para cegar
aquellos que no quieren creer.” Con todo, resultaba muy atractiva la visión,
esa reunión de fulgores y tenebrosidades, de luces y sombras, de credos y escepticismos,
para construir una calleja donde transitaba un presente monótono, inacabable, eterno
como el dogma creyente, incluso con igual rigor a su contrario ateísmo, y a la
que renuncié sin contrición porque ya llegábamos tarde a ninguna parte.
“ENTRE
LUCES Y SOMBRAS PIADOSAS”
© F.J. Calvente.
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