No sé cuántas las veces
que ahí me he detenido, he fotografiado, he escrito, al sentirme sorprendido y al
mismo tiempo extasiado con esta magia, el esplendor, al pasar por calle
Gallarda, donde siempre se pasa hacia cien mil cosas o rutinas sin detenerse, la
detención que solo se produce cuando somos conscientes de su belleza, de la
conmoción inesperada en esta callejuela desapercibida, secundaria, la que saja a
las otras y principales de mi Barrio San Francisco. Hoy la parada ha sido
mayor, mayor el embeleso, y sin duda mayor el desgarro al conmemorarse los días
de otoño de la Feria del Barrio; o, como por aquí muy bien sabemos y sobre todo
amamos, cuando inauguramos el otoño con un festejo antiguo y renovado, vivo. Esta
travesía, su fondo extraordinario, me ha recordado a la Feria, a esta Feria que
al presente nunca acontecerá. Este año no es que sea distinto, es que no hay
nada, nada que no sea un zambullirse en el pasado; porque tenemos que
protegernos de un mal virulento y extraño, no podemos estar juntos, no podemos tocarnos,
… solo nos queda conservar para mañana el fuego de este ocaso. La melancolía de
la ausencia, por el maldito coronavirus que ha suspendido el festejo, al que ha
despojado incluso del deseo, desenfocando las expectativas, los detalles, el compromiso.
Al retenerme en esta encrucijada en cuyo horizonte ardían los colores, primero he
sentido una resistencia al olvido; luego un hormigueo genuino, de identidad,
ante la festividad y por supuesto de emoción por ser una parte insignificante de
ella, como una bombillita en las guirnaldas que esta vez no estarán suspendidas
del cielo, como un latido y un paso, un paso y un latido, un respiro y un aliento,
uno más, allá entre sus gentes y alborozos. Y contemplando con el corazón contraído
a un crepúsculo donde el sol se suicidaba tiñendo el cielo con su sangre, con un
luto respetuoso, oscuro, con el que se tildaba el callejón, roto o acaso asistido
por el azogue de unos faroles, reconocí una dimensión de la muerte que en este
Barrio integra a una máxima expresión del existir, en su resurrección o
regeneración, en una mística cercana desde lo humilde y sencillo. Estas
penetrantes luces del atardecer serán las únicas, y necesarias, que alumbraran
hasta el domingo a las otras que amenizarían la alameda con sus cachivaches y la
caseta con su febril actividad, sentidos sin edad, la algarabía fraternal, de niños,
jóvenes y mayores, que despide un tiempo de extroversión para aliviar la consternación
por la interiorización, del mismo modo irremisible; el rito en el paso de una
celebración de reunión y amistad a otra exclusiva y personal. El ruido de las
atracciones, de las risas, de la música de la orquesta, bailes, viáticos,
homenajes, juegos, banquetes y tratos del ganado, solo será lo que sea en este
silencio imponente como un papel en blanco, ese al de antes de estas letras,
aquel como un nublado invernal de cenizas y aguardos. Secreteos. Este refugio
de silencio del que el patrón, San Francisco, sugeriría y mucho en su
itinerario por las calles de su Barrio. La música de un silencio que roza las cuerdas
de la entraña, las afina, con las que interpreta o modula una melodía del alma
que hace sostener el recuerdo y la espera sin impaciencia, ni carga. Un rasgueo
de las cuerdas de la conciencia en tiempos de Feria, donde aún existirá
historia en las hojas que cubran la alameda, calores retenidos en los poyetes
de piedra, siglos que retendrá la muralla del Almocábar, aquel latido, aquel
paso, hacia una suerte donde la tradición regresará con su crónica, savia, y
con sus ansias de expansión en un final obligado para que renazca en otro
comienzo. Un ¡Viva la Feria del Barrio!, con tristeza y consuelo: tristeza por
la suspensión, consuelo por el año venidero, este que vendrá pronto y placentero.