Otoño.
Tiempo de castañas. En un prolegómeno del ocaso. Un anochecer que envuelve el
bosque verde de castaños, las profundas cañadas, la aspereza azur en
lontananza, en unas sombras entintadas con el fuego de un rayón en el cielo. Un
cielo que cada vez está más cercano. Valle del Genal. Alto Genal. Serranía de
Ronda. Ya lo dice el refrán: “Del Genal, la castaña en esportal.” Tras las
cárdenas y peladas montañas, ha quedado Ronda y su ruidoso desconcierto, en una
sospecha esquinada, a la derecha de la carretera, Parauta, al frente Cartajima,
y en la distancia Benadalid, Benalauría…, abajo, abajo, nos recibe Igualeja, en
otro preámbulo al océano esmeralda, pronto de cobre o de ese color atribuido al
pasado, donde naufraga Pujerra, en la que anclamos, una isla blanca de cal en
la hondura de Sierra Bermeja. Una hora, dos, tres a lo sumo, en el quebrado
terreno, para Inés, Mari, Antonio y yo; agachados, encorvados, arrodillados,
avanzando con dificultad, con atención, con criterio: “Hasta esta piedra… De la
tronca para allá o hasta aquí… No, de ahí no se han cogido y ahí no me meto,
con tantas hojas y espelucos…”; con dolores en la espalda, en las piernas, en
el cuello, … en el alma. Porque hay dolores del alma que no afligen, ni
condenan, sino que hacen del esfuerzo y a su sufrimiento parejo en una meta, un
logrado empeño, una satisfacción, incluso un asombroso consuelo. No importa la
dureza de la tierra, ha llovido poco, o nada, ni las agujas de los erizos, más
punzantes en los más antiguos, ni los resecos mocos, barbas o mujos como
gusanos disecados, la flor del castaño, por esa indolencia de no haber
preparado el terreno con antelación, las circunstancias o las otras urgencias
del diario. No importa el insidioso revoloteo de los insectos, empeñados en su
zumbido en los oídos como si pretendieran extraer un secreto en vez de
comunicarlo, ni algunas hirientes y aferradas zarzas, acaso con violencia
suplicando aquel secreto o poner final a una soledad de siglos … No hay esperas
cuando nadie nos espera. Con todo, una a una recogemos las castañas, otras
quedarán atrás, inadvertidas y de las que brotará con suerte, ¿te acuerdas
Mari?, un tierno brote; las cogemos con manos entumecidas enfundadas en guantes
de plástico. “Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas”, de unos
versos de E. E. Cummings. Un sudor ordinario. Una a una las castañas llenan los
canastos, los cubos, los sacos…
El
anochecer inventa más sentencioso el rumor mítico de los árboles, de los
centenarios castaños que ya se prueban, con las primeras conjeturas, bosquejos
inaugurales, las mudas más vistosas para deslumbrarnos, cautivarnos, y quedar
desnudos al poco en una fragilidad oscura y melancólica de invierno. Un oleaje
de susurros o, escribió Herman Hesse, de “pensamientos dilatados, prolijos y
serenos, … una vida más larga que la nuestra… (Arboles) más sabios que
nosotros, mientras no les escuchemos.” Una puntual curiosidad se disuade en los
indicios de alguien anónimo, y furtivo, que entraba en un campo que no era
suyo, este, para sentarse en una elevación, en una terraza que separa la mata
de castaños de los cerezos, y con la vista absorbida en un horizonte lívido,
donde Cartajima intenta levantar el vuelo de las retorcidas piedras que
edifican la magia de una leyenda, de unos riscos fantásticos, con cierta sed de
belleza o de vigilancia de unas bestias, y a la que compensaba trasegando de
unas latas de cerveza que, deplorablemente, dejaba allí y en testimonio de su
paso o vicio. Se perdona por su acaso trascendencia. Silencios entre nosotros,
no tanto en ellas, en Inés y Mari, y en sus historias más o menos secretas, más
o menos alcahuetas, o no tanto con sus ventanas de Facebook siempre abiertas.
Los buenos recolectores se caracterizan por su concentración y afán, por abrir
los erizos, con las manos o los pies, y no solo en la conveniencia cómoda de
ver y coger las castañas sueltas. “Fuerza sin maña no vale una castaña; maña
sin fuerza no vale una cereza.” Nosotros, Antonio y yo, posponemos nuestros
escarceos sobre fútbol y de otros aspectos que no merecen hacerse públicos, no
por impúdicos, tal vez por frívolos y en cualquier caso divertidos. Ellas, entre
castaña y castaña, se insistirá en ello, sin despecho ni venganza, cortan algún
traje, tuestan o cocen alguna de aquellas, en una crítica ilusa por la seriedad
del escenario.
Algún
erizo o zurrón de castaña cae del árbol, o se abre en la rama para arrojar su
fruto, que se abaten con un golpe sordo en la tierra, en una roca, en un leño
podrido, en otros viejos y secos erizos o mugayos, como caían con languidez hoy
para asentar esta experiencia en muy grata compañía. Hoy asimismo ingrávida
esta reunión echada de menos, de buenas personas, de necesarios amigos y
familia. Todo por el roto de un orgullo vulnerado o contrariado o, por el
contexto, por algo que pasaba de un castaño oscuro y que no era más que una
línea de humo en la distancia o ante un soplo del levante o... nada.
Experiencia y compañía que en estos instantes se afirman más ligeros y
flexibles, más aliviados, y sentidos, desprendidos de ataduras absurdas y
pasadas, para disfrutar del momento o de cuanto atrás nos causó contento y
calor, lealtad y afecto. Idénticos alicientes de antaño, o tal vez porque emergen
otros nuevos y sugerentes; no solo aquel que después, en un rato, nos juntara a
los cuatro en Igualeja. O acaso uno, incentivo o anhelo, por ejemplo o sin duda
alguna el siguiente, individual o exclusivo, propio o intrínseco, y que solo entendía
de una historia, de un cuento, de una sugerencia personal, privada, y donde,
por ahora, no entrábamos los demás a excepción de unos exiguos detalles para
ser a lo mejor reconocido y tolerado. Un tesoro, de esto se trata, de Mari o de
su búsqueda que al fin y al cabo es lo más importante o por su esencia tocante.
Quizás el de un juego de morriña infantil o fiebre adolescente, “donde castañas
se asaron, cenizas quedaron”, expresa un proverbio muy cercano. Un sensible
pasatiempo que, llegados al campo, sin demora, quedó arrimado a una escondida
bota vieja y dejada por una amistad de Mari lejana y a la vez moderna. La
deslucida bota puesta por este, amigo o conocido de Mari, en una piedra, en una
encrucijada de caminos, como elemento fundamental de un reto y de una rebusca
que acrecentaba el estímulo o la aventura. ¿Dónde? Dejado el elemento y
comunicada la pista, de su hallazgo, por WhatsApp, por aquel, ¿quién?, amigo o
conocido de Mari, alguien de un pueblo, el de sus raíces, de topónimo en otro
valle, que junto a otros compañeros, a jornal, recolectaban las castañas aquí,
en Pujerra. Marí, luego de la búsqueda y descubrimiento de la bota, ilusionada
y amena, subrayó su parte o encargo en el juego o en su ansia, en el pacto o
por su persistencia, con un lazo rojo amarrado al zapato como uno de sus
desaparecidos cordones; cumplida entonces su función o acierto, su suma o
bisagra, con una nueva foto y con su envío confirmándolo, su voluntad, con
todas y sean cuales fuesen sus reminiscencias. Saldada, además, eso nos dijo y
más tarde comprobamos, con una invitación para el día siguiente, al alba, en el
Bar Los Curritos, a reembolsar por aquella parte que dejó primero el reclamo de
la bota; no para ella, para Mari, tan presente pero ausente mañana del olor,
del sabor, del café tempranero y el golpe del anís en el gaznate, en esto
consistía la invitación, la rúbrica o un punto y seguido en ese entretenimiento
ingenioso e impulsivo. Juegos o metáforas, deseos, hambres o ilusiones que
hacen vivir, por supuesto, con los que sostener el presente, para impulsarse
adelante con una pizca de afecto y temblor en la entraña. Esto que a mí
permitió, y a sonreír con nostalgia, a rescatar otras inmaduras búsquedas de un
tesoro o interés recóndito a través de pistas escritas en papelitos escondidos
y donde, en definitiva, el camino, la demanda o exploración, eran lo extraordinario
y no su resultado o valor final. Gracias. Hasta luego.
Antonio,
uno de los muchos intermediarios, este asimismo afectado y asfixiado por un
negocio de círculo vicioso e injusto, pesa y paga las castañas en su exiguo
almacén, extrañamente vacío. Siempre las castañas pesan menos a todos los
tanteos y previsiones. Decepción por el precio, otra humillación al cosechador,
expectativas que caen o se hacen menores. “La castaña errina, pequeñina, y la
mayuca, tempranuca”, o lo que viene a ser la misma excusa para justificar lo
injustificable. Porque algo no va bien cuando los tres, Inés, Mari y Antonio,
suben a la báscula para comprobar sus pesos. Asombro que dejan pasar. No
estamos aquí para sacar las castañas del fuego a nadie. O de cuanto no compete
a esta historia. La exigencia de la partida, del regreso, para cumplir con celo
la tradición, bastante aplazada en el tiempo, en Igualeja. La sinuosa carretera
sobrevolando los barrancos zaheridos por el río Genal, de una masa forestal
como pantalla que disfraza, oculta con recogimiento y belleza las mordidas de
un miedo a lo insondable, a lo inaprensible. Otro miedo, por un suicida
descerebrado al frente de un volante, surgido como un demonio en una curva
cerrada e incierta. Nos dicen que no ha sido la primera vez, sin duda no será
la última, o aquella definitiva para su causante, un hijo del alcalde, y para
sus víctimas inocentes. Tuvimos suerte. Mucha suerte. Nos sonrió un destino
bienhechor. Marianilla y anciana comitiva quedaron en otra curva aventada o
recluida, con sus penas y fortunas. Otras mujeres, también mayores, andan por
los márgenes de la carretera, ensimismadas y tal como si estuvieran obligadas
en sus paseos a despedir el día, en el cumplimiento o atavismo de una
responsabilidad decisiva e inevitable. Una de ellas, más campana que mujer, tañe
un adiós ensordecedor y sincero. Las primeras casas de Igualeja, o las últimas
de acuerdo a la perspectiva, más públicas las cocheras iluminadas con una
cetrina bombilla colgada del devastado techo de hormigón, improvisados
almacenes para las castañas. Los últimos estertores de un día de cosecha que se
traducen en los rostros cansados, en los ojos inundados de humedad que enfocan
lejanías inalcanzables, en las manos más encallecidas, como esculpidas por la
gubia de los años, en los dorsos más encorvados, en los pasos más vacilantes,
desequilibrados o medidos. Con todo, en la plaza de Igualeja, o en ese trayecto
abierto de la travesía frente a la iglesia de Santa Rosa de Lima, late un
ajetreo, aunque más sereno que en otras horas y fechas, diligente y tal vez
expectante, entretejido a un silencio atento y agradecido, como una sábana en
madrugadas de primavera, sublime en estos enriscados pueblos.
Una
mesa libre con sus cuatro sillas de plástico en el exterior del Bar Los
Curritos. La parada inexcusable. El coche no estorba o estorba un poco a una
furgoneta, embutida en un angostillo callejero, que ya dispone adentro del
colchón por si la espera, nuestra, se eterniza. Reímos. El momento. El
encuentro. Sencillez y honestidad. Incitación y generosidad. Bar Los Curritos.
La bondad de la madre del tabernero, de simpatía hierática en una piel tersa
como un mármol blanco que reluce en la noche, de sonrisa extraña pero noble, ella
tan limpia en todos los sentidos. Su marido, alto y franco, come algo que nos
resulta a Antonio y a mí sobrecogedor, en un cuartillo asomado tras la barra.
El hijo sirve a los parroquianos de siempre, con sus chistes y hazañas, con sus
aguantes y ya pocos ensueños. Entonces aquel, al vernos entrar tras apartar los
canutillos de la cortina de la segunda puerta o de la primera de acuerdo a …, nos
sonríe, nos recibe o acoge nuestro deseo con asentimiento y provisión. El lugar
es más que una taberna. Sus habituales son algo más que almas errabundas e
indiferentes al universo. Fuera, una hercúlea mujer de poderosos brazos y
coliflor rubia en la cabeza, se ha cambiado de sitio junto a su resignado
marido o pareja, de la puerta del bar a la fachada de la iglesia. Todavía dudo de
la intención de su aviso cuando llegamos, salimos del vehículo, y vio que se me
caía o me deshacía de algo, quizás del envoltorio de unos guantes de plástico:
“He visto que se te ha caído algo, lo veo ahí, bajo el coche”, me dijo y yo me
hice el “indio” o era el “sueco”. Otro personaje nos mira y no nos mira con
recelo, con una mirada turbia, con descaro y disimulo, increíble pero tan
seguro, descuidado, de mascarilla con más capas de mugre que de protección y
con la que solo se resguarda la boca, la nariz expedita con la que husmea los
humores y a los intrusos como nosotros; en ocasiones, cuando enciende un
cigarrillo, creo que fuma por la nariz. Por la televisión del bar, el programa Andalucía
Directo de Canal Sur narra la recogida de castañas en Pujerra. “Mira, esa es la
Pepi... ¡Illo!, ¡la Pepi, tu prima.” “No, si va a ser que la tele engorda,
porque en vez de castañas parece que cogen peros”, estas y otras inventivas se
arrojan en los límites del establecimiento que acostumbran a desvanecerse en un
sopor acostumbrado y lenitivo contra los desencantos del mundo o de los cosmos
de cada uno. No sé si es Juan o Antonio el nombre del alto y curtido cantinero,
de voz grave y caída de ojos por timidez o asombro; en un lugar, como escribió
alguien, donde la sorpresa se da donde no hay sorpresas. No importa. Nos conoce
y nos conocemos. Sabe lo que queremos. Suficiente. Existe un lazo, un vínculo
amistoso o solo señalado. Comienza nuestro ritual, o una concreta aspersión
litúrgica de comunión en estas fechas de otoño y de recogida de castañas, meses
después vendrá una segunda parte con las cerezas. Los cuatro: Mari, Antonio,
yo, e Inés que le ha costado adscribirse y más por influjo de la cocina del
establecimiento que por la obligada cosecha.
Dos
grandes y frías cervezas para nosotros, dos incoherentes coca-colas “zero” para
ellas. Aceitunas aliñadas, avellanas con cáscara, en platos blancos como esa
luna que pronto cuelga del cielo, junto a la torre mudéjar de la iglesia, … y
la mejor tapa de carne mechada en una rebanada de pan cateto y regada con
aceite puro de oliva del que se adhiere en el paladar para recordar su riqueza,
nuestros añorados y suculentos “lomitos”. Y mira que el bar ofrece otras tapas,
como las jibias, chivo..., que no logran desplazar a esta concurrencia
invariable y sabrosa. Ahí, en la mesa, miro a la comida y bebidas, los miro a
ellos, a Inés, a Mari y a Antonio, suspiro y codicio, como Lorca, a ser “todo
de vino y beberme yo mismo”, a beberlos y no dejar ni gota. Los necesito, o nos
necesitamos. O quizás lo que quiero es eternizar este momento, único por su
trasfondo y más cuando ya se perdió o hemos perdido a uno de los paraísos
compartidos. Un paraíso más de ellos y del que siempre echaré de menos a sus
mañanas de silencio y café, respirando la laguna, o interpretando, al atardecer,
las historias que me susurraba la encina del mirador, una ventana al infinito.
El paraíso perdido. Uno. Por eso no se quiere, no podemos perder otro, u otra
gloria en estos encrespados términos serranos. Y es que, sospecho fue Hemingway
quien lo largó, “existe más historia que geografía en una botella de vino”, o
en su defecto en estas frescas cervezas que no logran apaciguar la sed de los
crepúsculos, aún falta mucho para diciembre y en cumplimiento del refrán cuando
se hielan las cañas y se asan las castañas. Ahí estamos los cuatro, Inés, Mari,
Antonio y yo, en un espacio que conecta con el espíritu y con lo que en
realidad somos, juntos, más allá de nuestras escenificaciones o acostumbradas
rutinas,
donde la verdad no tiene que ser lo real y la realidad no solo lo verdadero.
Ahí nos ayudamos a vivir. Ahí nos empeñamos, esta vez todos, no solo Mari, a
emplazarnos en un lugar donde una vieja bota que quizás anduvo todos los
caminos, físicos e imaginados, nos llama ahora a emprender otros o a revalidar
estos o este que una vez fue y deseamos que lo siga siendo siempre, en la señal
de un lazo rojo para mantener la ilusión y el compromiso. A partir de estos
instantes, sin aplazos, esta también será nuestra garantía, el acuerdo para la
vuelta, apostados en el regreso a un paraíso aún no
perdido.
“EL
RITO DE LOS ´LOMITOS´”
F.J.
Calvente.
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