Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 16 de octubre de 2022

"EL RITO DE LOS ´LOMITOS´"

 


Otoño. Tiempo de castañas. En un prolegómeno del ocaso. Un anochecer que envuelve el bosque verde de castaños, las profundas cañadas, la aspereza azur en lontananza, en unas sombras entintadas con el fuego de un rayón en el cielo. Un cielo que cada vez está más cercano. Valle del Genal. Alto Genal. Serranía de Ronda. Ya lo dice el refrán: “Del Genal, la castaña en esportal.” Tras las cárdenas y peladas montañas, ha quedado Ronda y su ruidoso desconcierto, en una sospecha esquinada, a la derecha de la carretera, Parauta, al frente Cartajima, y en la distancia Benadalid, Benalauría…, abajo, abajo, nos recibe Igualeja, en otro preámbulo al océano esmeralda, pronto de cobre o de ese color atribuido al pasado, donde naufraga Pujerra, en la que anclamos, una isla blanca de cal en la hondura de Sierra Bermeja. Una hora, dos, tres a lo sumo, en el quebrado terreno, para Inés, Mari, Antonio y yo; agachados, encorvados, arrodillados, avanzando con dificultad, con atención, con criterio: “Hasta esta piedra… De la tronca para allá o hasta aquí… No, de ahí no se han cogido y ahí no me meto, con tantas hojas y espelucos…”; con dolores en la espalda, en las piernas, en el cuello, … en el alma. Porque hay dolores del alma que no afligen, ni condenan, sino que hacen del esfuerzo y a su sufrimiento parejo en una meta, un logrado empeño, una satisfacción, incluso un asombroso consuelo. No importa la dureza de la tierra, ha llovido poco, o nada, ni las agujas de los erizos, más punzantes en los más antiguos, ni los resecos mocos, barbas o mujos como gusanos disecados, la flor del castaño, por esa indolencia de no haber preparado el terreno con antelación, las circunstancias o las otras urgencias del diario. No importa el insidioso revoloteo de los insectos, empeñados en su zumbido en los oídos como si pretendieran extraer un secreto en vez de comunicarlo, ni algunas hirientes y aferradas zarzas, acaso con violencia suplicando aquel secreto o poner final a una soledad de siglos … No hay esperas cuando nadie nos espera. Con todo, una a una recogemos las castañas, otras quedarán atrás, inadvertidas y de las que brotará con suerte, ¿te acuerdas Mari?, un tierno brote; las cogemos con manos entumecidas enfundadas en guantes de plástico. “Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas”, de unos versos de E. E. Cummings. Un sudor ordinario. Una a una las castañas llenan los canastos, los cubos, los sacos…

 

El anochecer inventa más sentencioso el rumor mítico de los árboles, de los centenarios castaños que ya se prueban, con las primeras conjeturas, bosquejos inaugurales, las mudas más vistosas para deslumbrarnos, cautivarnos, y quedar desnudos al poco en una fragilidad oscura y melancólica de invierno. Un oleaje de susurros o, escribió Herman Hesse, de “pensamientos dilatados, prolijos y serenos, … una vida más larga que la nuestra… (Arboles) más sabios que nosotros, mientras no les escuchemos.” Una puntual curiosidad se disuade en los indicios de alguien anónimo, y furtivo, que entraba en un campo que no era suyo, este, para sentarse en una elevación, en una terraza que separa la mata de castaños de los cerezos, y con la vista absorbida en un horizonte lívido, donde Cartajima intenta levantar el vuelo de las retorcidas piedras que edifican la magia de una leyenda, de unos riscos fantásticos, con cierta sed de belleza o de vigilancia de unas bestias, y a la que compensaba trasegando de unas latas de cerveza que, deplorablemente, dejaba allí y en testimonio de su paso o vicio. Se perdona por su acaso trascendencia. Silencios entre nosotros, no tanto en ellas, en Inés y Mari, y en sus historias más o menos secretas, más o menos alcahuetas, o no tanto con sus ventanas de Facebook siempre abiertas. Los buenos recolectores se caracterizan por su concentración y afán, por abrir los erizos, con las manos o los pies, y no solo en la conveniencia cómoda de ver y coger las castañas sueltas. “Fuerza sin maña no vale una castaña; maña sin fuerza no vale una cereza.” Nosotros, Antonio y yo, posponemos nuestros escarceos sobre fútbol y de otros aspectos que no merecen hacerse públicos, no por impúdicos, tal vez por frívolos y en cualquier caso divertidos. Ellas, entre castaña y castaña, se insistirá en ello, sin despecho ni venganza, cortan algún traje, tuestan o cocen alguna de aquellas, en una crítica ilusa por la seriedad del escenario.

 

Algún erizo o zurrón de castaña cae del árbol, o se abre en la rama para arrojar su fruto, que se abaten con un golpe sordo en la tierra, en una roca, en un leño podrido, en otros viejos y secos erizos o mugayos, como caían con languidez hoy para asentar esta experiencia en muy grata compañía. Hoy asimismo ingrávida esta reunión echada de menos, de buenas personas, de necesarios amigos y familia. Todo por el roto de un orgullo vulnerado o contrariado o, por el contexto, por algo que pasaba de un castaño oscuro y que no era más que una línea de humo en la distancia o ante un soplo del levante o... nada. Experiencia y compañía que en estos instantes se afirman más ligeros y flexibles, más aliviados, y sentidos, desprendidos de ataduras absurdas y pasadas, para disfrutar del momento o de cuanto atrás nos causó contento y calor, lealtad y afecto. Idénticos alicientes de antaño, o tal vez porque emergen otros nuevos y sugerentes; no solo aquel que después, en un rato, nos juntara a los cuatro en Igualeja. O acaso uno, incentivo o anhelo, por ejemplo o sin duda alguna el siguiente, individual o exclusivo, propio o intrínseco, y que solo entendía de una historia, de un cuento, de una sugerencia personal, privada, y donde, por ahora, no entrábamos los demás a excepción de unos exiguos detalles para ser a lo mejor reconocido y tolerado. Un tesoro, de esto se trata, de Mari o de su búsqueda que al fin y al cabo es lo más importante o por su esencia tocante. Quizás el de un juego de morriña infantil o fiebre adolescente, “donde castañas se asaron, cenizas quedaron”, expresa un proverbio muy cercano. Un sensible pasatiempo que, llegados al campo, sin demora, quedó arrimado a una escondida bota vieja y dejada por una amistad de Mari lejana y a la vez moderna. La deslucida bota puesta por este, amigo o conocido de Mari, en una piedra, en una encrucijada de caminos, como elemento fundamental de un reto y de una rebusca que acrecentaba el estímulo o la aventura. ¿Dónde? Dejado el elemento y comunicada la pista, de su hallazgo, por WhatsApp, por aquel, ¿quién?, amigo o conocido de Mari, alguien de un pueblo, el de sus raíces, de topónimo en otro valle, que junto a otros compañeros, a jornal, recolectaban las castañas aquí, en Pujerra. Marí, luego de la búsqueda y descubrimiento de la bota, ilusionada y amena, subrayó su parte o encargo en el juego o en su ansia, en el pacto o por su persistencia, con un lazo rojo amarrado al zapato como uno de sus desaparecidos cordones; cumplida entonces su función o acierto, su suma o bisagra, con una nueva foto y con su envío confirmándolo, su voluntad, con todas y sean cuales fuesen sus reminiscencias. Saldada, además, eso nos dijo y más tarde comprobamos, con una invitación para el día siguiente, al alba, en el Bar Los Curritos, a reembolsar por aquella parte que dejó primero el reclamo de la bota; no para ella, para Mari, tan presente pero ausente mañana del olor, del sabor, del café tempranero y el golpe del anís en el gaznate, en esto consistía la invitación, la rúbrica o un punto y seguido en ese entretenimiento ingenioso e impulsivo. Juegos o metáforas, deseos, hambres o ilusiones que hacen vivir, por supuesto, con los que sostener el presente, para impulsarse adelante con una pizca de afecto y temblor en la entraña. Esto que a mí permitió, y a sonreír con nostalgia, a rescatar otras inmaduras búsquedas de un tesoro o interés recóndito a través de pistas escritas en papelitos escondidos y donde, en definitiva, el camino, la demanda o exploración, eran lo extraordinario y no su resultado o valor final. Gracias. Hasta luego.

 

Antonio, uno de los muchos intermediarios, este asimismo afectado y asfixiado por un negocio de círculo vicioso e injusto, pesa y paga las castañas en su exiguo almacén, extrañamente vacío. Siempre las castañas pesan menos a todos los tanteos y previsiones. Decepción por el precio, otra humillación al cosechador, expectativas que caen o se hacen menores. “La castaña errina, pequeñina, y la mayuca, tempranuca”, o lo que viene a ser la misma excusa para justificar lo injustificable. Porque algo no va bien cuando los tres, Inés, Mari y Antonio, suben a la báscula para comprobar sus pesos. Asombro que dejan pasar. No estamos aquí para sacar las castañas del fuego a nadie. O de cuanto no compete a esta historia. La exigencia de la partida, del regreso, para cumplir con celo la tradición, bastante aplazada en el tiempo, en Igualeja. La sinuosa carretera sobrevolando los barrancos zaheridos por el río Genal, de una masa forestal como pantalla que disfraza, oculta con recogimiento y belleza las mordidas de un miedo a lo insondable, a lo inaprensible. Otro miedo, por un suicida descerebrado al frente de un volante, surgido como un demonio en una curva cerrada e incierta. Nos dicen que no ha sido la primera vez, sin duda no será la última, o aquella definitiva para su causante, un hijo del alcalde, y para sus víctimas inocentes. Tuvimos suerte. Mucha suerte. Nos sonrió un destino bienhechor. Marianilla y anciana comitiva quedaron en otra curva aventada o recluida, con sus penas y fortunas. Otras mujeres, también mayores, andan por los márgenes de la carretera, ensimismadas y tal como si estuvieran obligadas en sus paseos a despedir el día, en el cumplimiento o atavismo de una responsabilidad decisiva e inevitable. Una de ellas, más campana que mujer, tañe un adiós ensordecedor y sincero. Las primeras casas de Igualeja, o las últimas de acuerdo a la perspectiva, más públicas las cocheras iluminadas con una cetrina bombilla colgada del devastado techo de hormigón, improvisados almacenes para las castañas. Los últimos estertores de un día de cosecha que se traducen en los rostros cansados, en los ojos inundados de humedad que enfocan lejanías inalcanzables, en las manos más encallecidas, como esculpidas por la gubia de los años, en los dorsos más encorvados, en los pasos más vacilantes, desequilibrados o medidos. Con todo, en la plaza de Igualeja, o en ese trayecto abierto de la travesía frente a la iglesia de Santa Rosa de Lima, late un ajetreo, aunque más sereno que en otras horas y fechas, diligente y tal vez expectante, entretejido a un silencio atento y agradecido, como una sábana en madrugadas de primavera, sublime en estos enriscados pueblos.

 

Una mesa libre con sus cuatro sillas de plástico en el exterior del Bar Los Curritos. La parada inexcusable. El coche no estorba o estorba un poco a una furgoneta, embutida en un angostillo callejero, que ya dispone adentro del colchón por si la espera, nuestra, se eterniza. Reímos. El momento. El encuentro. Sencillez y honestidad. Incitación y generosidad. Bar Los Curritos. La bondad de la madre del tabernero, de simpatía hierática en una piel tersa como un mármol blanco que reluce en la noche, de sonrisa extraña pero noble, ella tan limpia en todos los sentidos. Su marido, alto y franco, come algo que nos resulta a Antonio y a mí sobrecogedor, en un cuartillo asomado tras la barra. El hijo sirve a los parroquianos de siempre, con sus chistes y hazañas, con sus aguantes y ya pocos ensueños. Entonces aquel, al vernos entrar tras apartar los canutillos de la cortina de la segunda puerta o de la primera de acuerdo a …, nos sonríe, nos recibe o acoge nuestro deseo con asentimiento y provisión. El lugar es más que una taberna. Sus habituales son algo más que almas errabundas e indiferentes al universo. Fuera, una hercúlea mujer de poderosos brazos y coliflor rubia en la cabeza, se ha cambiado de sitio junto a su resignado marido o pareja, de la puerta del bar a la fachada de la iglesia. Todavía dudo de la intención de su aviso cuando llegamos, salimos del vehículo, y vio que se me caía o me deshacía de algo, quizás del envoltorio de unos guantes de plástico: “He visto que se te ha caído algo, lo veo ahí, bajo el coche”, me dijo y yo me hice el “indio” o era el “sueco”. Otro personaje nos mira y no nos mira con recelo, con una mirada turbia, con descaro y disimulo, increíble pero tan seguro, descuidado, de mascarilla con más capas de mugre que de protección y con la que solo se resguarda la boca, la nariz expedita con la que husmea los humores y a los intrusos como nosotros; en ocasiones, cuando enciende un cigarrillo, creo que fuma por la nariz. Por la televisión del bar, el programa Andalucía Directo de Canal Sur narra la recogida de castañas en Pujerra. “Mira, esa es la Pepi... ¡Illo!, ¡la Pepi, tu prima.” “No, si va a ser que la tele engorda, porque en vez de castañas parece que cogen peros”, estas y otras inventivas se arrojan en los límites del establecimiento que acostumbran a desvanecerse en un sopor acostumbrado y lenitivo contra los desencantos del mundo o de los cosmos de cada uno. No sé si es Juan o Antonio el nombre del alto y curtido cantinero, de voz grave y caída de ojos por timidez o asombro; en un lugar, como escribió alguien, donde la sorpresa se da donde no hay sorpresas. No importa. Nos conoce y nos conocemos. Sabe lo que queremos. Suficiente. Existe un lazo, un vínculo amistoso o solo señalado. Comienza nuestro ritual, o una concreta aspersión litúrgica de comunión en estas fechas de otoño y de recogida de castañas, meses después vendrá una segunda parte con las cerezas. Los cuatro: Mari, Antonio, yo, e Inés que le ha costado adscribirse y más por influjo de la cocina del establecimiento que por la obligada cosecha.

 

Dos grandes y frías cervezas para nosotros, dos incoherentes coca-colas “zero” para ellas. Aceitunas aliñadas, avellanas con cáscara, en platos blancos como esa luna que pronto cuelga del cielo, junto a la torre mudéjar de la iglesia, … y la mejor tapa de carne mechada en una rebanada de pan cateto y regada con aceite puro de oliva del que se adhiere en el paladar para recordar su riqueza, nuestros añorados y suculentos “lomitos”. Y mira que el bar ofrece otras tapas, como las jibias, chivo..., que no logran desplazar a esta concurrencia invariable y sabrosa. Ahí, en la mesa, miro a la comida y bebidas, los miro a ellos, a Inés, a Mari y a Antonio, suspiro y codicio, como Lorca, a ser “todo de vino y beberme yo mismo”, a beberlos y no dejar ni gota. Los necesito, o nos necesitamos. O quizás lo que quiero es eternizar este momento, único por su trasfondo y más cuando ya se perdió o hemos perdido a uno de los paraísos compartidos. Un paraíso más de ellos y del que siempre echaré de menos a sus mañanas de silencio y café, respirando la laguna, o interpretando, al atardecer, las historias que me susurraba la encina del mirador, una ventana al infinito. El paraíso perdido. Uno. Por eso no se quiere, no podemos perder otro, u otra gloria en estos encrespados términos serranos. Y es que, sospecho fue Hemingway quien lo largó, “existe más historia que geografía en una botella de vino”, o en su defecto en estas frescas cervezas que no logran apaciguar la sed de los crepúsculos, aún falta mucho para diciembre y en cumplimiento del refrán cuando se hielan las cañas y se asan las castañas. Ahí estamos los cuatro, Inés, Mari, Antonio y yo, en un espacio que conecta con el espíritu y con lo que en realidad somos, juntos, más allá de nuestras escenificaciones o acostumbradas rutinas, donde la verdad no tiene que ser lo real y la realidad no solo lo verdadero. Ahí nos ayudamos a vivir. Ahí nos empeñamos, esta vez todos, no solo Mari, a emplazarnos en un lugar donde una vieja bota que quizás anduvo todos los caminos, físicos e imaginados, nos llama ahora a emprender otros o a revalidar estos o este que una vez fue y deseamos que lo siga siendo siempre, en la señal de un lazo rojo para mantener la ilusión y el compromiso. A partir de estos instantes, sin aplazos, esta también será nuestra garantía, el acuerdo para la vuelta, apostados en el regreso a un paraíso aún no perdido.

 

 

“EL RITO DE LOS ´LOMITOS´”

F.J. Calvente.

 

 

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