Esta recreación conmemorativa de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesús de Nazareth en esta Ciudad Soñada con tantos escenarios para soñarla, y
permítaseme la épica de su redundancia, por sus calles y plazas, por el casco antiguo
y el mercadillo, mañana, tarde y noche, desde el Viernes de Dolores, o el
consensuado Domingo de Ramos, hasta la Pascua de Resurrección, es memorable ya
no solo por su dimensión estética sino por su redoma de emociones. Escribo esta
reflexión o ensayo al final de la misma o, como ocurre en algún bar cofrade de
la ciudad, en el inicio de la próxima; en domingo, en esta Pascua de
Resurrección todavía con olor a cera y primavera, a reestrenos, campanadas y
alegres exclamaciones de las costaleras de Loreto, únicas, de una luz que abre
definitivamente al optimismo, renacimiento, rubricando aquello que durante
nuestro tránsito previo por la oscuridad y el dolor, el silencio, tenía que
ensalzarse y hacer Memoria para lo venidero. Pascua de Resurrección o el hito
religioso que, por si se ignora, tiene que ser o celebrarse en domingo y no en
otro día puesto que de esta manera se sancionó, urbi et orbi, en el Concilio de Nicea, el primero, allá por el
325, decidía los destinos del mundo y los de esta reunión entre estado e
iglesia el emperador romano Constantino I; cenáculo donde se impuso el Evangelio
acorde a los cuatro evangelistas de marras -Marcos, Mateo, Lucas, Juan-,
desdeñando o prohibiendo los llamados luego apócrifos por incómodos y por no
ajustarse a los intereses mundanos de estos amos del mundo, lo siguen siendo, y
de entre aquellos destacar el Evangelio de Tomás que reúne extractos de la voz,
literal, de Jesús de Nazareth. Este nuevo Evangelio homologado, reglamentario, surgido
de tajos y recortes a la sombra del emperador y de los distintos jerarcas
cristianos dorando el báculo pastoral, de igual suceder a los siniestros
consejos de ministros de Rajoy los viernes de amargura, no fue por estrategia,
por una cuestión de la unidad del estado, res
publica, que también, sino por un prodigio, milagro sería excesivo llamarlo,
digamos que fue todo por un relumbrón de sol que cegó a un descuidado e
insensato emperador en el inicio de una de sus innúmeras batallas, no se sabe a
cuento de qué miraba alelado al astro rey y sin ningunas Ray-Ban para
protegerse, y a lo que tras quemar las regias retinas, en el festoneado posterior
de su visión advirtió la supremacía de un gran borrón o mancha tiznada en forma
de cruz, ratificada en cada una de sus negras y calcinadas intermitencias y
tras cada uno de sus rápidos parpadeos, e igual que de tratarse el símbolo de
Jesús -¿no era un pez?- hubiese sido Dora la Explorada, con mochila y plano en el
cuadril, o la inefable alcaldesa no electa de Ronda transfigurada en trasunto del
Pequeño Nicolás y apareciéndose en todos los Facebook habidos y por haber (¡Qué
horror!) y si las dos se interpusieran frente al más antiguo e invicto de todos
los dioses, el sol, y al admirado y comprometido vistazo de Constantino. Este
nuevo Evangelio, mencionaba, se convirtió en la esencia espiritual del imperio,
SPQR, tanto para los romanos de nacimiento como los súbditos de Ronda, Arunda y
Acinipo entonces y no pretendo hacer del caso otra dickensiana “Historia de dos
ciudades” y aunque me venga como anillo al dedo aquellas admirables letras: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de
los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las
creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la
primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos,
pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos
por el camino opuesto”; escribía cómo en este feudo de la Provincia
Hispania Ulterior Baetica, los romanos aguantaban las embestidas de celtíberos
y otras aguerridas tribus… ¡Ya!... ¡Qué me voy por las ramas de la Historia!… A
ver, en ese Concilio se decidió el nuevo prospecto de la nueva religión, el
Evangelio de la salvación declamaban con ínfulas lastimosas, asimismo la
celebración de la Pascua entre otros ritos que adoptaban nuevos derroteros y
para que que no coincidiese con la Pascua Judía (Pésaj), la que comienza sobre
el 15 del mes hebreo Nisan (nuestro Abril), mañana mismo, festividad de la
Primavera y en la que se evoca la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud
de Egipto, tal cual es relatada en el Pentateuco (Libro de Éxodo), y dicho sea
de paso a la que por entonces no importaba el día en que concurriese. Con esto
y ya no sé si inclusive aquí, o por algún ritmo cósmico, esta Pascua de
Resurrección ha de oficiarse en el domingo inmediatamente posterior a la
primera luna llena tras el equinoccio de marzo, para lo que debe calcularse
según la luna llena astronómica: Como el Sol está en el signo de Aries, la Luna
comienza a finales de Virgo, pronto pasa al signo de Libra y dependiendo del
año pasa hasta Escorpio. De ahí aquella a sobrevenir no antes del 22 de marzo y
el 25 de abril como muy tarde. La Semana Santa siempre se da con Luna Llena, este
es uno de sus requisitos, ciertamente el principal; y quizás sea por aprovechar
los cambios en el comportamiento y la fisiología humanas inducidos por el
plenilunio. De miércoles ceniza a domingo de Resurrección. Los cuarenta días.
El desierto. Y además, o incluso, agárrense que vienen curvas, sean
metafísicas, esta es una escenificación solapada de los procedimientos de la
Gran Obra Alquímica. La Alquimia, para los profanos, es una antigua práctica
llamémosle protocientífica cuyo alcance más prosaico, utilitario, era convertir
cualquier material en oro. Bien es cierto, quizás por su inherente hermetismo y
esoterismo, en su plano espiritual, que lo tiene y mucho y más porque en este
se fundamenta el conocimiento alquímico, los alquimistas debían transmutar su
propia alma antes de transmutar los metales. Esto quiere decir que tenían que
purificarse, prepararse mediante la oración y el ayuno o con un ritual que
igual, por sus connotaciones, por elevar ese nivel vibracional o frecuencia de
nuestra consciencia metafísica, espiritual, filosófica, emocional o como así
queramos o podamos interpretarlo, podía efectuarse o se transmuta, puede, en el
nazareno que calzado o descalzo, arrastrando o no cadenas, anda o arrastra sus
pies por el asfalto o el empedrado, contemplando con seguridad otra perspectiva
del mundo a través de las hendiduras en el capirote blanco, azul, verde, rojo, morado,
negro…, o costaleros y portadores de trono, horquilleros, que soportan la
gravedad del tiempo, el peso de la tradición, en sus hombros o en la cerviz. No
es aventurada la conexión, no, ni mucho menos.
Ya lo he dicho y no me arrepiento: La Semana Santa es otra reunión contemporánea
de tradiciones, cultos, ritos, representaciones que vienen de la noche de los tiempos,
de un Saber Primigenio, ancestral: Alquimia, Gnosis, Tradición o las distintas
capas de una cebolla que es la Cábala, Religión. Más: Cojamos el bíblico Génesis
y detengámonos en ese tiempo sin tiempo, ni espacio, el Primer Instante de la
Creación, donde solo era el Verbo, la Palabra del Logos o Dios en su causa
centro primera o Unidad Primordial, Palabra que Él usó para crear si no el
Universo este Sistema Solar Local o la Tierra en cercanías en las que no es
posible aprehender la imposibilidad de su esencia. ¿Ya?, Bien, pues no es
cierto esto último del impedimento de aprehender la imposibilidad de su
esencia, es decir, la de ser Dios o ser al igual que Él, pues según la Tradición Hermética es posible
conseguirlo. ¿Cómo?, la propia Biblia habla del Arca de la Alianza, ese
poderoso instrumento que pone en comunicación directa al hombre con dios, algo
así como una fantástica radio de increíble tecnología; o cómo el mismo Rey
Salomón, presente en algunos pasajes bíblicos del Antiguo Testamento, inscribió
en una Mesa-Espejo de oro y piedras preciosas el Nombre de Poder, el Shem
Shemaphorash, el Nombre Verdadero de Dios, aquel “Al principio fue el Verbo”, y
con cuyo conocimiento es posible, sostienen, destruir o crear un nuevo mundo o
realidad porque con el Nombre se altera o modela la materia, todo lo existente,
orgánico e inorgánico, al mismo tiempo del proceso del alquimista, usando esas
mismas leyes para crear en su Crisol Interior, la ordenación del Cosmos.
Aquella máxima de Hermes Trismegisto del Kybalion: “Como es arriba, es abajo;
como es abajo, es arriba.”, y no precisamente en la fruslería de fabricar oro y
que tan bien nos vendría a todos para pasar el mes, para pasar el medio mes, o
para colmar lo que se desvanece tras ser abonada la nómina o el subsidio o si
de uno u otro disfrutan los más de 5000 que por estos pagos maldicen su suerte
y las nulas perspectivas de un (des) gobierno de mediocres e ineptos. Otra
alusión: el alquimista en su camino de alcanzar la Unidad, la Piedra Filosofal,
necesita romper los Siete Sellos, destilar el Logos, del mismo modo
que la humanidad exige romper los Siete Sellos de su conformismo, cotidianidad,
para alcanzar una nueva Edad de Oro más inmediata a la Verdadera, a la
Original, a aquella donde la diferencia del creador con sus criaturas es
imperceptible. Tanto en una como en otra tiene que suceder el Apocalipsis, la
catarsis, esa punzada de emoción que desborda hermosura y padecimiento, de algo
tan desconocido y aun así familiar dentro de nosotros mismos que, entonces, se
convierte en fiel reflejo de lo que acontece en el exterior: en el suave
balanceo de los tronos, el arrastrar de los pasos, sombras quedas, sombras sin
hilos, contraluces insospechados y por tanto conmovedores, las lágrimas
detenidas, cristalizadas, en el rostro frío de Nuestra Señora en su expresión
de Salud, Paloma o Paz, Rosario, Amargura, Consuelo de las Tristezas,
Esperanza, Mayor Dolor, María Santísima de las Penas, Buen Amor, Dolores,
Angustias, Soledad, Loreto…; en la gloria del calvario del Cristo en su desfile
penitencial o procesionado: Cautivo, Padre Jesús a lomos de la Pollinica, Prendimiento,
de la Salud o “Manué”, Señor Orando en el Huerto, Padre Jesús en la Columna,
Santísimo Cristo de la Sangre, Señor del Perdón, Ecce-Homo o Señor de la
Escala, de la Buena Muerte, Padre Jesús Nazareno, Santísimo Cristo de los
Remedios, Cristo Yacente, Resucitado…; o en el movimiento nervioso de la
candela de un cirio, una melodía interpretada por banda musical o marcha de
cornetas y tambores… El punto de
inflexión, de eclosión, para prender la Belleza y vernos en ella, ser en ella.
La Semana Santa es la más santa de todas las semanas. Dicho de esta
manera sería pero no es una perogrullada o alto tan obvio que rechine, porque
es en Semana Santa donde se ha de vivir el Drama Cósmico; cada uno de sus días
equivale a largos períodos de trabajo interior en el laboratorio alquímico,
desentrañando la esencia de la Palabra, para que las emociones transporten al
adepto, al nazareno, al iniciado, al cofrade, a la Unidad o, si es el caso, a
la máxima expresión religiosa. Y la Semana Santa en Gran Obra se resume, incluso
se recoge en el “Libro de Job”, a ocho días. Y no es solo en la Alquimia,
porque trasciende todos los saberes o participa en Aquel que fue uno y no tuvo
nombre porque es lo innombrado por ser la Unidad.
En todo caso, y es este el sentir
de estas letras, no otro, cada cual tiene que vivir su Semana Santa, la
experiencia personal, exclusiva e intransferible; siquiera siendo un acto
colectivo con unas directrices acostumbradas y escrupulosamente precisas e inflexibles,
se revela a través de las emociones, según el grosor del punto de las
admiraciones del desfile de Aquel que siendo Dios se intituló en Hijo del
Hombre, curioso, como si su esencia fuese o pueda ser experimentada solo por y
para el hombre y la mujer. Y este Hijo del Hombre vivió la suya, desde que nace
en el “pesebre” y muere en la “cruz”. Él debe vivir su Semana Santa, hacer todo
el trabajo en su Semana Santa. He aquí, pues, el significado o ese mimbre que
nos consiente a desentrañar el intrincado tejido de esta expresión, o de estas conmociones,
indudablemente inconscientes y a las que muchos, por no decir todos, no nos
detenemos un momento a racionalizar o historiar en la causa para este efecto. ¡Y
qué más da, se siente y punto! Al fin y al cabo es lo más importante, la
atracción, la sugestión, la admiración, el sentimiento, el que legitima cómo todo
Hombre y Mujer, yo, tú, él, nosotros, logra o se conduce hacia la asimilación
de esa Substancia Originaria que, en su
sublimidad, es y no es de Cristo porque Él y nosotros en Él o a través
de Él, desde que nació en un pesebre y fue crucificado y resucitado a los tres
días, aseguran, para ascender a dónde fuera y que constituye la esperanza, no
en mí, de aquellos que cerramos los ojos a lo terrenal y nos excusamos en lo del
Más Allá, Él, decía, y nosotros en la comunión de la experiencia que nos
brinda, lo convierte en un Cristo
Viviente y a nosotros en criaturas que viven con estas expresiones espirituales,
metafísicas, religiosas o como nos dé la gana llamarlas. Sentir y Vivir.
Jesús de Nazareth apropia y acumula en sí mismo todo
este acervo mítico. De hecho, Él, educado en el Egipto heredero de los
atlantes, se inviste en Jerusalén, uno de los Centros del Centro del Mundo, en
el Gran Gnóstico, el Gran Recipiendario de la Tradición Universal, el Principio
Crístico, el Yo soy quien soy, la Seidad del Fuego y de la Cruz (Khristus). El
Rabí de Galilea convertido en Dios al encarnar al Cristo Cósmico, y como antes lo hicieron entre los persas
Ormuz, Ahuramazda, el terrible enemigo de Ahriman (Satán) principios que
llevamos dentro y que constituyen los pilares del Universo. O los indostaníes
en Krishna. O los tibetanos en “Kuan-yin”, la Voz melodiosa, el Ejército de la
Voz, el Gran Aliento, el Sol Central, el Logos Solar, el Verbo de Dios. Osiris
para los egipcios; todo aquel que lo encarnaba era un Osirificado, Hermes
Trismegisto es el Cristo Egipcio, el encarnó a Osiris. O los chinos con Fu-Hi
que compuso el I-King, libro de las leyes. Amida entre los Japoneses o el que
abre las puertas del Gokurak (el Paraíso). Zeus para los griegos. Júpiter para
los romanos, el Padre de los Dioses. Entre los aztecas es Quetzalcóatl. Balder
para los Eddas germanos, el Cristo asesinado por Hoder, Dios de la Guerra, con
una flecha de muérdago,… vale con estos ejemplos. Cuando una forma religiosa ha
cumplido su misión se disgrega; de este modo, Jesús, el Cristo, fue, efectivamente,
el iniciador de una Nueva Era o un mensaje de Amor y, por medio de éste, de
reintegración con la Unidad Primordial. Jesús atesoró una necesidad religiosa
de la época y lo sigue siendo ahora, más en estos ocho días de la Semana Mayor…
Y todavía hay más: Jesús de Nazareth nació en el solsticio de invierno, el
natalicio del Sol, para asimilarse con el antiguo dios Mitra y con su religión
de misterios de profundo simbolismo moral; religión, como el cristianismo, de
sacrificio, y cuál más trascendente que la inmolación del propio Cristo para
redimir del pecado al Hombre o descubrir ese punto de reunión que lo haga ser Él.
Mitra también encarnó a un dios salvador como Jesucristo, prometiendo la
Salvación a través del bautismo y la imposición del signo de reconocimiento en
la frente. El banquete ritual de los fieles de Mitra tenía similitudes con la
eucaristía cristiana, esa Última Cena que tan inquieta pintó Da Vinci; el culto
cerrado, cofradía, que en eso recuerda al cristianismo de los primeros siglos,
con sus agrupamientos distintivos y de ceremonia enteramente secreta y, evidentemente,
no es descabellado afirmarlo en el antecedente de esas otras Hermandades y
Cofradías actuales que llevan un mensaje de Dios más popular y asequible y que
tiene que ser enseñado a través de sus imágenes y en las calles. Las cofradías
de Mitra y las Hermandades de Pasión y Gloria. Ahí es nada, ¿verdad?
Continuando con estos remedos, no pastiches, de
la tradición universal y, en particular, en este simbolismo ancestral de la
Semana Mayor o Santa, el Mesías que llegará a lomos de un burro o una mula es
propio de muchas tradiciones y religiones mistéricas como el Zoroastrismo o
Mazdeísmo, y que Jesús uso en su entrada triunfal en Jerusalén, curiosamente en
nuestra Semana Santa, no en un pollino a secas, sino en su acepción femenina y
pequeña, Pollinica, desde la Dehesa para regresar a ella, flanqueado por el
primor restallante de la Hoya del Tajo que recoge y sintetiza en diamantes la
corona de Nuestra Madre Paloma o mensajera del Espíritu Santo. Y que luego Cristo
tiene que ser prendido y humillado y simbolizado en nuestro “caballo de San
Cristóbal”, trabajaderas trianeras para alambicar el sufrimiento; para ser
atado y conducido por fandangos gitanos, pétalos en Armiñán; traicionado y
detenido, antes demorado entre saetas o preces en el Huerto de Santa Cecilia,
pasos callados, susurrantes, delatores, el consuelo escrito en el cielo hacia
donde dirige Él su tristeza, hacia donde el Ángel exige el cumplimiento
inexorable del mito, hacia donde María desahoga su amor, duermen los discículos;
y, bajo ese cielo de terciopelo violáceo, tan cercano que se puede coger con
las manos y en él ser amarrado a la Columna, no hay Esperanza para revertir el
destino: “Padre, si quieres, aparta de mí
ese cáliz. Pero que no se haga mi
voluntad, sino la tuya”. El destino de la crucifixión, el sacrificio
atávico de Jesús y de todos los dioses y heraldos en el acercamiento a la
Unidad Primera. Infinitos desgarros de los azotes, coronado de espinas, herido,
insultado, golpeado, “Ecce-Homo”, Rey de los Judíos, INRI, “Igni Natura
Renovatur Integra”, cargando el madero de la vieja religión, la misma que nos
abrirá a la nueva, Vera+Cruz, obediencia de incienso y pasos que huelen a
música, música sacra, en una sordina donde resuenan más las bambalinas de las
penas, el toque seco del llamador que anuncia la sobriedad de la muerte. Y el
Señor de Ronda, en la noche más noche que en cambio se hace “Madrugá”, Padre
Jesús Nazareno, no es fácil el camino, cuestas exhortadas de guijarros grises y
dolores purpúreos, el arte y la emoción se hace tangible, se siente, estremece.
Noche de sombras, brunas, que chorrean por las calles y los ánimos, tenebrosa,
negro el rojo de la Sangre, que late por nuestros desasosiegos al ritmo cadencioso
y firme de tambor, una letanía monjil, de ultratumba, serpenteante como cadenas
por el suelo… Muerte que es un remedio, Remedios, un remedio que abre la Angustia,
la vuelta al regazo original, a la Madre, de donde nació y donde muere el Hijo.
Madre que es Soledad, obligada, la que nos hará acoger la necesidad de abrir en
nuestro dolor el resquicio para que entre la esperanza y… Resurrección. Él
vivió su Semana Santa y todos, uno tras otro, viviremos la nuestra a través de
Él, “Ecce Homo”, dice Pilatos; “he ahí al Hombre”, más allá o más acá del dogma
o el precepto que no puede coartar el sentimiento, las impresiones que unen el
suelo con el cielo. Recreamos año tras año en esta Semana Santa la Tradición
que en otros Tiempos, con otros ritos de igual denominador, hicieron otros
iniciados o buscadores o sintientes. Y me viene al caso, o a otro refrendo, el
concepto de la tríada, filosófico, religioso, inclusive científico, universal,
común, al igual que las tres partes del hombre -soma, psique, pneuma, cuerpo,
alma y espíritu- al igual que las tres potencias del alma -memoria,
entendimiento y voluntad-, al igual que los tres reinos de la naturaleza
-animal, vegetal y mineral-, al igual que las tres edades -infancia, madurez,
vejez-…; las tríadas egipcias, la babilónica, la del taoísmo, la celta, la
griega, la capitolina…; como los tres traidores que condenan a Jesús, para los
cristianos, para los gnósticos, para los masones, para nosotros mismos,
Judas-Pilatos-Caifás… Tríadas, indicaba, e insistiré cómo la trinidad cristiana
es mitráica (Padre Zeus-Ormazd, Mitra y toro) o con el mismísimo Triduo
Pascual: La introducción al Triduo (Jueves y Viernes Santo), en el que se
conmemora la muerte de Cristo; Sábado Santo, en el que se evoca a Cristo en el
sepulcro, y el Domingo de Pascua de Resurrección, hoy, y no llueve, solo
tañidos de campanas, la generosidad más oblicua del sol, Cristo que resucita a
los tres días, otra vez tres, tras morir en la cruz y ser sepultado en un
sepulcro dorado, barroco, de intrincadas filigranas que engendra el tamiz de
los ocasos en las piedras de las murallas, de la Iglesia del Espíritu Santo. “En la cruz..., ¿fue Cristo el que murió... o
fue la muerte la que murió en El? ¡Oh, qué muerte... que mató a la muerte!”
salmodia San Agustín en una marcha que restaña en los batanes del Castillo,
camino del Barrio San Francisco.
Aun
manteniendo mi postura de no creer en la nada, además de no aceptar la exclusiva
de este dogma de fe en aquello que, verdaderamente, no le pertenece porque de
hecho incumbe a todo, a la historia, al tiempo, a las religiones, al
inconsciente colectivo, a mí mismo, no voy a entrar, ni menos criticar o
ensalzar o postrarme de hinojos o cerrar los ojos, los oídos, la boca, los
sentidos, en la pátina religiosa que empapa, huelga que cristiana, insisto que
cristiana y omito que fundamenta, esta escenografía épica de la Pasión y
Resurrección de Jesucristo o el último de los héroes solares; tampoco, dentro de
esta memoria y credo fetichista, que lo es y aunque se rasguen las vestiduras los
de la tontería ecuménica, la trascendencia de su tradición, costumbrismo o
folclorismo. No. Dicho esto, diré que me encandila la Semana Santa, es la
fiesta que más me emociona y agrada de las que puntean el calendario; sin duda
alguna tiene mucho que ver en esto su escenografía, esa monumentalidad erigida
en torno al holocausto y el alarde, en un martirio que es muy hermoso y
sugestivo. Fascina esta pasión por el sufrimiento siquiera más que su mensaje
último de Amor, diáfano, que evoca la Resurrección del Cristo Cósmico o el
último de los Dioses Sol. ¿Por qué? “Quien
esté libre de culpa… que dé el primer mordisco”, vale que puede este revés del
versículo orillar la blasfemia, menospreciar la Palabra, no es mi pretensión;
solo pretendo un golpe de efecto para recalcar esta atracción por el
padecimiento, de los mártires o el sacrificio del Hijo del Hombre, ya que el
mismo Evangelio, tergiversado un poco o bastante, desaprueba o, en su defecto, el
propio Jesucristo. Carta a los Hebreos: “5
Por eso, Cristo, al entrar en el mundo, dijo: Tú no has querido sacrificio ni
oblación; en cambio, me has dado un cuerpo./ 6 No has mirado con agrado los
holocaustos ni los sacrificios expiatorios./ 7 Entonces dije: Aquí estoy, yo
vengo -como está escrito de mí en el libro de la Ley- para hacer, Dios, tu
voluntad” Esta tramoya “semanasantera”, exaltada por el gusto propio de una
antropología trágica, es quizás el instrumento para llegar a un grado de
conocimiento, de asimilación de la naturaleza ambigua de lo sagrado, con el que
poder canalizar mediante un ritual de purificación atávico aquello que,
desplegándose ante nuestros ojos, y efusivo, y violento, y penetrante, permite
a nuestro ser atormentado, desgraciado o confuso, alcanzar una determinada dimensión
que, según Sartre, a través de estas emociones que la sangre, la tortura y el
dolor nos despiertan, aprehender el mundo, aquella imposibilidad taumatúrgica,
o resintonizarnos en su frecuencia vital, en una conciencia incitada y, por
tanto, que comprende. Un icono, un símbolo, un mandala, una alegoría, mirar tras
el espejo cómo el sufrimiento ajeno actúa a modo de desgarro propio que nos
lleva al fondo de nuestro espíritu, al vacío, a la nada, para desde ahí,
desalojado lo innecesario, colmarlo de algo nuevo. He ahí, pues, la misma
clarividencia de Jesús de Nazareth agonizante en la cruz, subrayado también por
Nietzsche: “¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”
Indudablemente, sin dolor no existiría la conciencia, la que tiene que abrirse en
nosotros para conocernos, por interiorizar el conocimiento, uno mismo, en
primer lugar; y pronto, o al mismo tiempo, solo conociéndonos a nosotros mismos
reconoceremos y comprenderemos a los demás, a quienes nos rodean, en la
familia, en la religión, en la calle expresado en las lágrimas de ella, de él,
en la acera, al paso del desfile procesional, o en esos ojos de agua divisados tras
las rajas del capirote. En esta ciudad construida en torno a un abismo, el
Tajo, la escenificación del sufrimiento, en estos días de Semana Santa, se
construye en torno a otro abismo para tomar conciencia de lo Absoluto y, por
ende, de lo Original. Cada una de esas emociones, y más, apuntadas a lo largo
de estas complicadas palabras, son como una catarsis, creo que también lo
refrendaba Aristóteles, ya que a través de cada uno de estos pasajes de la gran
tragedia mística es posible, o a partir de ella, purgar o limpiar nuestras
emociones para darles un sentido, el significado de nuestra actitud ante la
Belleza y así ser penetrados por el Amor.
La
estética es fundamental, la música, la percusión de los tambores para provocar
el estado alterado de conciencia necesario, los hábitos chamánicos del ritmo y
la forma, su quietismo, la expectativa nunca dilucidada, el silencio y su
estruendo, lo tenebroso y la exaltación de la sangre, la sublimidad del
sacrificio. Galerías que se despliegan por calles y plazas, a la luz mágica de
los ocasos o de la hechicera luna, que vacían su expresión en verdeantes campos
desparramados bajo horizontes de cárdenos alcores, de atardeceres celestes con habilidosos
e inconformistas trazos rosados, esfumados en el incendio del sol por las cimas
de San Cristóbal, envueltos por el sofoco, en la confusión de emociones
impregnadas de incienso y el fuego de los cirios, los palacios de la memoria en
mitos del eterno retorno si por una vez aquel San Agustín negociase con este Mircea
Eliade de ahora y en la salvación de las almas o la inflexibilidad racional. La
exaltación de la emoción, que aun siendo colectiva es singular, de cada uno; porque
la Belleza exige su término particular, privativo, extremo o no ya es propio de
la intensidad con que se viva o en la que se muera, la que se escribe con diversas
caligrafías, eternas, ya que cada uno escribe la suya y cada uno comulga con su
sentimiento; son estos los misterios, tal vez dolorosos según ellos, tal vez
dolorosos según mi concepción de que solo con el dolor se puede abrir ese
resquicio en nuestro interior por donde entre lo nuevo, lo emocionante,… y a
los que trasciende sujeciones o interpretaciones de la psicología, de la
retórica, de lo divino o de lo profano, o de las que fueran. La trémula luz que
viste y desviste las sombras. Es, como Whistler dijera, “El arte que sucede” Y
es esto lo que me atrae, lo que me fascina, lo que me emociona de la Semana
Santa.
Y esta Semana Santa, la rondeña, comenzó muy bien, atractiva o sugerente
o como sería una excepción, quizás un desliz piadoso, al ridículo rigor
inmovilista que algunos, curia seglar o fariseos del templo en la calle,
persevera en imponer en todo y sobre todos. Miguel Lorca conjugó su entusiasmo cofrade,
vocal de cultos de la Hermandad del Santo Entierro, con su vocación y profesión
como maestro y coreógrafo, obsequiándonos el sábado 14 de Marzo con un notable
espectáculo de fusión entre danza, flamenco, música, sacra y marchas
procesionales, con la imaginería y simbolismo propios de la Semana Santa. De “Pasión”,
que así se llamó la obra, escribí la siguiente reseña en este blog: “…estética
bella, flexible, en contraluces de emoción, no sé si de genial sutileza, ni
atinada, normal los errores del estreno, la desigual fortuna, los nervios;
quedan las emociones, algunas mías, “Irremediable consuelo”, un cuadro
fascinante; máxime, con independencia de la calidad de su plasticidad, mi
admiración por el esfuerzo, el compromiso y cariño, contigo y con una parte de
tu substancia que culmina el Viernes Santo, el Domingo de Pascua; el valor, el
reto, el desafío, la valentía de hacerlo posible, la fusión del flamenco con la
simbología de la Semana Mayor; y de asentar este repunte artístico, innovador,
honesto, en la monotonía cerril, consumida, trillada, de gusto adocenado en la
idolatría al luto ancestral en su expresión más cristiana y ruidosa”. Miguel
Lorca es un joven temeroso de la religión, o por la consideración que tuviera
del espectáculo su intérprete más cercano, aliviado luego por la
condescendencia de aquel, normal en quien es amable y respetuoso; mas ya se
sabe: el clero tolera, pero vigila. De esto último supe en el otro evento que
destacaré de entre los fastos previos a la Semana Mayor, al final del Pregón de
la Hermandad del Santo Entierro de Cristo efectuado, mejor amenizado, por José
María Tornay Ruiz. Un pregón inusual a los que conforman ese abanico cerrado que
intenta abrirse por estas fechas, honrosas son las excepciones, por supuesto éste
de Tornay, transgresor a como suelen ser todos los pregones sin imaginación,
sin audacia, que interpretan con el dogma lo que solo puede ser glosado con el
sentimiento, con los colores de las emociones y la luz que tiene que abrirse al
desgarrarse los velos. El pregón de José María Tornay derramado en la
sorprendente acústica de la Iglesia del Espíritu Santo, acompañamiento musical
de “Entreamigos”, se abrió camino entre la incertidumbre y sorpresa inicial de
los asistentes, para abrazar en seguida cada uno de los latidos más
apresurados, más exigidos, más expectantes del corazón de los que llenábamos
los bancos, más entre los franciscanos, entre los ceporreros, porque latían
como solo hacen la memoria, las nostalgias, el sentimiento de identificación
con la tierra, con el Barrio, “ese que no
necesita nombre”, con sus tradiciones y ficciones y donde todos nos vemos
como en un espejo, en las pupilas empañadas de nuestros padres. El pregón o la
búsqueda del autor por sus experiencias y recuerdos de niño y adolescente en un
Barrio al que ahora vuelve, encuentra, se encuentra con sus rincones y sus
gentes, con las reminiscencias del ayer que vive hoy, y para amarrar definitivamente
su condición de hijo pródigo que jamás fue ausente. Retrató magistralmente la
peculiaridad de esta tierra que impregna a sus vecinos con una fraternidad
rústica, sincera, honesta, peculiar, indeleble, distintiva y expresada en sus
más elevadas expresiones colectivas y tradicionales: la Feria y el desfile del
Santo Entierro. La búsqueda y comunión de José María Tornay con un Barrio que
en última instancia, sin duda alguna la más importante, le llevó a reflexionar
y a cuestionar y reivindicar un mensaje de Amor que tiene que ser imperante a todo
y en todo, incluso en lo anecdótico de esta expresión religiosa de la Semana
Santa que hace sugestión y afección por el padecimiento de Cristo, y a lo que
anteriormente me he referido con innegable prestancia y ya no sé si penetrable.
Un magnífico y emotivo pregón el de la Hermandad del Santo Entierro. Al día
siguiente, por el contrario, 21 de Marzo, tuvo lugar el Pregón Oficial de la
Semana Santa de Ronda en el Teatro Municipal “Vicente Espinel”. Ciertamente no
defraudó el pregón a cargo de Jorge García González porque no supuso una de
aquellas gloriosas excepciones a las que antes me refería en el abanico cerrado
de estas líricas exaltaciones de nuestra Semana Mayor; ni por contenido, ni por
las incómodas y desafinadas inflexiones en los arrebatos del discurso o
predicación que debieron levantar más aplausos que indiferencia y que dejaron yerma
la emoción personal para doblegarse ante lo tópico, ante el dogma de lo políticamente
y religiosamente correcto. Meritoria la presentación del pregonero realizada
por Luis Candelas Lozano, presidente emérito de la Agrupación de Hermandades y
Cofradías de Ronda, en el genial encuentro entre lo taurino y lo semanasantero.
Finalmente, y lo más trascendente, llegó una Semana Santa como no habíamos
disfrutado en muchos años. Sol, gente, negocio, animación, expresión, calor,
atractivo, exotismo, penitencia, diversión, colorido, luto, extroversión,
recogimiento… y el desfile procesional de todas y cada una de nuestras Hermandades
que se lucieron e hicieron más grande la Semana Santa rondeña; siquiera con su
fallos, propios y ajenos (el nulo protagonismo que el martes santo se le da al
Cristo de los Espárragos en la pedanía de Los Prados, también es Ronda; se
rompió la magia en Armiñán y Puente Nuevo con los fallos en el apagado del
alumbrado público, o porque se encendió al paso del Silencio; el problema con
los horquilleros de los tronos del Ecce-Homo y Buen Amor, se resiente aquel
añorado balanceo señorial del paso del Señor de la Escala; la ociosa espera de
la Legión en Calle Tenorio –el Cristo apoyado en sillas de un bar- en un
zafarrancho parecido a cantina de cuartel y previo en el encuentro de las tres
imágenes en Plaza de España; el problema siempre suscitado y nunca resuelto en
cuanto a lo seguido de los desfiles procesionales de Vera+Cruz y Ecce-Homo en
Armiñán y Puente Nuevo, insufrible acoplamiento de dos maneras desemejantes de
asumir la penitencia...) pero son innúmeros los aciertos y esfuerzos y el
despliegue de emocionantes momentos, pinchazos en el interior, que nos hacen estremecer
con frenesíes y armonías ante la Belleza; pateando las calles de esta Ciudad
Soñada, las más antiguas, las que más memoria tienen, a la búsqueda o en el
reencuentro de imágenes de pasión en un océano de capirotes donde titilan las trémulas
llamas de los cirios, sorprendiendo las primeras oscuridades como una cuchillada
en el costado de crepúsculos de cromatismos versátiles, que guardan los misterios,
los sentimientos, en el sarcófago silencioso de la noche, solo roto por una
marcha procesional, “La Madrugá”, y el racheo de unos pasos que elevan su
penitencia por seguir viviendo al cielo.
F.J. Calvente
No creo que haya otro rondeño que viva la semana santa con más emoción e intensidad que tú... Muy bonito! Y muy currado
ResponderEliminarGracias. Son emociones.
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