“Cuando
la vida hace horas extras es fácil tomarse libertades”
Tres fueron los motivos
que me impulsaron a leer “El abuelo que
saltó por la ventana y se largó”. El primero: el título, tan alentador y
chocante, ¿o no? El segundo: leí un
artículo del autor donde decía que “los suecos también saben hacernos reír”. Y
como ya, amables lectores, vais conociendo mi gusto por la novela negra, son algunas
las críticas en este blog al aluvión sueco en torno al género policíaco (Mankell,
Lackberg, Larsson, Jungstedt…), sentí curiosidad por esta otra y exitosa
vertiente literaria. Y el tercero, aun con cierto escepticismo: cómo se han
vendido cinco millones de copias de esta primera novela de Jonas Jonasson.
Indudablemente, a renglón seguido, un libro “súper ventas” no significa que sea
un buen libro. De ahí mi recelo, pues atrás sucumbí y luego me indigné, por
poner un ejemplo de esta “manía” de abusivas ventas pilotadas por el faranduleo
rosa, con aquel infumable “La vida iba en serio” de Jorge Javier Vázquez y algún
que otro capricho, llemémoslo literario y siendo bastante generoso, de otros famosos
televisivos, como para perder un tiempo valioso leyendo a este otro espectáculo
de masas. Sobrevalorado, pues sí. Reconozco lo ingenioso, también entretenido,
y a que se lea bien. Vale que la novela empezó con garantía de mayores risas,
alguna carcajada espontánea capaz de asombrar, y como así fue, a quien tenía en
esos momentos al lado, para ir desinflándose pronto. Tanta anécdota presumiblemente
histórica, estrafalaria sin duda, me llegó a cansar, a aburrirme de lo que, en
algunos capítulos iniciales, me hizo reír y seguir con entusiasmo el relato.
“Allan
Karlsson no exigía gran cosa a la vida. Le bastaba con una cama, comida
suficiente, algo que hacer y, de vez en cuando, una copita de aguardiente. Si
tenía eso, era capaz de soportarlo casi todo”
“El abuelo que saltó
por la ventana y se largó”: Momentos antes de que empiece la pomposa
celebración de su centésimo cumpleaños, Allan Karlsson decide que nada de eso
va con él. Vestido con su mejor traje y unas pantuflas, se encarama a una
ventana y se fuga de la residencia de ancianos en la que vive, dejando
plantados al alcalde y a la prensa local. Sin saber adónde ir, se encamina a la
estación de autobuses, el único sitio donde es posible pasar desapercibido.
Allí, mientras espera la llegada del primer autobús, un joven le pide que
vigile su maleta, con la mala fortuna de que el primer autobús llega antes de
que el joven regrese y Allan se sube sin pensarlo dos veces, con la maleta
ajena a rastras. Aún no sabe que el joven es un criminal sin escrúpulos y que
la maleta contiene muchos millones de coronas. Pero Allan Karlsson no es un
abuelo centenario cualquiera (a lo largo de su vida ha coincidido, en una
sucesión de hilarantes encuentros, con Franco, Stalin o Churchill; además,
ayudó a Oppenheimer a crear la bomba atómica, fue amigo de la esposa de Mao y
agente de la CIA, siempre fiel a su absoluto rechazo a dogmas e ideologías).
Esta vez, en su enésima atropellada aventura, cuando creía que con su
jubilación había llegado la tranquilidad, está a punto de poner todo el país
patas arriba"
“Allan
los interrumpió para explicar que él sí había salido de Suecia para conocer
mundo, y que si algo había aprendido era que los conflictos más importantes e
irresolubles solían surgir de un: “tú eres idiota –no, tú sí que eres idiota –no,
el idiota eres tú”. La solución, añadió, consistía muchas veces en compartir un
par de botellas de aguardiente y luego mirar hacia el futuro”
En definitiva, la
historia como tal es original, disparatada, harto surrealista; de acuerdo que,
insisto, decae a medida del avance en la lectura, por su reiteración y por lo
predecible, como si alguien empieza a contar un chiste del que ya sabemos su
término. No es que sea aburrida, pero
desde luego tampoco entusiasma: tantos desvaríos y piruetas en torno a ese
abigarrado elenco de personajes históricos (Franco, Truman, Mao, Stalin…) resulta
una fantasmada ridícula. “Muy bien –dijo ella-
Entonces dedicaremos una tercera parte del dinero a la campaña electoral, otra
tercera parte a sobornar a los jefes de distrito, otra tercera parte a echar
mierda a nuestro rival y luego nos quedaremos otra tercera parte para vivir si
todo va mal” Claro que su pretensión es hacernos reír de lo absurdo, de lo “políticamente
correcto”, sacar unas cuantas sonrisas y alguna que otra carcajada, sin duda;
pero de ahí a que un escueto y anodino personaje, con una falta de respeto
absoluta por la vida humana o por la responsabilidad, a lo Forrest Gump sueco, influya
en la historia del Siglo XX, resta sensatez a la trama por muy divertida que
sea en sus rápidos e inesperados “gags”, deshilvanados y de una frivolidad desquiciada.
Esto influye en que de las dos historias del libro sea más interesante la actual,
el devenir del anciano el día de su centenario cumpleaños, su demencial huida con
unos compañeros extraídos de lo más degradado de la sociedad sueca; y
desconozco, en este orden de cosas, si el ánimo del autor fue expresar una sutil
crítica de ello, nada amable en todo caso. En fin, si se le quitara los pasajes más
cansinos, las revueltas, hasta dejarlo en casi la mitad de páginas, o sin el
casi, se podría decir que es un libro curioso, más que una parodia una
astracanada, ideal para pasar un rato entretenido, solo; aunque con un defecto
importante entre otros y referido a su centenario protagonista: el sexo. Allan
Karlsson aparece como alguien misógino, célibe, a quien no se le conoce, en su
dilatada existencia, relación sexual con nadie. Risas, sí, no muchas, pero
también un regusto amargo.
“La
vida había sido emocionante de principio a fin, pero no hay nada que dure para
siempre, salvo, tal vez, la estupidez generalizada”
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