Allá, en el cielo. La
manifestación, o la visión de un portento que tenía que sorprenderme o
destruirme. De acuerdo. Aguanté. Sufrí. Y admiré su predisposición con los ojos
de una lluvia que caía por mis adentros, con el tacto de un desasosiego que
encogía el pecho, la frente, cualquier ingratitud, con el regusto amargo y
dulce de lo fantástico, de lo enigmático, con latidos que no eran míos, o que
me trascendían, en silenciosos alaridos de desesperación y fascinación. Allá
estaba aquello, en el cielo negro. En el infinito firmamento. El fenómeno
asombroso, soberbio, tenebroso.
Mientras escribo, o lo
intento, sin importarme que me sigan o no, y lo siento, con la satisfacción de
sobrevivir a su benevolencia, recuerdo: De ser noche era de cuanto estaba
seguro. Noche de octubre o noche de Otoño. De lo que sucedió o vi al salir al
balcón, e idéntico a la razón, o al impulso, que me incitó, quizás obligó, a
salir al balcón, de esto, evidentemente, jamás estaría seguro, ni menos de uno que
de lo otro. Probablemente andaba al quite algún que otro amaño del destino,
alguna que otra relajación, rara, en la tensión de los hilos que manejan los
azares y decorados del mundo, o de la realidad, o a esta mi insignificante
proporción en el alarde de su eterna dimensión; o acaso pillé, in fraganti, al
propio universo en uno de esos momentos en los que se redefine, persevera, crea
o destruye para crear de nuevo, o diseña, o rectifica, reúne o pone en fuga, o
solamente imagina el sueño o las condiciones de cuanto está por encima de todo
entendimiento y sensibilidad, como el niño que descubre tras resquicios
materiales algunos secretos pudorosos de los adultos. Solo era noche. Y salí al
balcón.
El cielo, oscuro, pero
con esa humedad que me recordaba la iridiscencia en las paredes de una cueva de
Sijuela ante el foco trémulo de mi linterna en años que la nostalgia traen
ahora con más empeño que otros, y quizás en bálsamo para contrariedades o
contratiempos o caídas en esto que llamamos vivir, existencia, o en nuestros
intentos por imaginarla con suspirada dosis de felicidad o entre tanto con la
calma que destilan los años; de un sombrío azul, describía estaba el cielo,
dotado con esa evanescencia del tangible caos de un velo de nubes. Sentida
liviandad de un grave peso, extraordinario. Y allá, en un fragmento de la
inmensidad, con solo alzar un poco mi vista, poco más de un ligero levantar de
los ojos, del mentón, del cuello, arriba de la certeza de un tejado grisáceo de
tejas árabes y tiempos estancados, del caserón de las Lamas que, como ellas, como
las dos hermanas que en éste habitaban, con todas sus capas rehabilitadoras que
no simulaban el aire de decadencia orgullosa; arriba de la cal o cemento de su
fachada crujiendo en los tornasoles de unas luces que más parecían proceder de neones
de caramelos o panales repletos de miel eléctrica que de farolas ardorosas de
crepúsculos, por encima del tejado resignado y contiguo, y aunque podría estar a
una abrumadora distancia de años luz, el prodigio del momento, el instante
mágico de una épica sobrenatural.
Escalofríos como sierpes
espectrales recorrieron mi cuerpo, y no era a causa del frío de la noche, no
hacía frío, sino de las alarmas de mi ser que saltaron ante algo que con
seguridad me retraería o me desolaría al no poder considerar, aprehender era
imposible, todo lo que si bien veía, y padecía, por supuesto admiraba, estaba
muy por encima de lo que la vida o mi función en el universo admitiría o me
correspondería hacerlo o siquiera intentarlo. ¿Qué entonces? ¿Dejadme hacer? Tal
vez. Tantas veces antes y las que se sucederían por dejarme llevar en los
avatares de la realidad, conscientes o ideales, y por mucho que en estos
momentos me costara dejar mi mente en blanco. Olí unos versos sibilantes de
Baudelaire mezclados con el de mieses segadas y rocíos lloriqueantes que
tardaban más en consolarse al amanecer: “De
los cielos espirituales el/ inaccesible azur,/ Para el hombre abatido que aún/ sueña
y sufre,/ Se abre y se hunde con la/ atracción del abismo.” El abismo
oceánico de la noche. No es que ensayara una experiencia llamémosle mística,
no, ni mucho menos, en primer lugar no podría definir sus sensaciones, la
miasma de sus características o detalles, mías o de ésta o de mis propias en
aquella, ninguna, o a causa de que yo experimento lo que experimento, aprecio
lo que quiero, desprecio lo que ignoro o me supera, y con ello basta; y en
segundo lugar, a lo mejor porque era ajeno al sentido de ingravidez que se
apoderó de mí y en el que creí abandonar mi sostén en el también ingrávido mas
físico balcón, como un globo que escapara de la insegura mano del niño cuando
admiraba las vueltas del King-Kong en la reciente Feria del Barrio, y para dejarme
absorber o fundir o desaparecer en esa ventana inconmensurable que desgarró el
cielo.
De no ser por mis
fuertes manos sujetando los crudos hierros, más bien con la mano izquierda y ya
que la derecha todavía no está para proezas físicas importantes, o en el último
e imaginario sostén del canalón de enfrente, la geometría de hojalata con la
que recoger los llantos del cielo, a lo mejor hubiese sucedido mi disolución
quimérica o mi reestructuración concreta en la admirable circunstancia. No se
trataba, a sabiendas, y como si verdaderamente consiguiera ceñirla, de una sorprendente
luna que expandía su argentino fulgor en las nubes lindantes y que creaba la
sensación de abrirse una brecha luminosa, abundante de vaporosas aristas, en la
honda noche otoñal. El término “superluna” me viene grande, cierto, al igual
que el perigeo de la misma, del satélite, o ese punto más cercano entre éste y
la Tierra en su órbita elíptica, la luna llena o su lado opuesto a nosotros
respecto al Sol, o luna nueva entre la Tierra y el Sol… Grande, imponente vocablo
como de tratarse asimismo del eclipse total de Selene o alineaciones entre los
tres cuerpos siderales, y como el derroche de mi propia sombra y penumbra semejante
a la nuestra, a la de la Tierra en su magnitud astral, o de la sublime poesía
más que astronomía para señalar una luna de sangre. Barruntaba la pista, la
conexión, el subliminal alcance de su testimonio.
Una luna de sangre, ¿de
realeza?, no, no era carmesí su color, sino de un azulón metálico como las siniestras
profecías que se reflejan en los azogues de la historia, como había leído u
oído o quizás soñado, cuya concreción excepcional sucedió en estos días de
comienzo del otoño. En todo caso, presentí tratarse o cumplirse una prodigiosa
metáfora para entender o no deshacerme en otros maravillosos sucesos que, muy
de vez en cuando, aparecen en la vida para sorprenderme o para prestar la
atención que a estos urge. Debido a lo poco frecuente de este acontecimiento, reitero
en lo de la superluna o amarres posteriores o anteriores de su eclipse, en
ocasiones se desata una fiebre apocalíptica, de conspiraciones, de destrucciones,
de comienzo de una nueva era… etc, etc, etc… bla, bla, bla.... De ninguno modo
se trataba de esto. No. Por favor, ¿Qué?
Metáfora para otras
metáforas de lo usual y que a mí sirve, o intento, atestiguarlo; arriesgándome,
como Gregorio Samsa, a transformarme en algo tan diferente a mí que ya no sabría,
en esos momentos de duda o conmoción, cuál de los dos será mi ser real, en esta
mi necesidad, como Kafka, de consignar lo maravilloso que en sí mismo existe en
lo cotidiano. Inspiré esa atmósfera trascendente que se revestía de normalidad
tras la suculenta huella del pan recién horneado en la Panadería Alba, los
últimos indicios de las cenas de la vecindad que culebreaban en el ambiente
como las espirales del tabaco de noctámbulos en el bar de enfrente, ajenos a la
sutileza del momento o de mí mismo como un pájaro negro encaramado al balcón y con
el ánimo sucumbido a la locura del infinito. Expiré cuanto me sobraba de
prejuicios y miedos para poder ver, padecer y admirar nuevamente, desafiantemente,
la alegoría estampada en lo perpetuo de la noche, el desgarrón de la luna
derramando su sangre azul tras los esterilizados vendajes de unas frágiles
nubes. Entonces sentí, y comprendí con esa inexplicable intuición que igual resumía
mis emociones, algunos de sus significados que iban emergiendo en la memoria de
mi alma, en mi psique más amistosa. Iban de un extremo a otro, las imágenes
sintetizadas en ese fragor cósmico de la luna entre nubes infladas de noche,
como mi errabundo espíritu en aquella órbita elíptica de descubrimientos y conmociones,
hasta converger en el espacio de ese instante ilustrado en el cielo que
engarzaba a los dos extremos en el principio y el final de todas las cosas:
La luz sobreviviente
de un agujero negro y el estallido doloroso del amor en el pecho. La fisión
nuclear y otro estallido más doloroso de desamor en el pecho. Una supernova y
la furia desatada tras la resignación insoportable. Colisiones entre galaxias y
el agujero de la envidia en el cortocircuito de las neuronas del cerebro. La
estrella fugaz y la esperanza, como los sueños, que se hacen real,
experimentadas. Nebulosas mágicas y la embriaguez ante la belleza, unas letras,
esa música, estos colores, la mirada de esos ojos en los tuyos. El misterio de
la desaparición de bariones del universo y el sacrificio por lo ajeno que te
hace mejor persona. El calor extremo del Sol y la calidez de un abrazo amigo,
de un beso como la brisa de un atardecer de verano, de una sonrisa como el
cromatismo del ocaso. El frío extremo de la luna y la desconfianza artera, la
traición inesperada, el engaño dócil o la decepción doblada…
La conexión ancestral,
lo de arriba con lo de abajo, el macrocosmos de esa cicatriz luminosa del cielo
con mi microcósmico yo condensado en su hermosura, en su lastimosa belleza. Metáforas
de un claro de luna en la noche nublada.
Asomado en el balcón
de mi casa, allá, en el cielo.
F.J. CALVENTE
Me gusta tu metafísica de lo cotidiano.
ResponderEliminarNo sé si será metafísica lo que escribo, pero agradezco tus anónimas palabras.
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