“De esa predestinación malograda les ha quedado, a los dos, una
exasperada impaciencia del otro que, al no poder desembocar en el amor, se
satisfará o mejor se disolverá nadie sabe cómo. Lo probable es que un día u
otro encuentre una realización, sea la que fuere. Porque entre ellos no existe
una amistad ordinaria, con su ordinario intercambio de buenos sentimientos,
sino una verdadera pasión, con todos los caracteres, y aun con todas las
apariencias del amor”
No va a ser esta una reseña
positiva del libro, ni favorable, ni extensa (me agradecerán esto último),
porque “Días enteros en las ramas” (Seix Barral, 1970) de Marguerite Duras me
ha aburrido, en momentos me ha sulfurado, y, siquiera por ser un volumen breve,
no veía final a sus páginas. Será debido a las circunstancias de mi lectura, a
mi disposición lectora, a las impregnaciones de lecturas anteriores y todavía
presentes, vale; y eso que esperaba algo más, mucho, de estos tres relatos de
Duras, por lo cual mi receptividad no es que estuviese muy ajena, o contraria anticipadamente
a ellos.
Quise deleitarme con la
simplicidad del estilo de la novelista, guionista y directora de cine francesa y
no la encontré, o la encontré pero muy vacua; quise sumergirme en su
profundidad, pero su fondo era muy escaso, superficial, insustancial; quise
encontrar un mínimo destello creativo, el aspecto asombroso de aunar, como es propio
de otras narraciones (“El amante”), la sencillez dominante con una argumentación
poderosa, dura, pero o no las vi y porque mi perspicacia o agudeza estaban o
están ciegas, o no me inspiraron las narraciones tal prodigio narrativo. De los
tres relatos, “Días enteros en las ramas”, “Madame Dodin” y “La obra”, este
último fue el que más me atrajo, me gustó, y con todo el peso, y poso, negativo
por lo anteriormente expuesto.
No he visto, o no he sabido ver,
el mensaje que Marguerite Duras plantea sobre el conflicto esencial, el
conflicto existencial entre la voluntad del individuo y la insondable oscuridad
del mundo y de la muerte. Complejidad que parece solventarse, o vislumbrarse,
desde el amor inalterable de una madre por su hijo torcido por la indolencia y
el juego (“Días enteros en las ramas”), de una anciana portera por un joven
barrendero (“Madame Dodin”), la resignación invariable al momento, en el
presente, de una pareja que se encuentran en un hotel en vacaciones (“La obra”),
elementos o sentimientos con los que son posibles trascender o admitir el
camino que los salve y aunque tengan que sacrificar otras de sus más íntimas aspiraciones.
De acuerdo en reconocer, justo mencionarlo,
que para captar esas características o virtudes narrativas de Marguerite Duras,
como la autenticidad, tensión, o audacia, visibles para mí en otros textos, hay
que situarse en el momento, en el tiempo cuando escribe estas historias (1954),
o en su apreciación, loable, de escribir como quiere hacerlo, sin vanguardias,
modas, corrientes o tópicos, y como ella misma hace hincapié en su ensayo “Escribir”
del que ahora recuerdo y traigo: “Lo que reprocho a los libros en general es
que no son libres. Están fabricados, organizados, reglamentados. Libros
encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio”
No obstante, aquí he encontrado
eso, silencio, no he sentido o no he podido sentir ese momento de explosión
inicial, de estallido que precede a la reflexión, al discurso que fundamenta el
argumento. Otra vez será.
“Su pena tenía la juventud de las de los deseos contrariados de la
infancia y por ello mismo era extremada y sumergía su razón”
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