Ayer, alrededor de las ocho de la
tarde.
Refulgente y mágica luz
crepuscular, derramada hoy sobre la "Ciudad Soñada".
Hoy. Camino de Torremolinos.
Y luego la busqué, mi piedra, mi
piedra filosofal, entre la infinita miríada de las yacidas en la arena, en el
ocaso de tantas emociones endurecidas por la indiferencia y la decepción. La
busqué, mi piedra, en el indicio dejado por la alborada alquímica de la mañana,
en los guiños plateados, relumbrantes, cómplices, en los lomos de las olas que
lamían la playa, cuando se retiraba la espuma susurrante y me afligía en el
intervalo hasta la próxima: uno, dos, tres latidos de mi corazón y otro batir
de ola con sus lágrimas saladas como ciertas empresas irreconciliables con los
anhelos, uno, dos, tres... y registraba con avidez los fulgores arrancados en
los húmedos guijarros, silenciosos y pronto secos. Sin resultado,
sucesivamente. Regresé adentro, ni me despedí, con rencor o sumisión, de la
mar. ¿Decepcionado? No. Curioso. Quizás al entrever, en la honda respiración
del Mediterráneo, la señal, la escritura de la revelación que si no ponía fin a
mi búsqueda, la llenaba de esperanza, ahí, siempre, en los destellos
cristalinos, vivísimos, contentos, de mi hija, como esas curvas de felicidad
que dibujaban las olas en la arena.
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