“—Te haces una idea un poco simplista del amor. No consiste en una
serie de sensaciones independientes entre sí…
Pensé que así habían sido todos mis amores. Una emoción súbita ante un
rostro, un gesto, un beso… Instantes plenos, sin coherencia, a eso se reducía
todo mi recuerdo.
—Es otra cosa —decía Anne—. Un cariño constante, la dulzura, la
añoranza… Cosas que tú no puedes entender.”
Puedo entender, y entiendo, que la
novela breve “Buenos días, tristeza” (Tusquets, 2004), escrita con tan solo 19
años por Françoise Sagan en 1954 (su verdadero apellido era Quoirez, Sagan lo
tomó de un personaje de Proust de “En busca del tiempo perdido”), de la que hay
una innecesaria película dirigida por Otto Preminger en 1958 con David Niven,
Deborah Kerr y Jean Seberg, mereciera el enorme éxito que tuvo y tiene. Soy
consciente, además, del valor de esta obra por la época en la que se escribió,
esa particular y novedosa narrativa en torno a la crítica improvisada y
espontánea, desenfadada, propia de la célebre “Nouvelle Vague”, “Nueva Ola”, gala;
aunque también quiero recalcar hasta qué fácil resulta innovar y arriesgar
teniendo una acomodada posición, pues la autora, una jovencita de la alta
burguesía intelectual y económica francesa, disponía de todas las facilidades
para asegurar su talento y el éxito. Reconozco, al hilo, que no es una novela
ligera de pretensiones, un drama veraniego entre personajes que al común de los
mortales nos queda, por su ociosidad y poderío económico, bastante lejos; ya
que, sobre todo al final, por la hondura de ciertas reflexiones, concerniente a
la culpa y la responsabilidad en especial, abriga un panorama, que no se
enjuicia, acerca de esa vida de disipación propia a una clase social que vería y
vio con escándalo la historia escrita por una de las suyas, de su misma condición,
manteniendo un pulso, una resistencia a las ataduras éticas o morales, sociales
o políticas; y la que, por ser el tiempo que era, emergiera en portavoz, en la
letra y eco de la liberación de muchos adolescentes franceses y los allende a sus
fronteras, incluso hoy, en una reminiscencia de la irreverencia histórica contra
los discursos tradicionales enarbolando el placer y el albedrío. Reconozco, por
otro lado, la capacidad y técnica narrativa de Françoise Sagan, novela muy bien
escrita, de sencillo estilismo, cuidada la definición de sus personajes a
través de sus pensamientos, vanos y complejos, más en los de su protagonista, Cécile,
en un ejercicio de reivindicar la expresión individual sea en el universo que
se pretenda, en el matrimonio, la familia, la sexualidad, los estudios…
“Ciertas frases desprenden para mí un aura intelectual, sutil, que me
subyuga, por más que no las comprenda del todo.”
Sin embargo, y es mi opinión
personal, aun conviniendo en los anteriores detalles, considero sobrevalorada
esta novela. A lo mejor porque de leerla en francés, y de tener la fluidez básica
para hacerlo, sin duda alguna apreciaría los matices y construcción que no he
visto o apreciado en su traducción al castellano; o a que no me he puesto en
sintonía con la época en la que fue escrita; o a que ha influido, y mucho, mi
hastío ante lo que creo recurrente en numerosos escritores de basar exclusivamente
sus obras en las clases acomodadas, como si solo ellas fuesen susceptibles de
inspirar las mejores historias (Dostoievski en bálsamo. Eficaz); cansado de
estos panegíricos de ociosidad, despreocupación y disipación, de la frivolidad
que empapa la mayoría de sus páginas, su trama, ni laberíntica, ni compleja,
solo una pataleta rabiosa, un desahogo de la escritora contra el medio al que
pertenece; o a que Cécile, la joven y protagonista que narra esta historia de
celos obsesivos hacia su padre, de juzgar y jugar con los sentimientos de los
personajes, con sus miserias y pasiones, de planear el futuro de todos sin
contar con ellos, en ningún momento ha dejado de ser para mí una niña pija,
egoísta, hedonista, superficial en el respeto por los demás, caprichosa,
conformista con su presente despreocupado, irresponsable; si bien al final, en
lo que debería justificar el título de esta novela que hasta entonces no reparé,
en esa tristeza melodramática o existencial o filosófica, inflada de
responsabilidad y madurez, despunta con una fugacidad menesterosa; a lo mejor
debí leer este libro en momentos de incomprensión del mundo hacia mí y
viceversa, que por otro lado para esos contextos me viene bien con leer novela
negra; o a que por mis medios y responsabilidades no pueda meterme en la piel,
ni comprender, a este modelo de jóvenes que se empeñan en disfrutar la vida sin
obligaciones, con el interés puesto en el placer, y es que mis hormonas no
secundan ya tales sobresaltos o descaros; de hecho, cuando buscaba la excelencia
de unos “besos con sabor a sal” en imagen o sentido que valiera la belleza del
libro, además de su título tan sugestivo, incentivos para leer la novela y
favorecida por la opinión de una amiga, Roge Martín, solo encontré un remanso
literario de lo bien hecho, ameno, de lo que se lee fácil y pronto, sin más, que
no me dejó ninguna emoción o conmoción de las que se recuerdan en el tiempo o
incluso, tal era el caso de ella, como para releerla año tras año. Pero es mi
opinión personal.
“En una hermosa mansión a orillas
del Mediterráneo, Cécile, una joven de diecisiete años, y su padre, viudo y
cuarentón, pero alegre, frívolo y seductor como nadie, amante de las relaciones
amorosas breves y sin consecuencias, viven felices, despreocupados, entregados
a la vida fácil y placentera. No necesitan a nadie más, se bastan a sí mismos
en una ociosa y disipada independencia basada en la complicidad y el respeto
mutuo. Un día, la visita de Anne, una mujer inteligente, culta y serena, viene
a perturbar aquel delicioso desorden. A la sombra del pinar que rodea la casa y
filtra el sol abrasador del verano, un juego cruel se prepara. ¿Cómo alejar la
amenaza que se cierne sobre la extraña pero armónica relación de Cécile con su padre?
A partir del momento en que Anne, que había sido amiga de su madre, intenta
adueñarse de la situación, Cécile librará con ella, con el perverso
maquiavelismo de una adolescente, una lucha implacable que, a pesar suyo,
erosionará su vida y la conducirá lentamente al encuentro de la tristeza”.
No voy a recrearme más en el
argumento de “Buenos días, tristeza”. Una novela corta, o un cuento con moraleja
final, sí, dividida en dos partes, narrada en primera persona por Cécile y a lo
largo de las dos semanas que los personajes “descansan” en el Mediterráneo, en solaz,
inconstancia y una libertad muy peculiar, en las emociones descubiertas o emboscadas
de su protagonista, en especial con su padre, Raymond, y luego con Cyril,
muchacho con el que mantiene una relación, con Elsa, la amante del padre, y
Anne, amiga de su madre fallecida y en la que el padre encuentra un cobijo para
su madurez y sentido para el hogar. La primera parte abunda, asienta el
sentido, de este idílico estado en el que permanecen padre e hija, ese “exceso de vitalidad” o “necesidad furtiva” y ajenos o contrarios
al compromiso, a la fidelidad, al futuro…
“Sí, eso era lo que le echaba en cara a Anne, que me impedía quererme a
mí misma. Yo, hecha para la felicidad, la amabilidad, la despreocupación,
penetraba por su culpa en un mundo de reproches, de mala conciencia en el que,
demasiado inexperta para la introspección, me perdía yo misma. ¿Y qué me
aportaba Anne? Sopesé su fuerza: había querido a mi padre, lo tenía, nos
convertiría poco a poco en el marido y la hijastra de Anne Larsen. O sea, en
dos personas civilizadas, bien educadas y felices. Porque nos haría ser
felices”
Anne, no obstante, llega para
romper esta concepción de la existencia o para asentar el sentido de la
responsabilidad, el compromiso, la madurez y la consciencia; incluso Cécile,
amenazada por este cambio, siente cómo puede tratarse del momento idóneo para
confiar en la reflexión, en la introspección, de asumir la vida, el futuro, de
manera más trascendental y no como la “hermosa
y pura raza de los nómadas” que llevaban y en la que no concebían un mudar
de aires. Y es aquí, en esta segunda parte, donde comienza el peligroso y
destructivo juego de Cécile para cambiar las cosas y para que estas no cambien.
“Era absolutamente necesario reaccionar, recobrar a mi padre y nuestra
vida de antaño. Con qué encantos se me aparecían de repente los dos felices e
incoherentes años que acababan de pasar, esos dos años de los que tan pronto había
renegado el otro día… La libertad de pensar, y de mal pensar y de pensar poco,
la libertad de elegir yo misma mi vida, de elegirme a mí misma. No puedo decir
‘de ser yo misma’ puesto que no era más que un barro moldeable, pero sí la
libertad de rechazar los moldes”
La narración fluye por el egoísmo
y la irresponsabilidad de la adolescente, sin ponderar los peligros y el daño,
la idealización de un presente inamovible que termina, al modificarlo o
planearlo, con salirse de sus manos y romperlo todo, en una confusión de
emociones difícil de sobrellevar. “Por
primera vez en mi vida ese Yo parecía dividirse y el descubrimiento de
semejante dualidad me sorprendía enormemente”. Y llega el final en el que
se desvela, o apunta, el significado del tedio, la culpa y, esencialmente, de
la tristeza.
“Yo era el alma, el director de aquella comedia”, grita cuando observa
los primeros resultados positivos de su iniciativa y, un poco después,
refiriéndose a Raymond, confiesa “¡Qué fácil me resultaba dirigir sus
pensamientos!”
“Buenos Días, Tristeza”, es una
novela para la juventud, sobrevalorada si se saca de aquella o en quienes se
deslumbraron con la lectura siendo, como su protagonista, jóvenes y con cierta
incomprensión del mundo hacia ellos. Una novela con un mensaje quizás de lucha
o defensa, da igual, en pos de la libertad y el hedonismo; aunque en sí misma
sea una fuga al estar, de la condición social, y un compromiso con la
responsabilidad de la persona consigo misma y con la realidad.
“Sufría todos los horrores de la introspección sin, por ello,
reconciliarme conmigo misma.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario