“Morimos un poco, es cierto, con cada uno que al morir ya nunca volverá
a recordarnos. Así, ha de quedar incompleta mi memoria porque han muerto tantos
de los que la fueron creando por y para mí”
Jorge Luis Borges escribió “Que
un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron
más que a un tercero es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa
paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía” Y si es así, cuán difícil entonces
la autobiografía, recrear en forma novelada la memoria personal; tan arduo ya
no solo por el mismo ejercicio retrospectivo del autor, por la paciencia puesta
en rescatar los máximos detalles, por deslindar ficción de realidad, sueños y pruebas,
como si se tratara de erigir un complicado puzzle donde las piezas no terminan
de encajar como debiera, más si el dolor está presente en muchos de los recuerdos,
“las lágrimas ante la prepotencia de la
realidad”, y en el que el distanciamiento constituye una seria rémora para
ofrecer un contexto con las máximas garantías de plasmar lo vivido. Estas
miradas regresivas, y luego escritas, tienden la mayoría a una amable nostalgia
que atrae, estimula a volver a vivir esos episodios de una ingenuidad feliz, a recuperar
esas experiencias vitales. Las infancias, sin embargo, aunque así lo parezcan,
no son las mismas. No la del escritor catalán. Terenci Moix, que regala
perfectamente su infancia y parte de la adolescencia en este primer volumen de
sus memorias, “El peso de la paja 1: El cine de los sábados” (Planeta
DeAgostini, 2002), traza la línea para olvidar ese lapso, o para excusarlo, y dando
la sensación en el lector de estar frente a una tragicomedia de Fellini o
Rosellini o Wilder. De hecho, el cine constituye el leitmotiv de su existencia,
desde esta temprana edad, tanto que experimentó la vida según el cine la
aspiraba, ideó su existencia a través de las historias proyectadas en una
pantalla de esos cines de los sábados de su infancia y adolescencia; además, y
no por ello menos importante, la provocación, o la causa ineludible para el
motivo de sus historias más tarde relatadas. Imprescindible lectura para
conocer, y entender, al Terenci Moix escritor desde la infancia de aquel Ramón
Moix que siempre quiso ser un niño. Entender al hombre hecho de cine y soledad,
aquel “enfant terrible” de la literatura.
“Lo único que distingue a una infancia entre todas las demás es la
capacidad de transgredirla. Ya sea por la genialidad, ya por la estupidez, el
transgresor infantil surge entre sus coetáneos y les domina, erigiéndose en
centro absoluto de una creación que sólo a él pertenece y que los demás no
están en grado de comprender.
Así nace a la opinión ajena el niño raro. Y así se prepara para el
futuro el adulto extravagante, el eterno experto en exilios interiores. Uno de
los caminos más seguros para acceder a la soledad”
Este libro es una joya literaria,
como muchos de los ensayos y novelas de Terenci Moix. Para mí, teniéndole por
mi escritor preferido, y admirado, me resulta muy comprometido realizar una
reseña sobre una de sus creaciones con cierto margen, y justicia, de
objetividad y porque asimismo es objetiva la tremenda hermosura de la
subjetividad de su prosa, la belleza de su manera de contar las cosas. Tantas
que te atrapa en un abrazo extraordinario para dejar de ser un lector ajeno y
ser él o en él y en las sensaciones de lo que en esos momentos lees y sientes ya
como algo propio. Y es aquí donde encuentro lo sensacional de la letra de
Terenci Moix, que te abruma, te absorbe, te empequeñece ante una grandiosidad
casi imposible, te provoca un desasosiego interior, pasmoso, un pellizco en las
entrañas, conmovedor, una emoción sincera e intensa, marcada, como en
excepcionales ocasiones he encontrado en otros literatos y en otras obras. “¡collons, collons, collons!”. Y aquí,
en este libro, más en su último capítulo, ha vuelto a dejarme fascinado, en un
impacto que te llega directamente al corazón, donde intuyes la escritura del
alma, la sublimación de la melancolía y la soledad, la de una inabarcable
tristeza, tan vivas, tan expresivas, tan auténticas. Pero tengo que hacerlo, o
intentarlo. Y qué mejor al afrontar esta opinión que dejar al escritor y
académico Pere Gimferrer, amigo de Moix, con estas palabras subrayadas en la
contraportada del libro: “Puede leerse como un digest anecdótico y documental de una época, pero es mucho más que esto;
es una auténtica obra de arte, insólita por su coraje e implacable por su
lucidez” Y continua así la sinopsis: “En efecto, con una falta de pudor inusual
en las letras españolas, Terenci Moix aborda el empeño más arriesgado de su
carrera: mostrarse plenamente mientras bucea en lo más profundo de su
identidad. En una infancia dominada por el cine, realidad y fantasía establecen
un juego sorprendente y cuyo objetivo es descender a lo más profundo de una
sexualidad atormentada e inconformista, El cine de los sábados –primer título
de estas memorias- traza asimismo un ambicioso fresco de la vida española
durante los años cincuenta y sesenta”
“Aprendí a leer el cine antes que a entenderlo, a atrapar el impacto de
un signo antes que su significado. Y esos impactos repetidos permanecieron
fijos en mi recuerdo con la misma fuerza que aquella amable esfinge desde cuyas
garras una Cleopatra juguetona se burló del imbatible Julio César”
Semblanza autobiográfica de
Terenci Moix, con el corazón en la mano, valiente, calibrada en su estancia en
Roma ya más maduro, pergeñada por los recuerdos de la infancia, familiares,
condicionados por la pasión, y obsesión, de las películas que le acompañaron de
niño. El recuerdo de su primera comunión no sería tal si no fuera por cierto y
personal “remake” del “Robin de los bosques” con Errol Flynn y Lady Marian, por
ejemplo; su admiración a Diana Durbin, Eleonor Parker, Lana Turner… “Los amores mueren, los afectos traicionan,
la propia obra envejece. Sólo el cine se queda y manda” La forja del héroe,
la personalidad del niño edificada en las dobles sesiones, los sábados por la
tarde, de los cines de su barrio, junto a sus tías, comandadas por la tía
Custodia, y las cestas de merienda que llevaban a la sala para hacer más grata
la sesión y la atracción, en “el ágora desde
donde se inicia a la vida”.
“el trasplante de la realidad a mi espíritu sólo es anécdota que se
estrella frente a la sensación de que imito continuamente a la vida, sin
conseguir interpretarla”
La perfecta recreación de los
barrios de trabajadores de la Barcelona de los años cincuenta y sesenta, en esa
época de posguerra en la que echa a caminar Ramón Moix. Un pequeño universo en
el que gravitaban las callejuelas, la cordialidad, los pequeños comercios y
artesanos… El autor nació en un comercio de pinturas, cercano al Barrio Chino,
y donde muy pronto conoce y siente esa realidad vital, de placeres prohibidos y
conductas desordenadas, en sus padres, vecinos… Y con esa mirada, aterradora y
fascinada, más allá de los límites de su universo particular, hacia esa otra
Barcelona del Ensanche, la de los barrios altos… y la que emerge de las
imágenes animadas en los cines. Todo ello relatado de manera amena, desnuda,
abierta, sin dobleces, sensorial y sensible.
“Tanto afecto no excluye que sintiese necesidad de herirle
profundamente cada vez que necesitaba probar el suyo. Desde entonces, sólo he
sido capaz de calibrar el amor de los demás si éstos sufren por mí. Como si en
cada amante hubiera un Cristo y en todo amor un Gólgota terrible, que necesito
experimentar, a mi vez, para sentirme vivo”
El periplo del niño Ramón Moix
por aquel mundo en torno a “el peso de la paja”, su jardín privado, por los
colegios públicos, por los privados, laicos y religiosos, describiendo con
mordacidad el sistema educativo imperante en el franquismo, reprimido,
tradicional, severo, manipulado por la iglesia. “En estos ámbitos, la religión determina el único onanismo que ha de
resultar perdurable. Pero es siempre el lado más oscuro de la religión, el que
tiene como base los sufrimientos, el sacrificio, el derramamiento de sangre en
nombre de un ideal superior. Las criaturas que me obsesionan pasan, así, por
una entrega absoluta de su cuerpo a la divinidad, y sólo en ella justifican su
cualidad de titanes que jamás encontraremos en la vida real”
“Pero el efebo de Mérida no entiende de resurrecciones ni tiene
necesidad de disfrazarse para parecer mítico. Participa plenamente de la
primera ley de la juventud, que no es otra que la urgencia. Exige el instante,
no el ensueño. No busca como yo el espejismo de la realidad. Está en ella y,
desde ella, gobierna”
Rodeado por otro universo
femenino, madre, tías, primas y vecinas y hasta las prostitutas a donde su
padre le llevaba con seis años, este raro y “repelente” niño, el pequeño
Ramonet, se manifiesta en toda su ostentación, empleando su sagacidad para manipular
a cualquiera que quede rendido por su ocurrencia y tiernos rasgos. Del mismo
modo, o influido por ello, el niño comienza a despertar a la sexualidad, tan
confusa en una sociedad tan obtusa y retrógrada, tan incriminatoria, unida del
mismo modo a la idealización o mitificación que el propio cine influye en su
naturaleza. El tema de la sexualidad trasciende a su ambigüedad, lo que después
supondría una búsqueda interminable sin reglas ni definiciones.
“He pasado mi vida buscando al compañero. No al amante, porque no sé
amar. No al bacante, porque no sé gozar. Sólo esa mezcla de idealismo que la
propia búsqueda va convirtiendo lentamente en mito. Por lo tanto, inalcanzable.
Por lo tanto, una nueva negación de la vida”
El recorrido por una infancia que
no es como todas las infancias, que a lo mejor reitera los mismos miedos, en
los mismos prejuicios, de acuerdo; pero que no concuerda en los sueños, ni
siquiera en las desdichas, teñidas por la soledad y la vitalidad de una
fantasía alcanzada en la magia del cine, la única que puede dar sentido a la
infancia, a su vida, y acallar la desesperación de las angustias, de la
tristeza agónica, para imponer la autoridad, la personalidad de sí mismo.
Aunque sea “la memoria de infancias
lejanas se limita a ser mera arqueología del dolor presente”
“Porque sólo hoy acepto lo que en Roma no conseguí comunicar a Ricardo,
lo que sólo Livio supo: que ningún cuerpo vale lo que una fantasía, ninguna
ciudad lo que su literatura, ningún amor lo que la idea del amor”
Una joya literaria, insisto. Una
obra fundamental para concebir la genialidad de Terenci Moix. Ahí está el
germen, la causa, de su alma de niño, de dejar de llamarse Ramón y ser Terenci,
la pasión por Egipto y por el cine… “Y,
al comprobar que, a los veinticuatro años, continuaba dependiendo de aquellos
fetiches, entendí hasta qué punto las imágenes que conmovieron nuestra infancia
se convierten en perversas alcahuetas de nuestros deseos futuros” Un libro
que impacta, por su narración, por la hondura de su reflexión y emoción; más en
su final extraordinario, sentido, desgarrador, conmovedor… insuperable. Imprescindible.
“Cuando las obras humanas se revelan tan efímeras, cuando las ideas
huyen con el viento y el amor sólo es un asesinato perpetuamente renovado;
cuando se sabe, por fin, que todo en el mundo es locura, todavía hay dos cosas
que exigen un respeto. Los pavorosos abismos de un alma en soledad y la
infinita misericordia de los sueños”
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