Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 27 de noviembre de 2016

LETRAS DE AGUA POSADAS EN EL RENGLÓN DE HIERRO DE LA BALCONADA


¿No has tenido en ocasiones la sensación apremiante de querer hacer algo y no saber qué o cómo? ¿No has tenido en ocasiones la experiencia de ver algo y asociarlo inmediatamente, sea de manera subconsciente, con otra cosa, emoción o contexto? Estas son las metáforas de lo cotidiano, fantasías con las que la rutina se despereza o tiñe de asombro a su propia persistencia. La última y mía sucedió anoche. Después de llegar de Pujerra. De una misa de difuntos, sí, pero con tiempo de fundirme en los veneros de bronces, cobres y crepúsculos incendiados de su arrebatador paisaje. De aspirar el aire húmedo y áspero, de quemas y escarchas, de una acogedora ausencia. Sintiendo allí que yo soy más yo. Horizonte de castaños donde encontrarse es fácil, perderse una bendición. Y esto ya lo escribí ayer. Lo que no escribí sucedió luego, tras la vuelta entre nieblas, lluvia y confusión. Un libro ya leído. Un nuevo libro aún ignorado. ¿Cuál? Ganas de escribir. Ganas urgentes, exigentes. Ganas. El vacío que hay que llenar. El hambre que hay que satisfacer. Inquietud. Sin que, primero, el cursor del ordenador deshonrara el fondo blanco con un solo carácter, con una única letra que tendría que anteceder a otras, muchas o pocas dependía de la intensidad de la exhalación de mi necesidad. De la necesidad de escribir. En seguida la demora del bolígrafo, mi fiel Bic negro, la imposibilidad siquiera de emborronar con líneas, dibujos y sin saber dibujar, o con una alteración de palabras sin sentido, la última hoja cuadriculada del cuaderno escolar de mi hija Inés. Nada. Querer y no poder y porque para poder necesitaba saber qué o al menos un vislumbre para emprender su reunión o despropósito. Y eso que la tarde-noche, de intensas lluvias e intenso frío, resguardado al calor de la mesa camilla, el televisor mudo, bienaventurados los móviles solo por esto de entretener a mi familia y dejarme dueño de mí, es decir distante y a gusto, sea por un breve lapso y despreciando los demás por su abducción tecnológica e irreal trato, era idónea. Yo abría los ojos desde mi sillón a las otras tintas derramadas con prontitud en la calle, tras los cristales acribillados de lágrimas prendidas o salpicaduras que huían a los primeros y opacos y todavía renuentes fulgores de las farolas con sus ocasos rebajados. Las condiciones, insisto, inmejorables para la escritura. Y con todo, nada. Nada. Y no siendo la primera vez que me sucedía esto, aspirar a algo, o a estos estímulos literarios, con la misma intensidad de ignorar cómo, la impaciencia, adolorida, enervante, igualmente me impedía enjugarla o contraponerla en la confianza de cierta y fortuita disposición del destino, de esa a que los temas se resuelvan solos o de cualquier vacuidad con la que me conformaba para llenar de letras la pantalla, la libreta, y de esta manera aliviar mi zozobra. No insistiré. Descuida. Tampoco voy a justificar al hecho de querer levantarme del sillón y ponerme en pie, pero me levanté y me puse en pie y fui hacia el balcón. Este balcón desde donde solo yo veo la inmensidad del universo; y también tú o cualquiera con el suyo, mas si de querer pueda o tenga y así pretenda o no, requiera o no, compartirlo, su lugar privativo, otro y sorprendente, y de lo que allá se le muestre o revele o sueñe. No hay nadie que no disponga de su espacio tras el que expandirse al universo que se le antoje. Abrí el balcón en un momento, o a lo mejor ese momento se hizo entonces, en que la borrasca concedía o se concedía una pausa o un respiro para continuar en lo que le es propio a todas las borrascas, llover. El fresco me sacudió con fuerza, contundente, en una flagelación aguda, atizada de manera elegante, efectiva, sin remilgos, cruda. Mi familia se quejaba del ventanal abierto, mi familia me gritaba por el frío que entraba, mi familia me insultaba por mi locura de abrir y mantener abierta la hoja de la ventana. Los móviles expectantes, del mismo modo me chillaban al unísono, muecas de asombro en sus pantallas lucíferas. Cerré la lámina de cristales y aluminios. Antes, un segundo, en un abrir y cerrar los ojos, no hacía falta más, o mucho, solo el suficiente para observar la sucesión de gotas de lluvia suspendidas como murciélagos trasparentes, babosas petrificadas, como perlas licuadas, de los fierros negros del balcón. La fotografía, cierto, la realicé después, sin el veto inquisidor de mis mujeres. No había luz en la calle. La noche sin definición. Pero esto fue más tarde de cuando al prestar atención en las gotas de agua, trémulas en su balanceo por un imperceptible vientecillo del norte, mi mente trajera unos versos de Julio Cortázar. Versos con los que, libremente y reconociendo que con desmerecimiento y aunque a mí me guste o así los vaciara o con ellos modelara otras palabras (ya me conocen) sin filtros, sin límites, con todos sus retruécanos, barroquismos y adjetivación agravada e imperativa removidos en mis entrañas, hiciera lo que ambicionaba hacer y no supiera o pudiera hacerlo. La identificación del poema del creador de Rayuela con mi incauta pretensión narrativa, en otra de esas metáforas a las que me refería muy arriba de esta parrafada, con las palabras, con las letras, posadas en el renglón de hierro de la balconada. Las gotas que podían ser pájaros u otras alegorías y todos en la prosapia de un léxico con la que escribía el otoño un no sé qué de prontas mudanzas. ¡Vaya! Pájaros, gotas de lluvia, en un alambre, en los barrotes de mi balcón, en la página recreada del ordenador, palpable en la libreta, hacían las palabras, imágenes de letras. Acudí, con esa disposición obsesiva de asentar el deseo, de expelerlo o comunicarlo para que alguna vez fuera recuerdo, al ordenador, el cuaderno de mi hija Inés había sido previa y premeditadamente escondido o alejado de mi tentación al desahogo retórico. Y una vez de nuevo sentado en el sillón, caldeado por el rescoldo eléctrico bajo la mesa camilla, miré la pantalla, sonriente como en quien se lanza a un desafío, a una apuesta, sabedor de su ganancia, de su victoria, reconocí la simulación del folio blanco, dispuse los dedos sobre el teclado, vi tras la barra vertical y discontinua del cursor o caminante virtual el signo de interrogación que había escrito, seguido de… No has tenido en ocasiones la sensación apremiante de querer hacer algo y no saber qué o cómo?

“Ahora escribo pájaros.
No los veo venir, no los elijo,
de golpe están ahí, son esto,
una bandada de palabras
posándose
una
a
una
en los alambres de la página,
chirriando, picoteando, lluvia de alas
y yo sin pan que darles, solamente
dejándolos venir. Tal vez
sea eso un árbol
o tal vez
el amor.”
(Julio Cortázar)



© F.J. Calvente

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