¿No has tenido en
ocasiones la sensación apremiante de querer hacer algo y no saber qué o cómo?
¿No has tenido en ocasiones la experiencia de ver algo y asociarlo
inmediatamente, sea de manera subconsciente, con otra cosa, emoción o contexto?
Estas son las metáforas de lo cotidiano, fantasías con las que la rutina se
despereza o tiñe de asombro a su propia persistencia. La última y mía sucedió
anoche. Después de llegar de Pujerra. De una misa de difuntos, sí, pero con
tiempo de fundirme en los veneros de bronces, cobres y crepúsculos incendiados
de su arrebatador paisaje. De aspirar el aire húmedo y áspero, de quemas y escarchas,
de una acogedora ausencia. Sintiendo allí que yo soy más yo. Horizonte de
castaños donde encontrarse es fácil, perderse una bendición. Y esto ya lo
escribí ayer. Lo que no escribí sucedió luego, tras la vuelta entre nieblas,
lluvia y confusión. Un libro ya leído. Un nuevo libro aún ignorado. ¿Cuál? Ganas
de escribir. Ganas urgentes, exigentes. Ganas. El vacío que hay que llenar. El
hambre que hay que satisfacer. Inquietud. Sin que, primero, el cursor del
ordenador deshonrara el fondo blanco con un solo carácter, con una única letra
que tendría que anteceder a otras, muchas o pocas dependía de la intensidad de
la exhalación de mi necesidad. De la necesidad de escribir. En seguida la
demora del bolígrafo, mi fiel Bic negro, la imposibilidad siquiera de
emborronar con líneas, dibujos y sin saber dibujar, o con una alteración de
palabras sin sentido, la última hoja cuadriculada del cuaderno escolar de mi
hija Inés. Nada. Querer y no poder y porque para poder necesitaba saber qué o
al menos un vislumbre para emprender su reunión o despropósito. Y eso que la
tarde-noche, de intensas lluvias e intenso frío, resguardado al calor de la
mesa camilla, el televisor mudo, bienaventurados los móviles solo por esto de
entretener a mi familia y dejarme dueño de mí, es decir distante y a gusto, sea
por un breve lapso y despreciando los demás por su abducción tecnológica e irreal
trato, era idónea. Yo abría los ojos desde mi sillón a las otras tintas
derramadas con prontitud en la calle, tras los cristales acribillados de
lágrimas prendidas o salpicaduras que huían a los primeros y opacos y todavía
renuentes fulgores de las farolas con sus ocasos rebajados. Las condiciones, insisto,
inmejorables para la escritura. Y con todo, nada. Nada. Y no siendo la primera
vez que me sucedía esto, aspirar a algo, o a estos estímulos literarios, con la
misma intensidad de ignorar cómo, la impaciencia, adolorida, enervante, igualmente
me impedía enjugarla o contraponerla en la confianza de cierta y fortuita
disposición del destino, de esa a que los temas se resuelvan solos o de
cualquier vacuidad con la que me conformaba para llenar de letras la pantalla,
la libreta, y de esta manera aliviar mi zozobra. No insistiré. Descuida. Tampoco
voy a justificar al hecho de querer levantarme del sillón y ponerme en pie,
pero me levanté y me puse en pie y fui hacia el balcón. Este balcón desde donde
solo yo veo la inmensidad del universo; y también tú o cualquiera con el suyo, mas
si de querer pueda o tenga y así pretenda o no, requiera o no, compartirlo, su
lugar privativo, otro y sorprendente, y de lo que allá se le muestre o revele o
sueñe. No hay nadie que no disponga de su espacio tras el que expandirse al
universo que se le antoje. Abrí el balcón en un momento, o a lo mejor ese
momento se hizo entonces, en que la borrasca concedía o se concedía una pausa o
un respiro para continuar en lo que le es propio a todas las borrascas, llover.
El fresco me sacudió con fuerza, contundente, en una flagelación aguda, atizada
de manera elegante, efectiva, sin remilgos, cruda. Mi familia se quejaba del
ventanal abierto, mi familia me gritaba por el frío que entraba, mi familia me
insultaba por mi locura de abrir y mantener abierta la hoja de la ventana. Los
móviles expectantes, del mismo modo me chillaban al unísono, muecas de asombro
en sus pantallas lucíferas. Cerré la lámina de cristales y aluminios. Antes, un
segundo, en un abrir y cerrar los ojos, no hacía falta más, o mucho, solo el
suficiente para observar la sucesión de gotas de lluvia suspendidas como
murciélagos trasparentes, babosas petrificadas, como perlas licuadas, de los
fierros negros del balcón. La fotografía, cierto, la realicé después, sin el
veto inquisidor de mis mujeres. No había luz en la calle. La noche sin
definición. Pero esto fue más tarde de cuando al prestar atención en las gotas
de agua, trémulas en su balanceo por un imperceptible vientecillo del norte, mi
mente trajera unos versos de Julio Cortázar. Versos con los que, libremente y
reconociendo que con desmerecimiento y aunque a mí me guste o así los vaciara o
con ellos modelara otras palabras (ya me conocen) sin filtros, sin límites, con
todos sus retruécanos, barroquismos y adjetivación agravada e imperativa removidos
en mis entrañas, hiciera lo que ambicionaba hacer y no supiera o pudiera
hacerlo. La identificación del poema del creador de Rayuela con mi incauta pretensión
narrativa, en otra de esas metáforas a las que me refería muy arriba de esta
parrafada, con las palabras, con las letras, posadas en el renglón de hierro de
la balconada. Las gotas que podían ser pájaros u otras alegorías y todos en la
prosapia de un léxico con la que escribía el otoño un no sé qué de prontas
mudanzas. ¡Vaya! Pájaros, gotas de lluvia, en un alambre, en los barrotes de mi
balcón, en la página recreada del ordenador, palpable en la libreta, hacían las
palabras, imágenes de letras. Acudí, con esa disposición obsesiva de asentar el
deseo, de expelerlo o comunicarlo para que alguna vez fuera recuerdo, al
ordenador, el cuaderno de mi hija Inés había sido previa y premeditadamente
escondido o alejado de mi tentación al desahogo retórico. Y una vez de nuevo sentado
en el sillón, caldeado por el rescoldo eléctrico bajo la mesa camilla, miré la
pantalla, sonriente como en quien se lanza a un desafío, a una apuesta, sabedor
de su ganancia, de su victoria, reconocí la simulación del folio blanco,
dispuse los dedos sobre el teclado, vi tras la barra vertical y discontinua del
cursor o caminante virtual el signo de interrogación que había escrito, seguido
de… No has tenido en ocasiones la sensación apremiante de querer hacer algo y
no saber qué o cómo?
“Ahora
escribo pájaros.
No
los veo venir, no los elijo,
de
golpe están ahí, son esto,
una
bandada de palabras
posándose
una
a
una
en
los alambres de la página,
chirriando,
picoteando, lluvia de alas
y
yo sin pan que darles, solamente
dejándolos
venir. Tal vez
sea
eso un árbol
o
tal vez
el
amor.”
(Julio
Cortázar)
© F.J. Calvente
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