A estas alturas de la noche, del
tiempo transcurrido por sus estampas otoñales, la escala de do mayor, tan
básica, tan menesterosa, después de la primera hoja o clave de sol, o la
siguiente de fa, me ayudaba no solo a la derivación de las demás escalas, sino a
atenuar mi turbación por la excepcionalidad de esta música para la estación más
hermosa, en un frenesí de los descubrimientos interpretados y los que aún retoñarían
en este fundidor de magias cuya manifestación llegó tarde y temprano se marcha.
Antes de nada, anduve unos pasos
por la noche deslizada en la alameda, esclarecida por unas luces artificiales, las
que saltaban entre pequeños charcos de lluvia que hacía poco se fundían en
platas y ahora practicaban los primeros albores o las quemas más ardientes del
ocaso. Todo ajustado en un crepúsculo melodioso, con cierta adulteración por la
agudeza de las farolas, pero que arrojaban a la cal, a las sombras, al mármol,
y especialmente a las hojas o a los registros musicales, la dulzura de su
ardor, la transparencia como la miel de su voz. Antes de nada, escribía, caminé
hasta que me detuve en un lado del parque infantil. Mutismo o descanso entre
las hojas, las notas, los ensayos adicionales, las afinaciones y desafinaciones
en el totum revolutum de su orquestado albedrío; y acaso, y curioso, o
paradójico, por estar ausente el compositor, el director de orquesta o el ángel
ausente o colmado de extrañamientos, vacío el banco, calladas las notas, en una
colocación atenta a lo que decía la partitura, a lo que musitaba.
Y con mi estupor por la calma de
las notas, extendida a las ramas de donde procedían, me dejé llevar una vez más
por su consejo, por su locución, a interpretar o de cómo ver, desde allí, la
partitura, o en esos instantes la escala de do. Partitura que a la sazón o por
caso sonaba a “Les feuilles mortes”, la obra de dos grandes genios, el
compositor Joseph Kosma y el poeta Jacques Prévert. Bien cierto era que, aunque
las hojas no estaban muertas, sin duda, daban la impresión de ser con su mudez,
con su serenidad, precisamente, de recuerdos a los que se lleva el viento. Y
aunque el cantante Yves Montand popularizara la canción, yo la oía en la
versión de Frank Sinatra.
Las notas, las hojas dispersas por
el suelo del parque infantil, incluso en los columpios en los que veía mi
lejana niñez, quizás por algo que leí una vez sobre ese trágico momento en el
que me pregunté sin posibilidad de retroceder si sus cuerdas eran seguras,
apuntaban a la primera nota de la partitura, el do grave, enmarcado en un reluz
vigoroso, en la sombra que vino a agregar una línea oscura al pentagrama. Una
raya, una línea, el corte de negrura que atravesaba la cabeza de la hoja, del
registro. De haber sido una nota más grave, más líneas se añadirían para
circunscribirla. No era motivo. Así que me paré a auscultar las ocho notas de
la escala de do, como si imaginara la plaza transformada en un teclado, con sus
líneas de mármol en teclas blancas de piano. Y es que era la única manera no
solo de ver, sino de entender a la música, esa música, la que sonaba y me
atrapaba y la que tenía que experimentar.
Y a esa mi intención de interpretar
la escala de do sucumbí, a lo mejor obviando, desoyendo las notas de blues que
en definitiva portaban la substancia de este otoño, para observar la colocación
de éstas, a tararear el “do” de esa hoja, el “re” de aquella, el “mi” de otra
hoja… en un canto visual, en un solfeo por los registros visuales, a verlos y a
escucharlos, o a cantarlos, inconscientemente. Primero empecé a canturrearlas
muy despacio, para mí, como si cada nota encerrara un secreto universal al que
no podía dejar escapar, o aprehender, o a que se diluyera en los remansos
húmedos de luz y música, o a como si dilucidara un arcano señalado tras un
jeroglífico iniciático del siguiente y significativo tenor: el “do” agudo al
final de la última línea y el “do” grave al final de la segunda línea, las
medias, las notas blancas. Luego 1-2-3-4 por las negras, los cuartos de nota. Y
esto plasmado en un pergamino antiguo, con un pentagrama donde aparecía pintado
la señal de unos pasos discontinuos como notas, de cruces, en la indicación de
un valioso tesoro… el hermético poder de la lengua de los pájaros u otro pujante
Grial acústico.
Y si en un principio tarareaba las
notas para mí, pronto las fui enunciando en voz alta, “Do-Re-Mi”, mientras
miraba y sonreía a las hojas con su refulgencia musical dorada, a las notas de
la escala. Y resuelto ya interpretaba la canción compuesta por Rodgers y
Hammerstein II para la película “Sonrisas y lágrimas” (“The sound of music”),
en la que la institutriz Julie Andrews enseña a los niños Von Trapp:
“DON-
es trato de varón
RES-
selvático animal
MI-
denota posesión
FAR-
es lejos en inglés
SOL-
ardiente esfera es
LA-
al nombre es anterior
SI-
asentimiento es
Y
de nuevo viene el DO
DO-DO-DO”
Y hasta que llegaron los
instantes en que la canción infantil se deslió, poco a poco, de la misma
partitura trazada sobre la Alameda, irrumpiendo la evidencia de “Les feuilles
mortes” con Sinatra, previo al blues, al Jazz, la melodía de doce compases que
jamás llegó a desaparecer, a irse o a volver, de lo viejo o de lo nuevo.
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