Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 20 de diciembre de 2016

PARTITURA PARA ESTE FINAL DEL OTOÑO (IX)



A estas alturas de la noche, del tiempo transcurrido por sus estampas otoñales, la escala de do mayor, tan básica, tan menesterosa, después de la primera hoja o clave de sol, o la siguiente de fa, me ayudaba no solo a la derivación de las demás escalas, sino a atenuar mi turbación por la excepcionalidad de esta música para la estación más hermosa, en un frenesí de los descubrimientos interpretados y los que aún retoñarían en este fundidor de magias cuya manifestación llegó tarde y temprano se marcha.

Antes de nada, anduve unos pasos por la noche deslizada en la alameda, esclarecida por unas luces artificiales, las que saltaban entre pequeños charcos de lluvia que hacía poco se fundían en platas y ahora practicaban los primeros albores o las quemas más ardientes del ocaso. Todo ajustado en un crepúsculo melodioso, con cierta adulteración por la agudeza de las farolas, pero que arrojaban a la cal, a las sombras, al mármol, y especialmente a las hojas o a los registros musicales, la dulzura de su ardor, la transparencia como la miel de su voz. Antes de nada, escribía, caminé hasta que me detuve en un lado del parque infantil. Mutismo o descanso entre las hojas, las notas, los ensayos adicionales, las afinaciones y desafinaciones en el totum revolutum de su orquestado albedrío; y acaso, y curioso, o paradójico, por estar ausente el compositor, el director de orquesta o el ángel ausente o colmado de extrañamientos, vacío el banco, calladas las notas, en una colocación atenta a lo que decía la partitura, a lo que musitaba.

Y con mi estupor por la calma de las notas, extendida a las ramas de donde procedían, me dejé llevar una vez más por su consejo, por su locución, a interpretar o de cómo ver, desde allí, la partitura, o en esos instantes la escala de do. Partitura que a la sazón o por caso sonaba a “Les feuilles mortes”, la obra de dos grandes genios, el compositor Joseph Kosma y el poeta Jacques Prévert. Bien cierto era que, aunque las hojas no estaban muertas, sin duda, daban la impresión de ser con su mudez, con su serenidad, precisamente, de recuerdos a los que se lleva el viento. Y aunque el cantante Yves Montand popularizara la canción, yo la oía en la versión de Frank Sinatra.

Las notas, las hojas dispersas por el suelo del parque infantil, incluso en los columpios en los que veía mi lejana niñez, quizás por algo que leí una vez sobre ese trágico momento en el que me pregunté sin posibilidad de retroceder si sus cuerdas eran seguras, apuntaban a la primera nota de la partitura, el do grave, enmarcado en un reluz vigoroso, en la sombra que vino a agregar una línea oscura al pentagrama. Una raya, una línea, el corte de negrura que atravesaba la cabeza de la hoja, del registro. De haber sido una nota más grave, más líneas se añadirían para circunscribirla. No era motivo. Así que me paré a auscultar las ocho notas de la escala de do, como si imaginara la plaza transformada en un teclado, con sus líneas de mármol en teclas blancas de piano. Y es que era la única manera no solo de ver, sino de entender a la música, esa música, la que sonaba y me atrapaba y la que tenía que experimentar.

Y a esa mi intención de interpretar la escala de do sucumbí, a lo mejor obviando, desoyendo las notas de blues que en definitiva portaban la substancia de este otoño, para observar la colocación de éstas, a tararear el “do” de esa hoja, el “re” de aquella, el “mi” de otra hoja… en un canto visual, en un solfeo por los registros visuales, a verlos y a escucharlos, o a cantarlos, inconscientemente. Primero empecé a canturrearlas muy despacio, para mí, como si cada nota encerrara un secreto universal al que no podía dejar escapar, o aprehender, o a que se diluyera en los remansos húmedos de luz y música, o a como si dilucidara un arcano señalado tras un jeroglífico iniciático del siguiente y significativo tenor: el “do” agudo al final de la última línea y el “do” grave al final de la segunda línea, las medias, las notas blancas. Luego 1-2-3-4 por las negras, los cuartos de nota. Y esto plasmado en un pergamino antiguo, con un pentagrama donde aparecía pintado la señal de unos pasos discontinuos como notas, de cruces, en la indicación de un valioso tesoro… el hermético poder de la lengua de los pájaros u otro pujante Grial acústico.

Y si en un principio tarareaba las notas para mí, pronto las fui enunciando en voz alta, “Do-Re-Mi”, mientras miraba y sonreía a las hojas con su refulgencia musical dorada, a las notas de la escala. Y resuelto ya interpretaba la canción compuesta por Rodgers y Hammerstein II para la película “Sonrisas y lágrimas” (“The sound of music”), en la que la institutriz Julie Andrews enseña a los niños Von Trapp:


“DON- es trato de varón
RES- selvático animal
MI- denota posesión
FAR- es lejos en inglés
SOL- ardiente esfera es
LA- al nombre es anterior
SI- asentimiento es
Y de nuevo viene el DO
DO-DO-DO”


Y hasta que llegaron los instantes en que la canción infantil se deslió, poco a poco, de la misma partitura trazada sobre la Alameda, irrumpiendo la evidencia de “Les feuilles mortes” con Sinatra, previo al blues, al Jazz, la melodía de doce compases que jamás llegó a desaparecer, a irse o a volver, de lo viejo o de lo nuevo.

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