Y de improviso cayó la noche.
Quebrados los últimos albores, ahora se escondían en la alameda dorada, no
perdían el deslumbre de su historia o de su huella, no había noche que apagara
el otoño de las hojas ni día que compitiera en viveza, ni siquiera en los
turbadores ocasos o en las esperanzadoras madrugadas. Unas luces en derredor de
la plaza, un pie de cuatro fanales a unos pasos de la fuente, recuerdos de
luces frías, en prólogos de auroras y puestas de epílogos; pero manteniendo el tinte
desteñido que parecía envolverlo todo en un aura de irrealidad más acentuada, reflejadas
en las líneas de mármol, en las líneas del pentagrama, en la cal rociada en la
esquina de unas casas. Solo las murallas parecían haber claudicado su fortaleza
a las sombras de la noche, de una textura azur y honda, abriendo sus portones,
sus linternas, las impregnaciones de gestas gloriosas que las acercaban a
nuestros alejamientos, o nos acercaban a lejanías que una vez fueron íntimas y
ahora memorias.
Las calles silenciosas.
La partitura seguía dinámica, viva.
El pentagrama, sin embargo, irradiaba en la noche el valor de los silencios, y
las hojas, aún auríferas y lúcidas, en registros o signos musicales, en notas
con sus armaduras de clave, de tonalidad, con sus alteraciones de bemoles,
sostenidos y becuadros, con las ligaduras menos intensas, conforme, y de articulaciones…
es decir, con todos los rasgos de una interpretación que seguía siendo música,
pero ya no El Otoño de Vivaldi. Nada tenía que ver el que no oyera o no supiera,
desde allí, de la continuación o no de la algarabía sin sentido en el parque
infantil, de su desorden adicional, de la iconoclastia sonora al tempo y a la
dinámica. No. Concebí en mi alma, o en mi propio manual de instrucciones con el
que la música me daba vida, que no se trataba de un Adagio en forma de su
expresión; quizás por el color de las notas, por la lumbre de la hojarasca, por
un viso de la escarcha más presente y que traía el calor no solo de un retumbo heroico
sino de una intimidad bizarra. El pentagrama, las notas, la partitura,
acentuaba una sugerente cadencia de Jazz.
Respiré con intensidad el frío de
la noche, como si con su pureza buscara la identidad de un sonido que tenía que
ver con la expresividad, quizás con la identificación de su instrumento, y no
por la estética del escenario. La disposición de las hojas, de las notas, en
las cuadrículas y en el mármol, en el pentagrama, empezaba a mis pies con un
“si” bemol mayor y terminaba en un “si” bemol menor. Homónimos, entonces, podía
encontrar muchos, más allá del sonido y fraseo. Incluso en la improvisación,
por supuesto, en la estructura de los acordes, en los solos de unos árboles
fantasmagóricos, negros y demacrados, en las hojas con destellos de acordes,
los que tildaban la armonía o sus escalas, en unas guías a las que veía y me
invitaban a seguir, las líneas de mármol como centelleantes rieles de un
pentagrama de swing, bebop, hard bop o cualquier innovación rítmica y armónica
o ajustada al jazz tradicional, a un blues de doce compases o a una estructura
AABA, “rhythm changes”. Jazz.
“Autumn in New York”, cantada por
Billie Holiday.
Volví a respirar con hondura, con
la misma de la noche, paladeando la música que sacudía mi interior, mi sueño,
su “verso”, su “puente” como personificación de cada uno de sus arreglos e
improvisaciones, como sostenes creativos en los que mi alma se expresaba y
participaba de la esencia universal, o la propia de este otoño; con sus
armonías, soplos, teorías y rendiciones, con sus acordes y escalas, mayor,
melódica menor, disminuida y de tonos enteros. Y me dejé conducir por la
melodía, por su ritmo, por ambos, arriba y abajo, a un lado y a otro,
tarareando, armonizando con mis pies, con mis manos, con mi imaginación, y como
si sostuviera y tocara un saxofón, o una trompeta, mientras otras hojas, como
un colchón armónico, componían un compás de percusión de batería, o de
guitarra, o bajo, o piano. Fascinado.
“They're making me feel,/ I'm home” Cantaba y me estremecía con Billie
Holiday. “Ellos me están haciendo
sentir/ Como si estuviera en casa” Letras que oía y también leía como
garabatos, como un desfile de hormigas en las líneas del pentagrama, embozadas
entre las hojas, entre las notas o los registros musicales. “Dreamers with empty hands/ May sigh for
exotic lands/ It's autumn in New York/ It's good to live it again” Música y
letras que me trasportaban a un lugar, a ese punto en las encrucijadas de mi
vida en el que solo era yo o yo como el Todo, como mi Barrio. “Soñadores con manos vacías/ Pueden suspirar
por tierras exóticas/ Es otoño en Nueva York/ Está bien vivirlo de nuevo”.
Quería y podía en esos instantes vivir, amar de nuevo mi realidad, atemperar
mis circunstancias y trascenderlas, fundirme en la esencia de la noche, de la
Alameda, convertirme en música y despedir al otoño de la única manera en que
podía sentirlo, a creerlo, siendo otoño, siendo nostalgia, siendo
improvisación, siendo conciliador, siendo mediador, siendo un elocuente
silencio…
Silencio.
El momento se presentó idóneo,
irrenunciable por comprender cómo la música que oía con embeleso no solo estaba
construida con unas notas o con esa legión de hojas esparcidas por la plaza.
Los huecos entre las hojas en el piso de guijarros, los espacios entre las
notas, abarcaban silencios que no eran mudos, silentes, sino que traían vida,
movimiento a la música.
Miré la partitura de la Alameda, y
al igual que las hojas, que las notas, los silencios se aferraban a espejeos
que se escribían con determinados símbolos que definían su duración concreta.
Geometrías moldeadas por una luz pajiza que mantenía alejado el desconocimiento
de los velos negros de la noche, de la entelequia, en la complicidad de las
ramas de los árboles como afilados dedos que sostenían los útiles para trazar,
para dibujar las formas, simetrías y planas: Aquel rectángulo inmediato,
colgado de la cuarta línea, un silencio de redonda; o aquel otro y próximo, en
la tercera línea, al monumento del diestro Pedro Romero, un silencio de blanca;
más al centro, más lejanos, en líneas curvas más o menos zigzagueantes,
silencios de negra; y allí o allá las barras inclinadas con sus ganchos y
corchetes de la nota contigua.
Silencios musicales.
Los silencios, en lo que durante el
día fue un ambiente lleno de caricias, la noche los convertía en aprecios con
la fisonomía de pálidos escalofríos de fascinación y estremecimiento.
Las notas de blues duraban
empapándome, implantando tensión en cada uno de los choques de sus acordes, en
cada oscilar suave, como caricias, como roces de las hojas en el suelo, en el
aire, de unas con otras, en armonía, el blues, para acompañar la melodía. Una
elasticidad sorprendente que no amenazaba con romperse, la que jamás se fragmentaría,
condescendiendo a la tensión armónica de la música; exaltando una sonoridad
dramática que me permitía ser un “soñador con las manos vacías”, con toda
la emoción de vivir de nuevo este Otoño recién llegado y que ya se marchaba con
sus expectaciones en absoluto satisfechas.
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