Entonces me quedé solo. San
Francisco de Asís, o su espíritu franciscano, ceporrero, atravesó la puerta de
Almocábar como si volviera a la vida desde la muerte, en una resurrección de
entre los muertos para traer la dicha de la música nueva. Me paré por recelo.
Me paré por miedo. Me paré por la discordancia ambiental que trasladé a la
musical y como no podía ser de otra manera: la notación mensural blanca como
una alegoría armoniosa de aquel cielo plomizo, bajo, y pronto lloroso, ni un
recodo azul, y la notación actual por la que venía o caminaba entre las hojas o
registros musicales colocados en el pentagrama de la explanada. Los contrastes
eran agudos. De ahí la incertidumbre, y temor, por el cielo, por los llantos derramados
que realzaban la venerabilidad de la cantería de la muralla, como un dique
terroso en la retirada de la marea, la de un mar de sollozos inconsolables, de
los suspiros de ausencias que se desvanecían en un tiempo implacable; por la
falta de “abertura”, de las “barras” como las que seguía en mi transitar por la
plaza, las hojas que abrían sus compases, con sus alteraciones y ligaduras. Cierto
que los ásperos trapicheos en las tonalidades del nublado indicaban cierta
dinámica, de aquella entretejida en lo más fuerte o más flojo, en lo más rápido
o más lento; pero el silencio, el tiempo omitido, hacía imposible trazar al
menos un pentagrama, u otro nuevo y donde disponer las volátiles voces, en el
trazado de una partitura versátil y evanescente.
Mi salvación llegó con un resplandor,
con un sobrecargado crepúsculo detenido en el follaje del quejigo que tenía
enfrente y al que tenía que llegar, en una sensación de reunión de todos los
incendios para los ocasos que habían tenido lugar y sucederían casi al lado,
arriba de las estribaciones de las Cuevas de San Antón, de la Virgen de la
Cabeza, por entre las sierras peladas y cárdenas; en la miríada de las hojas
amarillas que además cubrían el pentagrama y hacían que las últimas limaduras
de mi recelo, de mi miedo, se desvanecieran primero por el asombro y luego ante
una fascinación inevitable.
Oía la música, en todo su detalle, o
alarde, y sus silencios. Un cuerpo compacto, cohesionado, dorado y esplendente.
La música, aunque no daba oportunidad a la perplejidad, como un todo armónico y
excepcional, trababa, brotaba de la unión de todas las auríferas hojas. Y tanto
en cuanto cada una de ellas, en su función, en su autonomía, en la fijación a
su lugar en el pavimento, en el pentagrama, con sus voces singulares concebían
algo único y la reunión de todas, pues, un hecho prodigioso. Unas a otras de
las numerosas notas individuales, los ganchos de las hojas como líneas gruesas
que atravesaban las plicas de la partitura, escribían la lógica áurea, la
complejidad de unos vínculos entre las notas negras para alcanzar y producir
una única y fantástica entidad musical, otro nombre y sentimiento para este
Otoño al que dábamos su adiós.
Oía la música, reconozco que aún no
me dejaba manejar por su sensación, sino que prestaba más atención al engranaje,
a su fábrica, a su maquinaria: a las ligaduras y a los puntos, a cómo los
corchetes reducían la nota a la mitad, contraponiéndose en su misma función con
el punto, o a la inversa, colocado a la derecha de la cabeza de las hojas, de
la nota, de los registros a los que aumentaba la mitad de la duración de su
valor originario. Por otro lado, o una consecuencia de lo anterior, el ambiente
se llenaba de caricias, como si las ramas de los árboles, espigadas en los
chopos, arrancara de mi piel placenteras fugacidades. Y en su intensidad, en
la magnitud del roce, infería la música o los resultados cadenciosos, tenues,
del punto después de una nota blanca, en un valor de media nota más un cuarto
de nota; o en sus retiradas, ligeras, en este caso el punto después de una nota
negra o el valor de un cuarto de nota más un octavo de nota,… y en las que los
enveses de las bruñidas hojas se retorcían con ternura por el mimo de la brisa
que dejó de ser enrevesada y se hizo responsable y comprometida, con la belleza
de una composición musical con la que se envolvía el entorno en todos sus
tiempos.
Y cada vez que la brisa suspiraba y
hacía caer una, dos, algunas pajizas hojas de las ramas, en un balanceo
armónico hasta unirse con las otras en el pentagrama, entre las líneas de mármol
y los casi imperceptibles desfiles solidificados de los grises guijarros en el
suelo, las ligaduras entre ellas, al igual que los puntos pero sin
abstracciones ni originalidades, aumentaban el valor de las notas originales de
manera explícita. Y mucho que así lo sentía en los acordes de éstas, ligadas
entonces entre sí mediante líneas curvas en las cabezas de las mismas. Y de las
hojas o registros que resolvían con arte los problemas de encaje en el espacio
del compás, en una serie de traslados entre pautas de las duraciones sobrantes
y a los que el vientecillo colaboraba con su tiento, en un sostenido armonioso
excepcional, advertía el tipo de sonata y su emoción única.
La paleta con colores, los
rojos, verdes, amarillos… o los que por lo mismo eran cálidos, optimistas y
recogidos…; trazos de ligaduras de una cabeza a otra de las hojas,
relumbrantes, disintiendo desde su lado contrario al de las plicas con la
oscuridad de la piedra legendaria de las Murallas, del vano boquiabierto de la
Puerta de Almocábar por el que la historia absorbía los otros fuegos del otoño.
Y emergía la música en solaz de la leyenda, de mi búsqueda, o de mi integración
con la belleza de la partitura sostenida por la plaza para esa flauta dulce,
violín y cuerda, que oía y con los que soñaba. Antonio Vivaldi. Las cuatro
estaciones. El Otoño. Primer movimiento del Concierto nº 3 en fa mayor de “Il
cimento dell´armonia e dell´invenzione”. No era un Allegro, por un silencio elocuente,
por la calma en la que se entregaba el hermoso escenario, o ninguno de los dos,
sino el Adagio intermedio que escuchaba y con el que me emocionaba como pocas
veces antes en mi vida o ésta que camina por sus propias letras.
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