Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 20 de diciembre de 2016

PARTITURA PARA ESTE FINAL DEL OTOÑO (VII)



Entonces me quedé solo. San Francisco de Asís, o su espíritu franciscano, ceporrero, atravesó la puerta de Almocábar como si volviera a la vida desde la muerte, en una resurrección de entre los muertos para traer la dicha de la música nueva. Me paré por recelo. Me paré por miedo. Me paré por la discordancia ambiental que trasladé a la musical y como no podía ser de otra manera: la notación mensural blanca como una alegoría armoniosa de aquel cielo plomizo, bajo, y pronto lloroso, ni un recodo azul, y la notación actual por la que venía o caminaba entre las hojas o registros musicales colocados en el pentagrama de la explanada. Los contrastes eran agudos. De ahí la incertidumbre, y temor, por el cielo, por los llantos derramados que realzaban la venerabilidad de la cantería de la muralla, como un dique terroso en la retirada de la marea, la de un mar de sollozos inconsolables, de los suspiros de ausencias que se desvanecían en un tiempo implacable; por la falta de “abertura”, de las “barras” como las que seguía en mi transitar por la plaza, las hojas que abrían sus compases, con sus alteraciones y ligaduras. Cierto que los ásperos trapicheos en las tonalidades del nublado indicaban cierta dinámica, de aquella entretejida en lo más fuerte o más flojo, en lo más rápido o más lento; pero el silencio, el tiempo omitido, hacía imposible trazar al menos un pentagrama, u otro nuevo y donde disponer las volátiles voces, en el trazado de una partitura versátil y evanescente.

Mi salvación llegó con un resplandor, con un sobrecargado crepúsculo detenido en el follaje del quejigo que tenía enfrente y al que tenía que llegar, en una sensación de reunión de todos los incendios para los ocasos que habían tenido lugar y sucederían casi al lado, arriba de las estribaciones de las Cuevas de San Antón, de la Virgen de la Cabeza, por entre las sierras peladas y cárdenas; en la miríada de las hojas amarillas que además cubrían el pentagrama y hacían que las últimas limaduras de mi recelo, de mi miedo, se desvanecieran primero por el asombro y luego ante una fascinación inevitable.

Oía la música, en todo su detalle, o alarde, y sus silencios. Un cuerpo compacto, cohesionado, dorado y esplendente. La música, aunque no daba oportunidad a la perplejidad, como un todo armónico y excepcional, trababa, brotaba de la unión de todas las auríferas hojas. Y tanto en cuanto cada una de ellas, en su función, en su autonomía, en la fijación a su lugar en el pavimento, en el pentagrama, con sus voces singulares concebían algo único y la reunión de todas, pues, un hecho prodigioso. Unas a otras de las numerosas notas individuales, los ganchos de las hojas como líneas gruesas que atravesaban las plicas de la partitura, escribían la lógica áurea, la complejidad de unos vínculos entre las notas negras para alcanzar y producir una única y fantástica entidad musical, otro nombre y sentimiento para este Otoño al que dábamos su adiós.

Oía la música, reconozco que aún no me dejaba manejar por su sensación, sino que prestaba más atención al engranaje, a su fábrica, a su maquinaria: a las ligaduras y a los puntos, a cómo los corchetes reducían la nota a la mitad, contraponiéndose en su misma función con el punto, o a la inversa, colocado a la derecha de la cabeza de las hojas, de la nota, de los registros a los que aumentaba la mitad de la duración de su valor originario. Por otro lado, o una consecuencia de lo anterior, el ambiente se llenaba de caricias, como si las ramas de los árboles, espigadas en los chopos, arrancara de mi piel placenteras fugacidades. Y en su intensidad, en la magnitud del roce, infería la música o los resultados cadenciosos, tenues, del punto después de una nota blanca, en un valor de media nota más un cuarto de nota; o en sus retiradas, ligeras, en este caso el punto después de una nota negra o el valor de un cuarto de nota más un octavo de nota,… y en las que los enveses de las bruñidas hojas se retorcían con ternura por el mimo de la brisa que dejó de ser enrevesada y se hizo responsable y comprometida, con la belleza de una composición musical con la que se envolvía el entorno en todos sus tiempos.

Y cada vez que la brisa suspiraba y hacía caer una, dos, algunas pajizas hojas de las ramas, en un balanceo armónico hasta unirse con las otras en el pentagrama, entre las líneas de mármol y los casi imperceptibles desfiles solidificados de los grises guijarros en el suelo, las ligaduras entre ellas, al igual que los puntos pero sin abstracciones ni originalidades, aumentaban el valor de las notas originales de manera explícita. Y mucho que así lo sentía en los acordes de éstas, ligadas entonces entre sí mediante líneas curvas en las cabezas de las mismas. Y de las hojas o registros que resolvían con arte los problemas de encaje en el espacio del compás, en una serie de traslados entre pautas de las duraciones sobrantes y a los que el vientecillo colaboraba con su tiento, en un sostenido armonioso excepcional, advertía el tipo de sonata y su emoción única.

La paleta con colores, los rojos, verdes, amarillos… o los que por lo mismo eran cálidos, optimistas y recogidos…; trazos de ligaduras de una cabeza a otra de las hojas, relumbrantes, disintiendo desde su lado contrario al de las plicas con la oscuridad de la piedra legendaria de las Murallas, del vano boquiabierto de la Puerta de Almocábar por el que la historia absorbía los otros fuegos del otoño. Y emergía la música en solaz de la leyenda, de mi búsqueda, o de mi integración con la belleza de la partitura sostenida por la plaza para esa flauta dulce, violín y cuerda, que oía y con los que soñaba. Antonio Vivaldi. Las cuatro estaciones. El Otoño. Primer movimiento del Concierto nº 3 en fa mayor de “Il cimento dell´armonia e dell´invenzione”. No era un Allegro, por un silencio elocuente, por la calma en la que se entregaba el hermoso escenario, o ninguno de los dos, sino el Adagio intermedio que escuchaba y con el que me emocionaba como pocas veces antes en mi vida o ésta que camina por sus propias letras. 

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