San Francisco de Asís, al igual que
el otoño, abandonaba a regañadientes el óleo de cal ardiente de las casas del
Barrio para enfrentarse a la sobriedad del invierno exhalada por entre las
piedras de la Muralla. Con su báculo de cruz asentado con firmeza en el podio
de la fuente, el santo echaba un paso adelante, con expresión seria, mientras sujetaba
con la otra mano, con ademán receloso, quien sabe si no los secretos de la
estación o la métrica de su arcana música. En la pila de quietas aguas, del
color apacible del océano en estas fechas, esmeraldas, como un espejo donde no
me veía y tampoco tenía miedo ni de verme ni de no verme reflejado, un soplo
removía su superficie con ondas que deshacían su azogue, y con las que me convencí
del paso del tiempo, el mío, en una metáfora de las líneas cimbreantes de mi
vida vivida, circulares, sobre todo las que recorren mi cara, las arrugas o asombros
fruncidos como notas redondas en las comisuras de mis ojos o en el termómetro delicado
según la curva de mi boca. En las plantas, tiesas y verdeantes, todavía de una
frescura intemperante, quise ver y no pude los renacimientos de la vida, como
todas esas hojas que han caído de los árboles y de las que se creen estaban
muertas, no, brotarán nuevas en primavera. Asimismo éstas, ayer, componían,
escribían, entre las sordinas de la melancolía, en los efluvios de los grifos
abiertos, la música de este otoño que ha llegado tarde y se va muy pronto. Tras
el Franciscano, como un aura descosida, un abigarrado telón de fronda pajiza, caqui
y glauca, la de los árboles de fibrosos armazones, escombreras de los rayos de
sol que quedaron atrapados en la tierra.
“¿Qué dices patrón?” “No, no puedo
acelerar el paso puesto que estoy parado, con las manos inertes por la frialdad
de los hierros de tu balaustrada” “Sí, ya sé, a medida que reduzca la velocidad
de las notas, van quedando atrás pequeños elementos… la solidez… la plica…”
“Pues claro… Si voy más deprisa añadiré partes a la nota…” “¿Es eso?”
San Francisco me invitó a
acompañarlo, sonó un desgarro en el pedestal y tras el empuje que separó sus
sandalias de la piedra, para juntos recrearnos con la música que nos llegaba
como el silbido imperceptible de una de las notas musicales u hojas desprendidas
de los árboles. Acompañarlo con un caminar normal, expectante, dispuesto a que
cuando él y yo paráramos fuera en el milagro de iniciar otros pasos etéreos por
las vibraciones de la música. No era andar por andar, sino andar con ritmo, con
un compás parecido al que poco antes me guiaba a través de un rítmico golpeteo,
más fuerte, menos fuerte, más veloz, menos rápido, de mis pies en el empedrado.
Tanto que no hizo falta que echara mi vista a un lado para comprobar la
agitación de las notas musicales o las hojas en su colocación en el pentagrama
diseñado con las líneas de mármol de la Alameda; y esta vez no era por acción
de la vivaracha corriente, no, como si las notas quisiesen ir o en verdad
fuesen más rápido en la dimensión o autonomía que la música les concedía, la
magia en movimiento del gancho o corchete que reducía el valor de aquellas a la
mitad. Un vaivén de una hoja aquí, envés de corchea con plica y con la mitad
del valor de una negra, un pequeño deslizamiento en la de allí, haz de semicorchea
con dos plicas, con la mitad del valor de una corchea, una octava…
Ininteligibles estas apreciaciones,
o reminiscencias, que mi mente, o mi instinto, o mi aliento, sin ninguna
educación musical quizás hasta entonces, me infundían en el modo o de cómo
tenía que reanudar mi caminar junto a San Francisco de Asís, el cual tenía que seguir
siendo normal, vale que al principio ni muy alocado ni muy apocado, (nota negra
o paso), para oír o deleitarnos de la composición musical en homenaje al final
de este otoño, y en la que nos fundiríamos, (corchea), corriendo como almas que
lleva el diablo y con perdón por la irreverencia ante mi ilustre y seráfica compañía,
(semicorchea). De acuerdo. Apasionante.
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