Codicié desentrañar la áurea grafía
de la composición musical en la partitura de la Alameda de San Francisco. Dejé
a un lado la atención en el parque infantil con su barullo de afinaciones y ensayos,
de sondeos, y recuperé la abstracción y mi andar sereno por las líneas de
mármol, las cuadrículas en reflejo de los nublados, por el lenguaje de la
mañana a través de los signos musicales, en un sistema de notación que me hacía
menos dueño de mí y más sujeto al medio, más en la esencia del todo. La esencia
de este otoño, observaba en otro enfoque futuro, inmediato, tras las cinco
líneas de mármol y los cuatro espacios de guijarros del pentagrama de una
partitura para la nostalgia. Las hojas en alegoría de las notas musicales, en
una promiscuidad de colores que no eran los grabados intensos del verano, ni
las esperanzas de las acuarelas de primavera, o los escuetos trazos de sombras
del invierno, sino la reunión de todos ellos, incendiados para ser luego
renovados en los lienzos blancos o en las piedras zahínas de las murallas, bajo
cielos azules o grises como los de esta mañana. Mis pasos lánguidos me hacían
sobrevolar por la música que me llegaba desde la dificultad de su lejanía,
quizás por algún sortilegio cotidiano, porque en verdad estaba muy próxima o
tan familiar me resultaba, tan íntima. El compositor o el mismo ángel que pasa
y deja su melancolía, abandonó su banco, cogió unas hojas y se integró en el
desvaído bronce de San Francisco, en el pedestal de piedra de su fuente
homónima.
Efigie de San Francisco, la que me
trasmitiría el secreto del ritmo o de la métrica. Mi corazón. Crisol del metro
vital con su pulsación. Vital como la pulsación de la misma música. El secreto.
No era el ruido aquel. No. Un coche que pasaba por Ruedo Alameda, desaparecido
por Torrejones, veloz y fastidioso, la molesta música “enlatada”,
“tum,tum,tum…”, en un estruendo salvaje que hacía retumbar a su paso, en su
bárbara exhalación, los cristales de las ventanas, era otra métrica, mas no la
que yo anhelaba. La métrica que a mí me interesaba, la de esta partitura
todavía incierta de otoño, consistía como en cuentas de un rosario, engarzado
al pulso con un primer símbolo de clave. San Francisco me indicaría el primer
nivel o el último, según se mire, desde su ubicación, en la gradación de su
misma fuente, en trasunto de los espacios superiores del pentagrama en el que
una hoja caería del árbol próximo, colocándose convenientemente o a golpe de
báculo del franciscano. Los chorros de agua rumoreaban los pulsos del compás.
Mi andar, entonces, adoptó la métrica adecuada al tiempo: cuatro pulsos en cada
medida y un impulso al traspasar una cuadrícula gris u oscura en su contrapunto
al albo mármol. El tiempo “común”, 4/4, el mismo de muchas canciones populares,
“1-2-3-4 1-2-3-4...” en ecos todavía audibles de verbenas y ferias allí en la
plaza, las del Barrio.
A pocos pasos de la fuente cambié el
ritmo, o su insinuación, el número de pulsos en un compás, como si esquivara la
disposición de las hojas más doradas que destacaban de las otras del pavimento,
“1-2-3 1-2-3…”, en un 3/4 como el vals que las ramas estremecidas por el aire bailaban
en las alturas, y de las que oía su voz, o sus golpes, o su pauta, sus débiles
crujidos.
No me era suficiente, o acaso mi
andar resultaba soso, aburrido, incompleto, despegado; faltaba el ritmo, el
sintomático, el sentimiento más expresivo de la música, el valor más práctico
de los tiempos. Ritmo. Así que retorné al “1-2-3-4…”, pero en el paso 1 y 3
golpeaba más fuerte en el suelo, más suave en el 2 y 4. Luego cambié en la
intensidad de los pulsos, 2 y 4 fuerte, 1 y 3 suave. Me divertía. Con todo, seguía
sin poder trasladar este juego con mis pasos a la partitura, hasta que no
definiera la música o su escritura no me llegara desleída. De acuerdo en que,
me decía, me esforzaba, si cada paso equivalía a un pulso aplicado a la música,
o dogmatizaba el solfeo, estos tiempos con valor de cuarto de nota tendría que
verlos representados como notas negras, o en un matiz de los enveses más
tintos, más oscuros, en cada compás construido con cuatro de estos tiempos. De
hecho, si cada uno de mis pasos era una nota negra, en la partitura ciertas
hojas encarnaban a las negras, bien tintas u oscuras, o los puntos negros
unidos a las plicas sin corchetes: “1-2-3-4 1-2-3-4…”
Insistí en el juego. A pocos metros
o pulsos de la fuente, reduje la ligereza de mis pasos, casi en la mitad, un
paso cada dos pulsos, 1 y 3. Las notas blancas o las medias notas. En mi
particular partitura, o la que tenía que descubrir y reunirme con su harmonía, éstas
adquirían un trazo negro con un centro blanco, ni mucho menos sólidas como las
notas negras. Y al llegar a la fuente, pues, no pude reducir todavía más la
velocidad de mis pasos; pero sabía que, de efectuarlo, con un paso cada cuatro
pulsos en el pulso 1, musicalmente lo escribiría con una sola nota redonda, o
la nota entera que abarcaba el compás, en las “o” similares a las notas blancas
sin plicas en mi partitura, por ahí estaban, boquiabiertas por los
descubrimientos que estaban por llegar o ya lo estaban haciendo.
“Mis respetos, San Francisco de
Asís”.
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