Un juego. Cientos, un millar, incontables
las hojas que ocupaban el parque infantil de manera anárquica, revoltosa, al
igual que los niños invadían esos otros enseres lúdicos para sus recreos y entusiasmos,
en la arquitectura de sus sueños y heroicidades. Hojas deslizándose por la
lengua de acero del tobogán, hojas balanceándose en los dos columpios, hojas
oscilando en los trasuntos de caballos o monstruosos muelles encantadores,
hojas correteando aquí y allá por las raídas cuadrículas del entarimado de los
juegos que una vez fue mullido. Y en sus estentóreas risas como encendidas
bengalas en la noche, tan diferentes, modulaban notas musicales, en un
orquestado desbarajuste como la afinación de los instrumentos instantes antes
de un concierto, golpeando en ecos sordos contra el lienzo de la fachada de la
derruida ermita Virgen de Gracia, las mismas sensaciones con las que agitaron
las ramas de los árboles a las que pertenecieron y pertenecerían sus retoños.
Notas musicales a las que prestaba
atención la presencia intangible de un director de orquesta sentado en el banco
de piedra y fierro, y al que, a uno de sus mohines, acudían algunas hojas
tenores en representación o diapasón de las que allí y allá despertaban su
esencia de manera impulsiva y primaria. El compositor, aunque yo no lo veía, la
oscilación de un etéreo vaho denunciaba su presencia bohemia, uno de los afligidos
ángeles que pasan y dejan su melancolía para perderse para siempre, escuchaba
la intensidad de las notas, de los registros, y de entre tanto jaleo, con
sublime pericia escogía a una, a otra, esta sí y aquella no, de las hojas para
que luego ocuparan el lugar idóneo en el pentagrama de la fronda ocre tendida en
la Alameda.
El compositor, el director de
orquesta, el ángel ausente, me hablaba o lo hacía para sí mismo: “Sol Si
Reluce Fabuloso en Lago”, lo que resultaría una
incongruencia por la climatología y topografía urbana si no supiera de las
cinco notas encriptadas en la frase, de abajo a arriba, sol, si, re, fa, la,
por las cinco líneas o hiladas de mármol que comenzaban a espejar la
palpitación gris del cielo. O lo que era otra manera, sutil, inteligente, de
aconsejarme a que me desentendiera de aquel caos inarmónico y al borde del
ruido, aun con su pasión primitiva, y centrarme en la arquitectura de la obra
musical que todavía no oía, no sentía, para este otoño. Y con la reclamación de
volver mi atención, mi conmoción al pentagrama de la Alameda, a comprender las
líneas de medida, no las horizontales que en mi perspectiva eran verticales,
sino las verticales que veía horizontales, los compases, cortas e igual de
delgadas en sus intervalos regulares. Líneas o medidas.
Delimitar el espacio, el espacio de
la música.
De hecho, el espacio
previo a la primera línea en la disposición de las ringleras de mármol, atañía
a la primera medida, el espacio entre la primera y segunda línea a la segunda
medida… 1-2-3-4…, golpeaba con mi zapato en el suelo, con ritmo impreciso,
imposible por ahora encontrar e imitar su pulsar. Líneas de medida que, no iba
a ser la excepción en la sinfonía de esta mañana de otoño lluviosa y alicaída,
no afectaba a cómo oía o tenía que oír la música, no, sino que me ayudaba o
ayudaría tanto a observar los pulsos como a mantener mi lugar en ella y para
ser o convertirme precisamente en… música.
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