Oía de nuevo el viento con su dejillo
instructor: “La Dorada Miel Sobra”, o lo que
desentrañaba con dificultad en un la, do, mi, sol, de más hojas amarillas de
abajo a arriba en el pentagrama. Un sobresaltado y brusco movimiento en las
cada vez más desnudas ramas de los árboles tomó constancia de mi aprieto,
señalándome, máxime en esta circunstancia y de la que quizás no habría otra, u
otra idéntica, las partes de una nota, las que no podía haber olvidado y como
se olvidan las cosas que nos hicieron sufrir o contrariarnos. Ahí estaban,
entonces, las imágenes, los detalles presentes y a través de los cuales, por
asociación, por la construcción de estas metáforas, recordé las distintas
combinaciones que describían las notas, las hojas, los registros en el
pentagrama, en el parque, con sus mitos y rutinas, mutismos y acústicas.
Este chino de aquí más gris que
negro, y aquel de allí más negro que gris, los dos en forma de óvalo, ambos
lloriqueantes junto a esta y esa hoja, personificaban la “cabeza” como parte de
la nota, de aquella, o el apunte idóneo para ser tocada con determinado
instrumento, o con el rasgueo de mis fibras sensibles bien en mi estómago o
en mi
pecho. Alguna que otra ramita oscura, en concreto esa y unida al guijarro más
claro como una línea vertical hacia arriba y a la derecha, o la otra abajo y a
la izquierda de la piedra negra, o incluso la mueca de los pecíolos,
representaban la “plica”, otra parte de la nota en la que nada intervenía o
influía su dirección o la curva de su gesto; pero el eco del viento en las
oscuras cavidades de los quejigos indicaba lo más o menos recargado de la lectura
de la plica en el diagrama melodioso y general asentado en la plaza, tanto que
si apuntaba abajo, con la piedra oscura, correspondía a la línea de mármol
central o la de más arriba del pentagrama, y viceversa o en el caso contrario en
la indicación de la rama o pecíolo. Y con la última parte de la nota, el
“corchete”, comprendí la curva superior derecha de las briznas o plicas
alusivas.
Por de contado no me hizo falta el acento
tutor de la brisa para que comprendiera que las notas, con su cabezas, plicas y
corchetes, las notas de la tamuja broncínea distribuida confusamente por el
suelo de mármol y cenicientos cantos, me sugerían el tiempo de la música, o el
valor de su compás, tan contagioso que me alentaría a repetirlo o acompañarlo
con mi pie, o a canturrearlo, en una vibración que transitaría mi ser. Aún era
un ritmo inidentificable, no concebía la música que el todo interpretaba, y la
que no era un lío aledaño que sí escuchaba y al que no explicaba. Tampoco la
cadencia de la que participaba hasta la legendaria sordina como fondo del
escenario.
Ritmo del compás.
Nada. Oía un fragor de sonidos como
si se hubiesen precipitado del mismo cielo, de la entonces pausada tormenta, las
claves enfrentadas, las notas cínicas, voluptuosas, el derroche de tonalidades
entre lo dorado lo verde y lo rojizo, bemoles, sostenidos y becuadros, carrasperas,
articulaciones improvisadas y alteraciones desafinadas… La monocromía de arriba
con el dispendio tornasolado de abajo… Y con todo eran otras partituras, de
acuerdo que embrionarias, insolentes, de acuerdo que añadidos, ensayos o
preparativos de la otra que se escribía en mi frente y por todo el rectángulo
irregular de la plaza. Espontaneidades muy hermosas y porque manejaban determinados
impulsos, muy precisos, muy insinuantes, atavismos originarios que volvían a
ocupar su lugar, el de siempre, los que estaban velados por los olvidos, por
las rutinas o el agrado colectivo. Confianzas con las que llenar vericuetos
interiores del alma de los que, como yo, en esta mañana, oíamos lo que de otra
manera era imposible que estuviéramos oyendo y con ello emocionarnos. Pero
aquel fárrago descontrolado, me impedía oír y disfrutar la música escrita por
las hojas en el pentagrama que se dibujaba delante de mi vista.
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