Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 19 de diciembre de 2016

PARTITURA PARA ESTE FINAL DEL OTOÑO (III)



Oía de nuevo el viento con su dejillo instructor: “La Dorada Miel Sobra”, o lo que desentrañaba con dificultad en un la, do, mi, sol, de más hojas amarillas de abajo a arriba en el pentagrama. Un sobresaltado y brusco movimiento en las cada vez más desnudas ramas de los árboles tomó constancia de mi aprieto, señalándome, máxime en esta circunstancia y de la que quizás no habría otra, u otra idéntica, las partes de una nota, las que no podía haber olvidado y como se olvidan las cosas que nos hicieron sufrir o contrariarnos. Ahí estaban, entonces, las imágenes, los detalles presentes y a través de los cuales, por asociación, por la construcción de estas metáforas, recordé las distintas combinaciones que describían las notas, las hojas, los registros en el pentagrama, en el parque, con sus mitos y rutinas, mutismos y acústicas.

Este chino de aquí más gris que negro, y aquel de allí más negro que gris, los dos en forma de óvalo, ambos lloriqueantes junto a esta y esa hoja, personificaban la “cabeza” como parte de la nota, de aquella, o el apunte idóneo para ser tocada con determinado instrumento, o con el rasgueo de mis fibras sensibles bien en mi estómago o en mi pecho. Alguna que otra ramita oscura, en concreto esa y unida al guijarro más claro como una línea vertical hacia arriba y a la derecha, o la otra abajo y a la izquierda de la piedra negra, o incluso la mueca de los pecíolos, representaban la “plica”, otra parte de la nota en la que nada intervenía o influía su dirección o la curva de su gesto; pero el eco del viento en las oscuras cavidades de los quejigos indicaba lo más o menos recargado de la lectura de la plica en el diagrama melodioso y general asentado en la plaza, tanto que si apuntaba abajo, con la piedra oscura, correspondía a la línea de mármol central o la de más arriba del pentagrama, y viceversa o en el caso contrario en la indicación de la rama o pecíolo. Y con la última parte de la nota, el “corchete”, comprendí la curva superior derecha de las briznas o plicas alusivas.

Por de contado no me hizo falta el acento tutor de la brisa para que comprendiera que las notas, con su cabezas, plicas y corchetes, las notas de la tamuja broncínea distribuida confusamente por el suelo de mármol y cenicientos cantos, me sugerían el tiempo de la música, o el valor de su compás, tan contagioso que me alentaría a repetirlo o acompañarlo con mi pie, o a canturrearlo, en una vibración que transitaría mi ser. Aún era un ritmo inidentificable, no concebía la música que el todo interpretaba, y la que no era un lío aledaño que sí escuchaba y al que no explicaba. Tampoco la cadencia de la que participaba hasta la legendaria sordina como fondo del escenario.

Ritmo del compás.

Nada. Oía un fragor de sonidos como si se hubiesen precipitado del mismo cielo, de la entonces pausada tormenta, las claves enfrentadas, las notas cínicas, voluptuosas, el derroche de tonalidades entre lo dorado lo verde y lo rojizo, bemoles, sostenidos y becuadros, carrasperas, articulaciones improvisadas y alteraciones desafinadas… La monocromía de arriba con el dispendio tornasolado de abajo… Y con todo eran otras partituras, de acuerdo que embrionarias, insolentes, de acuerdo que añadidos, ensayos o preparativos de la otra que se escribía en mi frente y por todo el rectángulo irregular de la plaza. Espontaneidades muy hermosas y porque manejaban determinados impulsos, muy precisos, muy insinuantes, atavismos originarios que volvían a ocupar su lugar, el de siempre, los que estaban velados por los olvidos, por las rutinas o el agrado colectivo. Confianzas con las que llenar vericuetos interiores del alma de los que, como yo, en esta mañana, oíamos lo que de otra manera era imposible que estuviéramos oyendo y con ello emocionarnos. Pero aquel fárrago descontrolado, me impedía oír y disfrutar la música escrita por las hojas en el pentagrama que se dibujaba delante de mi vista.

Atendí a ello, a mi derecha, con decisión, quizás para pronto obviar su naturaleza, donde se inventaba desde lo caótico la belleza de lo mítico, de lo eterno…

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