“El otoño”, respondió ahora la hoja
lobulada, la clave con vestido dorado de fiesta, sedienta, agostada por la tristeza
del verano huido, con húmedas refulgencias, las lágrimas estancadas por el
llanto del cielo. “Llegamos muy tarde a su inauguración, y desabrido llama ya el
invierno desde la desnudez de estas ramas, en las sombras movedizas y negras, sustraídas
de estas heladas visibles, resentidas, corpóreas” “Y si tanta prisa tienes, ¿qué
haces ahí parada?”, cuestioné todavía con la disposición del humor grave que la
pausa de la tormenta me permitía, en cuclillas, casi a ras de suelo de este
fondo material sojuzgado por el peso mustio de las alturas. “Este es mi lugar”,
respondió con el mismo dejo triste del rocío o un vestigio de la borrasca, para
añadir: “Este es el registro de mi voz, del color de la misma, de la música escrita
para esta ocasión y para ninguna otra, aunque oigas disonancias reiterativas y
cercanas”
Poco a poco levanté la cabeza, con ánimo
de deleitarme de la beldad declamada por la inspiración, la de la insólita poética
del día, por la estación, por lo inusual de los otoños más demorados y
relapsos, quizás porque quieren ser tibios estíos o quedan solo para ensayar sus
fuegos, los incendios en sus palios enarbolados y en los postrados. Mi mirada
marchó en la dirección de las guías de mármol del suelo, las que relucían como vetas
de plata mojadas, diáfanas, las líneas paralelas, rectas geométricas, la escritura
de la pauta musical que acogían con sujeción y orden los signos musicales, el
caos de las hojas caídas de los árboles en una notación arbitraria,
apocalíptica, pero con una armonía integrada que era asimismo bella y
abstraída. Apunté la mirada a las hojas, como si recordara haberlas colocado a
modo de notas musicales en el pentagrama de la plaza, guiándome por la primera,
la que era clave de sol por su fuego crepuscular y melodía. Notas y hojas,
hojas y notas, de abajo a arriba de las cinco líneas de mármol. Mi, sol, si,
re, fa. Nombre o armonía. De abajo a arriba de los espacios, cuatro, las
cuadrículas de cantos grisáceos. Fa, la, do, mi. Y en un airecillo de agua que
corría, empeñado en modificar la composición, advertía su aspiración o vocación
pedagógica, en la manera mnemotécnica de eternizar la regla, la guía armoniosa:
“Mi Sol Si Reluce Fastuoso”, sonreí al
memorizar el compás para las líneas blancas y marmóreas; “Fabrica La
Dorada Miel”, para las casillas del piso de cenizas
solidificadas.
Dorada miel de la textura, la de la
hojarasca, la de las piedras en la fuente de San Francisco y en las Murallas
con sus Puertas de Carlos V y Almocábar. Continué la trama en otra hoja que
antecedía a la originaria, ésta más precisa, más cabal, más afinada, la clave
de fa, la exigida para interpretar la sintonía de este otoño con un instrumento
bajo, no otro, acaso como un tañido de las teclas de un piano en mis entrañas.
La hoja, ligeramente plegada en su envés, en la parte baja, imitaba una “f” de
hechuras góticas, con dos hojas pequeñas y verdes un poco más arriba, también
un poco más abajo, como unas diéresis en la acentuación de una consonancia
extenuada.
“La apertura de este otoño, que de
igual forma podía interpretarse de su despedida, o el réquiem por cuanto se
esperaba y no acontecía”, reflexioné para mí mismo; y cuando la obstinada brisa
proseguía en deshacer la composición de las hojas, en construir otras
partituras sobre este pentagrama frágil y pálido, otro diagrama o estructura
musical, y como una resonancia alegre arrastraba mis palabras por las
dimensiones del Barrio. “Porque levantamos la nueva pieza musical para este
otoño, disperso en las querencias de otras estaciones o en sus huidas
circulares”, murmuraban las otras hojas dispuestas en lógica desbandada por las
cuadrículas del enguijarro.
“¿Oyes la sinfonía?”
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