Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 4 de febrero de 2016

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "El demonio" de Terenci Moix y dos relatos de Bryce Echenique

“Ya no me parecía tan absurdo que la belleza fuese más elevadora que la plegaria, que un cuerpo desnudo llenase un paraíso más amplio que todos los recovecos de mi vida interior”


Dos tardes. Dos autores. Tres los relatos. Literatura comprimida para un tiempo que pasa deprisa y deja su tarda fatalidad. La cita que abre esta reseña pertenece a la novela corta, o al relato largo, “El demonio” (Plaza & Janes, 1999) de Terenci Moix, mi escritor favorito y uno de los más prestigioso de nuestra literatura. “Una historia de ambigüedad medieval” la define el propio Moix, escrita como si fuera un guion para el cine o sus guiños cinéfilos la han hecho así. Sea como sea, una extraordinaria narración sobre la tensión entre religión o espiritualidad y sensualidad o pasión. “Sirviéndose de algunos elementos propios del cuento gótico, Moix crea un universo regido por el horror de la belleza y la perversión de la santidad. La confesión del protagonista de «El demonio», un monje subyugado por su joven discípulo -o viceversa-, ya sea producto del delirio o relato de unos hechos vividos, revela una experiencia tan iconoclasta como provocadora, y constituye un auténtico descenso a los infiernos de la pasión. Sublime provocación en la descripción, o en una historia, de ese límite donde los opuestos se atraen.

“…los dos juntos en aquel Café en que nos pasamos media vida en la época de la
facultad.... El café, gordo, aquel famoso café donde te contó, donde por lo
menos traté de contarte qué exactamente era lo que sentía aquellas primeras
veces en que no estuve conforme con lo que nos esperaba en la vida.... Años
felices y sin más gastos que el café.... Sentados en el Café, mañana tras
mañana, completamos mil tomos de las Vidas Paralelas...

El anterior párrafo, por otro lado, está tomado de “Eisenhower y la tiqui-tiqui-tin” que, junto a “Muerte de Sevilla en Madrid”, son dos relatos del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, incluidos en una selección de “Compañía Europea de Comunicación e Información”, Madrid, 1991, y pertenecientes a su libro de relatos “La felicidad, ja, ja”. En ambos es notoria la característica distintiva de la prosa de Bryce Echenique, la oralidad; es decir, la presencia de un personaje que es el narrador de su propia historia. El propio escritor, de hecho, se define como contador más que cuentista o novelista. “Eisenhower y la Tiqui-Tiqui-Tín” es el monólogo de un ex estudiante de Derecho en un bar que más parece una pocilga, donde, cerveza tras cerveza, se ve incapaz de efectuar un embargo a un viejo (y arquetípico) compañero de colegio. La historia de un inadaptado, del hundimiento en todas las parcelas de su vida. “Muerte de Sevilla en Madrid” es la triste y desasosegante historia de un hombre apocado y simplón, de una vertiginosa y excepcional desventura diarreica (de diarrea) que termina en el suicidio.

Dos tardes. Dos autores. Tres los relatos. Y termino, como no, con mi admirado Terenci Moix y esta magistral frase de “El demonio”:


“Aquel ser parecía un enviado del cielo, un ángel maldito que se hubiese arrepentido de alguna antigua rebeldía y a quien Dios enviaba a la Tierra para someterlo a una prueba definitiva. Todo en él era belleza e inocencia, pero al mismo tiempo comunicaba un vértigo indescifrable que se abría paso por cada uno de los poros de mi cuerpo”

martes, 2 de febrero de 2016

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "El legado del sefardita" de Andrés J. Albarracín Calle


“-Cuenta la historia, que nadie conoce verdaderamente Ronda hasta que no ha oído, en la noche, sus primeros pasos por las calles de La Ciudad”
 

 
No conozco personalmente al rondeño Andrés J. Albarracín Calle, solo su novela “El legado del sefardita” (autoedición, diciembre 2015); y a ésta gracias a la atención y presente de mi buen amigo Ignacio Garrido y porque pensó que su historia lograría interesarnos por determinada temática misteriosa o arcana que a ambos entusiasma. Por otro lado, antes de entrar en la reseña del libro, para mí siempre es un motivo de satisfacción, de admiración, de placer, cuando un paisano o paisana escribe ensayo, novela, poesía…, y si es sobre nuestra ciudad, Ronda, mejor, más perfecto el atractivo. Y si tiene un título tan sugerente como este…
 
“El Legado del Sefardita es una novela que narra cómo dos profesores madrileños, que disfrutan de unas vacaciones de verano, se ven inmersos en un suceso que les obliga a investigar en la historia de un judío sefardita. Mediante los datos que van encontrando y la resolución de diversos enigmas, consiguen enlazar la historia de un ciudadano estadounidense con la vida de su antepasado en Ronda. En el trascurso de sus pesquisas van apareciendo varios personajes que se verán directamente implicados en la vida de estos profesores y hace que, a partir de esas vacaciones, su vida cambie de una manera vertiginosa y para siempre”.
 
Tras esta sinopsis incluida en la contraportada del libro, impresa en una fotografía del Tajo de Ronda, del “asa de la caldera”, y que remata, en una solución de continuidad, al Puente Nuevo de su portada y, en su esquina, la imagen de una cruz con basa, característica en algunas antiguas fachadas rondeñas, (y no voy a dilucidar más por evitar el espoiler), esta novela me ha resultado amena, entretenida, de fácil lectura por su lenguaje llano y por su dosificada estructura en capítulos cortos; implícita la intriga amorosa de sus personajes que, como se supondrá, se interpuso a las expectativas del enigma, del misterio, o de la búsqueda por sus pormenores.
 
Sin apasionamiento llamémosle endógeno, patrio, localista o autóctono, por su historia desarrollada en Ronda, objetivamente es una novela donde son clamorosas las virtudes y defectos de un escritor nobel: En primer lugar por la prosa sucinta, sin alardes literarios, sencilla, de una simplicidad sobria y no de cercanías que comprometan al lector, de diálogos en ocasiones tan coloquiales que sonroja su evidencia, su futilidad. Por otro lado, la trama está colmada de tópicos en este género de aventuras tras un misterio legendario o al menos extravagante, más en unos personajes poco creíbles por lo que son y en lo que hacen, parca su definición, salvo Enrique el matemático, estereotipados y en cierto modo improbables, por su carácter, por su rol, con ese mismo desconcierto en algún importante tramo del argumento. En segundo lugar, aun siendo meritoria la pretensión del autor de aunar los hechos ficticios con los reales y propios de la historia de Ronda, esta, o el trasunto histórico sobre los sefardíes rondeños, lo afronta con cuidado, teme caer en profundidades que lleven al lector al hastío y a confusión, por ello hace de la frugalidad de los datos históricos su baza y, aunque interesantes, ensanchan la sensación de que deja en el tintero una estupenda oportunidad para ahondar más en ellos. Un tanto de lo mismo sucede con las descripciones de lugares señeros de la ciudad, descripciones igual de sumarias, en los paseos de los personajes por la noche, al atardecer, por el casco antiguo, huérfanas de poesía, de emociones de las que nos identifican más con nuestro terruño, con nuestra esencia. La novela empieza bien, con intriga, la curiosidad tras un legado sefardí quizás valioso, seguro sorprendente, hasta que acontece el primer tajo en el guion, el primer callejón sin salida, un “coitus interruptus” (perdón por la expresión) acerca del secuestro de uno de sus personajes y el ataque a otro, ambulancia incluida, factor que se disipa, que no se esclarece, de manera poco convincente, muy forzada. Luego, el principal activo de la novela, los tiempos y pistas en torno a la búsqueda y descubrimiento del tesoro o legado, deja su relevancia a una subtrama secundaria que se erige sorprendentemente en principal: la tensión amorosa entre sus protagonistas, el amor y el desamor, la lealtad o la pasión, el sacrificio y la renuncia. Y con ello no es mi pretensión desmerecer este cambio, esta inflexión en la preponderancia argumental, ni criticarlo, sino que incomoda el salto en la hegemonía del relato del misterio al sentimiento, resiente la investigación resuelta con una facilidad pasmosa, la que adolece de mayor acción o de mayor e incitante especulación, perdiendo el hechizo, su entusiasmo, para recrearse en la relación sentimental. Detalles que, de acuerdo a lo sugerido por el propio autor en sus páginas finales, espero tome en cuenta y, en cierta manera, resuelva en la segunda entrega que, parece ser, versará en otro enigma de unos herméticos símbolos en una de las puertas de la Colegiata de Santa María la Mayor.
 
Sea como sea, admiro a Andrés J. Albarracín porque sé que no es fácil escribir una novela y, sobre todo, querer y compartirla. Considero al autor y al que animó a seguir con su creación literaria, glosando Ronda en una o muchas de sus infinitas posibilidades. Leeré su siguiente novela, cierto, ya que, al fin y al cabo, con todo el margen de identificación localista, será, como este “El legado del sefardita”, una novela entretenida.
 
“Abajo. ¿Quién mira abajo?, ¿cómo mirar sin sentirse desprotegido, indefenso, pequeño? Miles de sensaciones diferentes se acumulan con todo lo que ves alrededor. Cuando estás allí te sientes solo, tan solo como esas pocas casas privilegiadas. Es como si estuvieras tú, con tus pensamientos, en medio de un paraíso de piedra y agua”