“-Cuenta la historia, que nadie conoce verdaderamente Ronda hasta que
no ha oído, en la noche, sus primeros pasos por las calles de La Ciudad”
No conozco personalmente al
rondeño Andrés J. Albarracín Calle, solo su novela “El legado del sefardita” (autoedición,
diciembre 2015); y a ésta gracias a la atención y presente de mi buen amigo
Ignacio Garrido y porque pensó que su historia lograría interesarnos por
determinada temática misteriosa o arcana que a ambos entusiasma. Por otro lado,
antes de entrar en la reseña del libro, para mí siempre es un motivo de
satisfacción, de admiración, de placer, cuando un paisano o paisana escribe ensayo,
novela, poesía…, y si es sobre nuestra ciudad, Ronda, mejor, más perfecto el atractivo.
Y si tiene un título tan sugerente como este…
“El Legado del Sefardita es una
novela que narra cómo dos profesores madrileños, que disfrutan de unas
vacaciones de verano, se ven inmersos en un suceso que les obliga a investigar
en la historia de un judío sefardita. Mediante los datos que van encontrando y
la resolución de diversos enigmas, consiguen enlazar la historia de un
ciudadano estadounidense con la vida de su antepasado en Ronda. En el trascurso
de sus pesquisas van apareciendo varios personajes que se verán directamente
implicados en la vida de estos profesores y hace que, a partir de esas
vacaciones, su vida cambie de una manera vertiginosa y para siempre”.
Tras esta sinopsis incluida en la
contraportada del libro, impresa en una fotografía del Tajo de Ronda, del “asa
de la caldera”, y que remata, en una solución de continuidad, al Puente Nuevo
de su portada y, en su esquina, la imagen de una cruz con basa, característica en
algunas antiguas fachadas rondeñas, (y no voy a dilucidar más por evitar el
espoiler), esta novela me ha resultado amena, entretenida, de fácil lectura por
su lenguaje llano y por su dosificada estructura en capítulos cortos; implícita
la intriga amorosa de sus personajes que, como se supondrá, se interpuso a las
expectativas del enigma, del misterio, o de la búsqueda por sus pormenores.
Sin apasionamiento llamémosle
endógeno, patrio, localista o autóctono, por su historia desarrollada en Ronda,
objetivamente es una novela donde son clamorosas las virtudes y defectos de un
escritor nobel: En primer lugar por la prosa sucinta, sin alardes literarios,
sencilla, de una simplicidad sobria y no de cercanías que comprometan al lector,
de diálogos en ocasiones tan coloquiales que sonroja su evidencia, su futilidad.
Por otro lado, la trama está colmada de tópicos en este género de aventuras
tras un misterio legendario o al menos extravagante, más en unos personajes
poco creíbles por lo que son y en lo que hacen, parca su definición, salvo Enrique
el matemático, estereotipados y en cierto modo improbables, por su carácter, por
su rol, con ese mismo desconcierto en algún importante tramo del argumento. En
segundo lugar, aun siendo meritoria la pretensión del autor de aunar los hechos
ficticios con los reales y propios de la historia de Ronda, esta, o el trasunto
histórico sobre los sefardíes rondeños, lo afronta con cuidado, teme caer en
profundidades que lleven al lector al hastío y a confusión, por ello hace de la
frugalidad de los datos históricos su baza y, aunque interesantes, ensanchan la
sensación de que deja en el tintero una estupenda oportunidad para ahondar más
en ellos. Un tanto de lo mismo sucede con las descripciones de lugares señeros
de la ciudad, descripciones igual de sumarias, en los paseos de los personajes
por la noche, al atardecer, por el casco antiguo, huérfanas de poesía, de
emociones de las que nos identifican más con nuestro terruño, con nuestra
esencia. La novela empieza bien, con intriga, la curiosidad tras un legado
sefardí quizás valioso, seguro sorprendente, hasta que acontece el primer tajo
en el guion, el primer callejón sin salida, un “coitus interruptus” (perdón por
la expresión) acerca del secuestro de uno de sus personajes y el ataque a otro,
ambulancia incluida, factor que se disipa, que no se esclarece, de manera poco
convincente, muy forzada. Luego, el principal activo de la novela, los tiempos
y pistas en torno a la búsqueda y descubrimiento del tesoro o legado, deja su
relevancia a una subtrama secundaria que se erige sorprendentemente en
principal: la tensión amorosa entre sus protagonistas, el amor y el desamor, la
lealtad o la pasión, el sacrificio y la renuncia. Y con ello no es mi
pretensión desmerecer este cambio, esta inflexión en la preponderancia
argumental, ni criticarlo, sino que incomoda el salto en la hegemonía del relato
del misterio al sentimiento, resiente la investigación resuelta con una
facilidad pasmosa, la que adolece de mayor acción o de mayor e incitante especulación,
perdiendo el hechizo, su entusiasmo, para recrearse en la relación sentimental.
Detalles que, de acuerdo a lo sugerido por el propio autor en sus páginas
finales, espero tome en cuenta y, en cierta manera, resuelva en la segunda
entrega que, parece ser, versará en otro enigma de unos herméticos símbolos en
una de las puertas de la Colegiata de Santa María la Mayor.
Sea como sea, admiro a Andrés J. Albarracín
porque sé que no es fácil escribir una novela y, sobre todo, querer y compartirla.
Considero al autor y al que animó a seguir con su creación literaria, glosando
Ronda en una o muchas de sus infinitas posibilidades. Leeré su siguiente novela,
cierto, ya que, al fin y al cabo, con todo el margen de identificación
localista, será, como este “El legado del sefardita”, una novela entretenida.
“Abajo. ¿Quién mira abajo?, ¿cómo mirar sin sentirse desprotegido,
indefenso, pequeño? Miles de sensaciones diferentes se acumulan con todo lo que
ves alrededor. Cuando estás allí te sientes solo, tan solo como esas pocas
casas privilegiadas. Es como si estuvieras tú, con tus pensamientos, en medio
de un paraíso de piedra y agua”
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