“Acaso no la conmovía la ternura, sino la sensación de una mutua
orfandad. Dos años más tarde, en Lisboa, durante una noche y un amanecer de
invierno, Biralbo iba a aprender que eso era lo único que los vincularía
siempre, no el deseo ni la memoria, sino el abandono, sino la seguridad de
estar solos y de no tener ni la disculpa del amor fracasado”
Decidí releer este libro no
porque hubiese olvidado su historia, sus impresiones, no; acaso por el interés,
o curiosidad, ambos inauditos, hacia una persona que olvidó y se empeñó en
olvidar su historia escrita, a quien sus páginas no le deparó ninguna
impresión, y de la que, por mucho que yo no entendiera su olvido, hace poco,
después de que ésta volviera a la novela, no solo se mantenía en relegarla sino
en desmerecerla y contraponerla con la última obra del autor, “Como la sombra
que se va”, donde, además de la historia del asesino de Martin Luther King,
también rememora la escritura de este libro. Cierto que en la literatura, como
en cualquier ámbito subjetivo de las artes y la cultura, no hay una norma fija,
no existen los gustos rígidos y, por ello, si bien en la percepción de esa
persona que a su vez me trató como otra de muchas inapreciables personas, este
“El invierno en Lisboa” de Antonio Muñoz Molina, precisamente una novela de
amor, no fue, no es nada, literal y literariamente, y tanto que procuré ponerme
en su lugar y excusar o justificar en todo y el ancho tiempo transcurrido entre
una y otra lectura esta observación frustrada, para mí, por el contrario, sigue
mereciendo todo mi respeto, admiración y deleite; por lo demás esta reflexión
personal, tal vez íntima, sin duda alguna elegíaca, me ha permitido, como hace
la propia historia, arrastrar mi sugestión, mi nostalgia en la recreación de un
tiempo perdido, de un pasado quizás irrecuperable.
“Pero yo no sé imaginar cómo era el rostro que Biralbo vio entonces ni
el modo en que sucedió entre ellos el reconocimiento o la ternura, nunca los vi
ni supe imaginarlos juntos”
“Esta historia es un homenaje al
cine «negro» americano y a los tugurios en donde los grandes músicos inventaron
el jazz, una evocación de las pasiones amorosas que discurren en el torbellino
del mundo y el resultado de la fascinación por la intriga que enmascara los
motivos del crimen. Entre Lisboa, Madrid y San Sebastián, la inspiración
musical del jazz envuelve una historia de amor. El pianista Santiago Biralbo se
enamora de Lucrecia y son perseguidos por su marido, Bruce Malcolm. Mientras,
un cuadro de Cézanne también desaparece y Toussaints Morton, procedente de
Angola y patrocinador de una organización ultraderechista, traficante de
cuadros y libros antiguos, participa en la persecución. La intriga criminal se
enreda siguiendo un ritmo meticuloso e infalible. El Invierno en Lisboa confirmó
plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre
los valores más firmes de la actual novela española. El invierno en Lisboa fue
galardonada con el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura en
1988 y fue llevada al cine, con la participación del trompetista Dizzy
Gillespie.”
Estamos ante una novela narrada
en primera persona por alguien que, sin nombre propio, un anónimo actor, “Yo tenía la doble y molesta sensación de
haber sido estafado y de estar actuando en una película para la que me hubieran
dado insuficientes instrucciones”, o un impersonal periodista, a su vez es
personaje de la historia o el destinatario de la abierta confesión que le hace
Santiago Biralbo, pianista de Jazz, acerca de su vida y de su amor por
Lucrecia. Narrador que sublima su envidia sana por su amigo Biralbo, “Imaginé colillas manchadas de ese color en
un cenicero, sobre una mesa de noche; pensé con melancolía y rencor que a mí
nunca me había sido concedida una mujer como aquella”, y sumergido, como
todo su relato, en la soledad, “En tardes
así no hay compañía que mitigue el desconsuelo (…), pero yo prefería que
hubiera alguien conmigo y que esa presencia me excusara de la obligación de
elegir el regreso, de volver a mi casa caminando solo por las vastas aceras de
Madrid” Un enorme “flashback” que principia, admirablemente, por su final.
De hecho, los capítulos posteriores reconstruirán la trama ubicada en Madrid,
presente, San Sebastián, pasado de matiz legendario, y Lisboa, inmediato
pretérito.
“No importan las cosas que posean o guarden, pensó, los verdaderos
solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan y en las calles que
cruzan”
Una novela de amplios registros
artísticos: la pintura, el cuadro de Cézanne, “La Montagne Sainte-Victoire”,
que será el “leit motiv” por el que transcurre el argumento, (motivo que el
escritor repetirá con el grabado de Rembrandt en “El jinete polaco”), y especialmente
por sus notables diálogos y el ritmo de un guión dosificado por la música y el
cine. “Constantemente la música me
acuciaba hacia la revelación de un recuerdo, calles abandonadas en la noche, un
resplandor de focos al otro lado de las esquinas (…), hombres que huían y se
perseguían alargados por sus sombras, con revólveres y sombreros calados y
grandes abrigos como el de Biralbo” Cuando hice la reseña del mencionado
título de Muñoz Molina, “Como la sombra que se va”, (http://fjcalv.blogspot.com.es/2015/02/libros-que-voy-leyendo-como-la-sombra.html),
ya indicaba la importancia de su lectura siguiendo la pauta impuesta por una
música determinada, por el Jazz.
Los protagonistas aquí, Santiago Biralbo y
Lucrecia, son amantes del cine, incluso acompasan su devenir por las páginas
como si formaran parte de las tomas cinematográficas de un film negro, “había visto, desde arriba, como se ve en las
películas, una calle vulgar de San Sebastián”, disolviéndose en esas otras
secuencias ficticias, “decía que aspiraba
a ser como esos héroes de las películas cuya biografía comienza al mismo tiempo
que la acción y no tienen pasado, sino imperiosos atributos” Y entre estos
planos cinéfilos, el Jazz, la música, la sintonía de la historia, de una
irrealidad, la búsqueda hacia un misterio en el que desdoblan su personalidad, “Pero no
tenía inteligencia ni voluntad sino para seguir la línea recta de la calle,
buscando (…), pero ya no estaba seguro de haber visto a Lucrecia (…), sumido en
ese estado hipnótico de quien camina solo por una ciudad desconocida” Extraordinario,
entonces y ahora y mañana.
“Entonces yo sólo existía si alguien pensaba en mí”
Una de las sensaciones, mía y muy
sugerente, deparada por la lectura de esta novela, ayer, ahora y seguro que
dentro de veinte años si la volviera a leer, es esa singular atmósfera de irrealidad
y a la que me refería en el anterior párrafo; esa evanescencia, esa
insustancialidad, de la que, en estos momentos, me lleva a acordarme de una escena
del Halcón Maltés: “¿De qué está hecho?
–preguntan a Bogart sobre el halcón-. – Del material con el que se construyen
los sueños” (No es, por supuesto, casual que otra obra cinematográfica
cumbre, Casablanca, provoque tantos guiños de complicidad entre los amantes de
esta novela, al igual que el amor imposible entre Humphrey Bogart e Ingrid
Bergman, con toda la escenografía en blanco y negro, la noche, el bar, el humo,
la música…). Ambiente evanescente y ritmo musical cadencioso y enérgico,
posible, logrado por el estilo minucioso, poético, vivo, de la prosa del
escritor. Como escribí antes y antes lo hice en la reseña de su última novela,
su descomunal narrativa se abandona, se postra a la creatividad de la propia
música, reiterativa, enfatizada, “Los
nombres como la música, me dijo una vez Biralbo, arrancan del tiempo a los
seres y a los lugares que aluden, instituyen el presente sin otras armas que el
misterio de su sonoridad” Y en esta irrealidad, asimismo, en la descripción
que Muñoz Molina realiza de Lucrecia: “Lucrecia
era una muchacha alta y muy delgada, que se inclinaba muy ligeramente al andar”,
el recuerdo de mi admirado Jorge Luís Borges con la Beatriz Viterbo de El Aleph: “Beatriz era alta, frágil, muy
ligeramente inclinada” La mujer que quizás jamás existió, solo una quimera, la
necesidad vital del propio Biralbo para seguir creando, haciendo música, viviendo;
la mujer inaccesible, de la que incluso otros personajes, Floro Bloom y Billy
Swann, se refieren como “la mujer
fantasma”
“Reconocí su manera de andar, ya convertida en una lejana mancha blanca
entre la multitud, perdida en ella, invisible (...) como si nunca hubiera
existido”
Detalles que hacen de esta novela
un portentoso homenaje al cine negro norteamericano: por los sombríos escenarios
urbanos, noches, habitaciones de hotel y antros oscuros, lúgubres, la intriga,
persecuciones, huidas hacia ninguna parte, encuentros y desencuentros,
violencia, muerte… Escenarios definidos a la perfección, espectacularmente
vívidos, reales, tanto da si son verdaderos, imaginados, o fruto de la
percepción traumatizada del personaje principal y dentro de los cánones del
género. Ciudades, San Sebastián, Madrid y, sobre todo, Lisboa, partícipe en la
trama laberíntica, obscura, espectral, densa, de la historia y en la que el
Biralbo se pierde siempre y como se pierden los que van detrás de una quimera,
de un fantasma. Voy a destacar, por su incidencia actual, la semblanza de
España: “esa tierra de ingratitud y de
envidia que condenaba al destierro a quienes se rebelaban contra la mediocridad”.
“El invierno en Lisboa” es una
historia de amor, sí, de fatalidad y deseo; y es música, Jazz, es noche, el
homenaje al cine negro… es bella y es sucia, es una construcción melancólica de
la vida de quien es un extraño hasta en ella, es intrigante, es sugerente, es…
maravillosa. Y, por tanto, continuo sin entender cómo esta novela de un gran
escritor, Muñoz Molina, inteligente, cuidadoso, que mima hasta en su última
expresión el detalle, el recuerdo, y a quien se le perdona su retórica, su
complacencia creadora, por la enorme capacidad de atraparnos con las emociones
que destilan sus letras, no puedo entender, insisto, en cómo puede dejar este
libro indiferente, cómo puede ser considerada una narración para olvidar. Y
termino con estas palabras que aquella persona sabrá entender o al menos eso
espero:
“- Ésa era la única verdad: lo que yo te contaba. Mi vida real era
mentira. Me salvaba escribiéndote. – Era a mí a quien salvabas. Yo sólo vivía
para esperar tus cartas. Dejé de existir cuando ya no vinieron. – Mira qué vida
hemos tenido. -Lucrecia cruzó los brazos sobre el pecho, como si tuviera frío o
se abrazara a sí misma- Escribiendo cartas o esperándolas, viviendo de
palabras, tanto tiempo, tan lejos”
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