… Tiempo vivido que no mostraban los
títulos de esta muerte enfática entre blancas melancolías del invierno, ni menos
en metáfora de amortajamiento con un níveo e inesperado sudario, ni en un lecho
de duelo antiguo extendido sobre el lugar de una épica de muertos y leyendas.
No hay maldición, tampoco muerte, sino vida, o en este caso una insólita
preservación vital, casi sobrenatural, de cuanto siempre concernirá a unas
certezas de primavera, aquellas en las que esperamos, y porque sabemos que será
así, ver a las ramas florecer y reverdecer; tal vez en lo que escribiera Goethe
de la iconografía para un destino sobredicho en el árbol frutal de la imagen, o
de su icono trascendente; de un milagro al que solo hay que esperar, también
creer, más allá del lienzo de lanzas que hienden y separan las cenizas de la costumbre,
de las rutinas, de las sombras lineales de los espíritus que salvan con la
nevada las semillas o frutos del vivo color de los crepúsculos encarnados; como
si los copos de nieve, sumando la quimera, ardiesen con el ardor de las risas y
confianzas de niños y mayores en otras postales anteriores y en los ensueños
teñidos de nevisca y luces de invierno. Un momento para la vida, precisamente en
una estación definida por el tránsito, el intermedio, por la extinción de lo existido,
menos el recuerdo, para asentar a lo que queda por vivir; cuando la nieve, súbita
y abrumadora, la que no rompe las ramas del sauce en el apunte de un proverbio
japonés, aquí rehace al indiscutible árbol de navidad con su derroche
nostálgico, escarchado, animado, con sus adornos de bolas incandescentes, de
pequeñas candelas expectantes por encender la vida en todos. INVIERNO 7. Al
fondo de calle Polvero. Barrio San Francisco. Ronda.
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