“Un puente de amor, de amor blanco,
como las risas de las niñas jugando en la nieve” Y con el primer apremio de cruzar
el puente que comunicaba lo corriente de lo extraordinario, la metáfora derramada
en la calle Benarrabá, su hito, su bello paso elevado de un margen a otro de la
fila de casas, “Uelilla”, la primera nota musical de la canción de mi niñez, o
el tercer acorde, continúe mi peregrinar por las calles de mi Barrio. Vagar, desde
la dimensión mística, anímica, de la realidad madura de las travesías, despojando
la anterior comparación, esa de como si se limpiara una vieja melodía de su
ruido de fondo, del paso y degradación de los tiempos, de las desafinaciones de
las costumbres, de las rutinas, como esas rodadas de los coches por la nevada,
dejando a su paso un rastro compacto y sucio, pero de húmeda y nítida sutileza;
aunque insistiendo, por de contado, en los mismos surcos equidistantes, las
paralelas, tal si se trataran de uno de los contextos que tenía que trascender
para recuperar un pasado en el que vivir no se entendía, ni acuciaba, por subsistir.
Vida. Anhelaba una ráfaga de vida para deleitarme, sin frenos ni prejuicios, de
este mundo frío y blanco.
Así que dilaté este “mito geográfico”, borgiano, por las
calles llenas de vivencias de mi Barrio; tampoco importaba que “a la espera de una poetización”, si bien
los versos orientaban a significados, o en literaturas a las emociones, a las
sensaciones despiertas por las evocaciones más sinceras, letras a la música que
rebuscaba; como si cantara a una mujer especial, a una amiga que jamás traiciona
y regaña un consuelo, un afecto, un beso, un calor reconfortante, a una musa
que despierta la magia del interior, como este poema de Ángel González que
llegó para quedarse en esta cavilación y postal:
“Las calles de la ciudad son láminas de hielo.
Las
ramas de los árboles están envueltas en fundas de hielo.
Las
estrellas tan altas son destellos de hielo.
Helado
está también mi corazón,
pero
no fue en invierno.
Mi
amiga,
mi
dulce amiga,
aquella
que me amaba,
me
dice que ha dejado de quererme.
No
recuerdo un invierno tan frío como éste.”
Caminé por los senderos de mi
imaginación, consciente, o por ese otro espejo de mi Barrio, y me alejé de esta
cuadrícula de calles que desaguan su virtud en la Alameda de San Francisco, tan
armónicas, tan previsibles, tan sugerentes de pasos que hollaban la leyenda en
el diario. Busqué y transité por las otras callejas que torcían los destinos
del arrabal, las que profundizaban en sus trances sin salida, o de entrada a lo
inaprensible de la naturaleza, o a los vacíos creativos como ya escribí, por
ejemplo, con la Calle Prado en su rutilar hacia el Tajo.
Calle Salvador Marín Carrasco. La
callejuela que no se identifica con su rótulo, con todos mis respetos al
ínclito y sencillo Salvador y a quien conocí lo suficiente como para entender
que su “hazaña” en una guerra fratricida, en la que se vio arrastrado, la que no
le concernía y bastante tuvo con salvar su pellejo, le sobrepasaba como le
pesaba la medalla en todos los desfiles militares posteriores a los que era
invitado y honorario. Guerra Civil en la que Salvador se vio obligado a batallar
en su absurdo, empujado por un lance inesperado, la recuperación de una
bandera, de un trapo de los que fueron vencedores, y que le granjeó la
distinción militar y un provecho económico y en absoluto por ello se sintió fatuo;
todo por su voluntad de hacer las cosas bien, siempre, “como había que
realizarlas”, así en el campo como en la batalla y adonde se le instara, con solicitud
y acatamiento y por mucho que no le gustara la guerra y el matarse entre
hermanos y a lo que del mismo modo quizás para él fuera segar con la hoz o
coger las aceitunas del suelo. De Salvador Marín recuerdo su planta ausente,
huraña, hierática, con gorra y bastón, sentado en uno de los poyetes de la
Alameda, luego en una silla de ruedas, en la esquina de la tienda de Perico y el
bar El Cafelillo, siempre masticando una heroicidad de la que no terminaba con
extraer o experimentar su sabor. La calle, su calle en una extensión civil de
la condecoración militar, (dogmas de la dictadura), la que siempre será para el
acervo inconsciente y colectivo de los ceporreros, del Barrio, Miraflores. Un nombre
inspirador pero del que ignoro su alusión, aun así me encanta por su resonancia
y romanticismo.
Calle Miraflores.
Y me detuve arriba, en su
intersección, o en su arranque desde calle Prado. La vía pública que bajaba, no
la que subía, la que se dirigía al campo, a las antiguas mieses, al sinuoso
manto nevado y a un cielo de cromatismo nostálgico y sosegado. La calle que
personificaba la alegoría del fondo de cualquier situación, la que mostraba la
posibilidad del milagro, de la reacción, de la fuerza, de la voluntad, de la
perseverancia, de la insistencia, de la fe, del optimismo, de la bondad, de
concretar o escenificar en su caída breve mas sobresaliente, de que una vez
tocado fondo, en la circunstancia o pormenor que sea, mayor en la contrariedad,
solo restaba salir de este; o, dado el numinoso pasaje, perseverar en el abandono
de lo rutinario, no una huida, y dejarse llevar, entregarse a la libertad del entorno
natural.
Y ahí que se presentó la primera
señal, el primer arcano de la música de mi infancia, los que prescribían la sujeción
arraigada a la cotidianeidad para recuperar la memoria desnuda y su hecho, que
no accidente, venciendo el tiempo y a los estadios de la carcoma de los
hábitos, la que horadaba incesante y eficiente la integridad de la magia de los
ensueños y las sugestiones. A esta primera pista y declaración, entonces, las
rodadas en la calle, las paralelas que acuchillaban el lecho de nieve, las que contravenían
las formas rectas, las líneas planas, tirantes, estrictas, por sus curvas, el
espíritu de la geometría, de la geometría urbana, torcidas a pautas, a cánones,
a patrones inflexibles, encauzadas no según la direccionalidad matemática del
universo de la calle, no, sino al interior de las casas, de los hogares, de sus
propias intimidades.
Un maestro del paisaje, Henry David
Thoreau, subrayó mi impresión, mi certera conmoción por la validez de esta
nueva, e indispensable, ayuda en mi búsqueda, o en uno de sus énfasis al que
aferrarme con garantías, la belleza presente cogida de la mano de una escena
del invierno ruso:
“Es la nieve y las bajas temperaturas las que, paradójicamente, nos
recuerdan que también hay un refugio cálido en nuestro interior. Caminar no es
fuga. Uno camina como respira. El cuerpo se hace consciente de sus pulsaciones,
y la mente vuelve a convertirse en mirada. No hay destino sino distancia”
Y allí, en el preámbulo de Miraflores,
con respecto a unas hendeduras como railes de trenes en la nevada, comprendí, y
ahora tenía que asumir, cómo para superar las particularidades de lo acostumbrado,
de la anodina monotonía, tenía que hacerse, hacerlo, en el refugio cálido de mi
interior. En aquel lugar continuaba el camino, la mirada especular en las
calles del Barrio, acompasado a los latidos de mi corazón, de mi corazón de
niño. El niño que jamás huía y, como las risas de las chicas en sus recreos en
la nieve, emplazaban distancias a las exigencias de un destino enmascarado de
hombre tenebroso y adverso. INVIERNO 24. Calle Salvador Marín Carrasco
(Miraflores). Barrio San Francisco. Ronda.
(C)F.J. Calvente.
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