Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



domingo, 26 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 23"

“Un golpe de viento invernal, como “una ráfaga de invierno sin color para mostrar sin hojas para rasgar” de Kawai Chigetsu, llevó las rosas, las risas de las niñas por los callejones; en señales, como unas etéreas llamadas que no permitían contrarrestarse, ni excusarse, ni mucho menos contraponerse con algo que no fuera la indicación de la búsqueda del último acorde, el tercero. Las calles del Barrio, como otras líneas del pentagrama por su inspiración profética y cadencia melancólica” …

Hola. Sí, han pasado unos días desde aquel relato, Invierno 22, que terminó, lo habitual, con el párrafo anterior y con el que comienza este Invierno 23. Días de espera para estas postales de época que hoy, con un agradable sol, con un cielo cada vez más azul, desperezados del fastidioso y huraño levante, de unas lluvias como llantos disimulados, con la calina terrosa de África y su espolvoreo “vintage” por los mundos de esta ciudad soñada, con mayor moral y hasta optimismo, parecen diluirse en la incongruencia del recuerdo de un día de enero y de no ser por la intensidad del mismo y ante la sublime expresión de sus nieves y recreaciones. Una obligada pausa por exigencias ajenas a mí, contra mi voluntad, por capricho de una tecnología cruel y despreciable: un fallo en la toma eléctrica de mi ordenador portátil que me ha dejado fuera, cerrada la puerta al acceso de mi creación guardada, almacenada en sus vísceras de circuitos electrónicos, de fotografías e intenciones embrionarias, atajada arbitrariamente mi necesidad y curiosidad, de alejarme de su ventana hacia los mundos de unas imágenes que para mí valen su emoción, por sus evocaciones anquilosadas en un hito blanco original y fascinador; y sin importarme, aunque lo asuma, los vicios, la disconformidad, la afrenta a ciertos rígidos patrones de la Fotografía (lo siento MP), y a unas letras como pespuntes en este hilar, en el tejer de estas narraciones de invierno.

Días en los que, involuntariamente, indignadamente, he permanecido en un suspenso/suspense molesto, incisivo, atrancada mi válvula de abstracción, de desahogo por las adversas circunstancias del vivir, de las miserias, pasadas y rayanas y desesperadas por su futuro negro. La pausa nefasta, la que incrementa mi desconfianza, mi resignación ante el menoscabo de esas circunstancias y las que no quiero me anulen, me destruyan como persona. La pausa informática, tan blanca, tan fría, la pantalla negra del ordenador, en la que solo me veo yo, en un reflejo anochecido. La parada, sellada, cegada, el añorado pulso parpadeante en la hoja virtual en blanco. La detención, computarizada, congelada al igual que todas las esperas que hacen de la intriga su maldición y también venganza, como esos corazones que dejan de latir por unos instantes, no de una manera definitiva, sino expectantes a su propia interrupción, como los estados de coma, sumergidos en una niebla inconsciente, tupida, deslumbradora y blanca. Una espera incómoda, la que todavía no se ha solucionado, pero que me permite en estas brechas, en estas imprevistas oportunidades, aunque duren días y días, en estos arbitrarios permisos cuando el ordenador quiere, rescatar una foto, estas letras (agradecido quedaría, por los siglos de los siglos, de producirse alguna donación, algún esperado regalo en forma de portátil utilizable y por parte de alma caritativa y desprendida. Amen). Una espera inconclusa, prosigo, y hasta que el cierre informático sea definitivo, infiero que cercano, ansiosa más para mí que para vosotros y por mucha, e innecesaria, atención, y paciencia, que tengan puestas en mi prosa, pocas, y en mi amistad, tal vez mucha; por cuál y nueva fotografía del espectacular universo nevado que ilustraría la narración de una privativa e inclusive fabulosa búsqueda. Una búsqueda personal a través de la sincera expresión de un niño de ayer que intento, codicio encontrar y para manifestar el más alto disfrute y sensación en esta nevisca, y de sus expectaciones que caen del lado de la irrealidad, como si en su fugacidad se advirtiera la existencia, la prueba palpable y sintomática de la magia consustancial a todo. Una búsqueda, por otro lado, y como todo cuanto emprende un camino que se esquina de la normalidad, de aquella en cuyas sombras fuliginosas de lo cotidiano, de la inexcusable permanencia de las grises rutinas, emergen de su infierno para, reencarnado en el demonio de un hombre oscuro, maledicente y acechante, restar, esquilmar en tajos los brotes de trascendencia que impulsan esta indagación ingenua y entrañable a lo largo de un día diseñado por un polvillo mágico de “nunca jamás”, de las fantasías.

La espera ha terminado, o mejor dicho, o escrito, reanudo este relato hasta que el ordenador decida lo contrario. Un relato que quedó en las confianzas de la búsqueda puesta en las calles; y siguiendo a una, o la misma siempre, ráfaga de aire de invierno que llevaba y traía y volvía a llevarse para traerlo otra vez, introduciéndose como los suspiros insolentes por los resquicios de esta calleja, ora por la contigua, ora por esta intersección, una u otra de las intermedias, llevaba y traía el acorde que apenas percibía en su dinámico deambular, el de una música de mi niñez, tan presente, tan indemne, en la guía para estos tiempos inciertos que codician la seguridad, la protección de lo bello. Y como no podía ser de otra manera, apareció Jorge Luis Borges, el Maestro, el maestro de la palabra adecuada, el del arcano adjetivo develado, imprevisto y resonante, éste que, con un lazo de lecturas e imaginaciones, de patios sombríos y luces crepusculares, acercaba los universos más distantes y en este momento, esperaba yo, a este insospechado mundo nevado. Las calles. Un sentido en las cuadrículas de unas vías rectilíneas que confluían en el remanso de sosiego de la Alameda de San Francisco, tales manantiales de pasos que no iban más allá del sobrio coto de las Murallas, donde se detenían y repercutían en ecos notorios. El susurro indeleble del agua del pilar. ¿Por qué? Quizás el tercer acorde que buscaba, se construía, se modulaba, con susurros, con las caricias rumorosas de los cauces de agua, de las olas relamiendo las playas de arena y descubrimientos, cabriolando entre espumas y sorpresas, de los riachuelos saltando entre piedras, escondidos tras bejucos, oquedades subterráneas, tras puentes de ojos asombrados. El compás de una racha de invierno, como los murmullos del agua inquieta, recorriendo las calles del arrabal, de mi Barrio, con la sintonía de quien ayer fui y ahora anhelaba el reencuentro.

Las calles de mi Barrio…

ya son mi entraña”,

Como las arterias que transitan mi cuerpo, el fluir de los tiempos, de las memorias míticas y cotidianas, del sentido que atesora mi futuro, palpitantes, tanto dentro como fuera de mi corazón. Y ahí está, la más cercana, calle Benarrabá, la que siempre será “Uelilla” (deformación gramatical de callejuela-callejuelilla-calle/juelilla-uelilla). La calle secundaria, la trasera, la de sombras y prosaicas funcionalidades, la de las “puertas falsas”, la de cuadras y cocheras y cuartuchos de olvidos, la otra, cenicienta, la que está en detrimento de las vías principales, San Acacio y sobre todo San Francisco en su añadido de Asís. La calle solapada, discreta, ausente, apocada, gris, una de las que no rondan la leyenda, la de unos usos en decadencia, o ya agónicos. Y sin embargo nostálgicos.

No las ávidas calles,
incómodas de turba y ajetreo,
sino las calles desganadas del
Barrio

Desganada. Tanto que incluso ésta no se asombraba de la fantasía de la nevada, como si la rodada de los coches en su pavimento de lajas de piedras estableciera la supremacía de su funcionalidad, inflexible, a la heroica de la quimera de nieve. De cualquier quimera, y en el espejo de su geografía plana, única, sin las ondulaciones de las otras calles. Será por esto lo que me hizo recordar un sueño muy real en su término: Un sonido ensordecedor que pareció traspasar las brumas de la irrealidad al desvelo, y el derrumbe de un muro de piedras sobre mí, el niño que en ese momento caminaba por la calle. La primera vez que sentí cómo los sueños causaban dolor, con punzadas al despertar.

La calle Benarrabá…

casi invisibles de habituales,
enternecidas de penumbra
y de ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de árboles piadosos
donde austeras casitas
apenas se aventuran,
abrumadas por inmortales
distancias,

Calle Benarrabá, “Uelilla”, la que establecía un puente, no obstante, un punto de conexión, de reunión, como si la infinita separación de las paralelas se trascendiera en este primer tramo de la callejuela y en la idea de un procedimiento delimitado del universo, en el paradigma inalterable y universal en torno al nacimiento, crecimiento y muerte de lo creado, inclusive los ensueños, del trabajo para vivir y vivir hasta que llegue la muerte que pone fin a todo, incluso a las esperanzas, a la fe en realidades superiores, espirituales o las que fueran extravagancias de la realidad práctica y ya no sé si pura. El añadido volado que une las dos inexistentes aceras, las hilas de casas enjalbegadas y silenciosas, con su ojo cuadrado de cíclope abierto a la expectativa  en el cumplimiento de la costumbre, como ese pasadero de Spinetta:  “Acércate, sin acercarte...Como un puente que salte la distancia...”, que ni siquiera comunica, ni sobresale, sino que aquí brilla, establece la hegemonía de la certeza, de la cotidianidad establecida en el conjunto de sus hábitos, aquello que siempre estará entre la realidad y la irrealidad, la vida y la muerte, el sueño y la vigilia, lo volátil y corpóreo, materialismo y religión… y borrar de la mente, del alma, cualquier metafísica, o aliento, o nostalgia que no fuera solo el firme  empeño de subsistir en el medio, aquí y ahora y por siempre.

a perderse en la honda visión
de cielo y llanura.
Son para el solitario una
promesa

¿Cuál era mi promesa? ¿No tenía suficiente con aspirar ir a la búsqueda de mi esencia primigenia, la del niño que recorría sin prisas, mas curioso, las calles? ¿Cuál era el mensaje que tenía que entender y asumir? ¿Cuál? Acaso concurría la decisión de echar a volar, definitivamente, de superar las rutinas, los usos prácticos de un vivir que en absoluto significaba a la vida; como si limpiáramos una grabación musical, como si quitáramos el ruido de fondo y dejáramos la desnudez de la melodía para que guiara, a lo mejor, a una comunión efectiva con todo, con el universo de lo probable e improbable, aquello a cuanto hacía factible, exclusivo, suprimir el tiempo, o al menos traer lo pretérito a un presente esperanzado por un futuro inmediato, amable, y a rescatar el espíritu de un niño que olvidé, precisamente, en el mismo tiempo, por las circunstancias de la madurez y del convivir. El niño que tenía la llave, la medida, para tararear una música que me hiciera hoy en día, ya mayor, disfrutar y emocionarme. ¿Dónde? Tal vez podía preguntar a la mujer mayor, la que ya salía de escena por la esquina inferior izquierda, aquella de rostro imperturbable, con cierto airecillo de enojo por lo sorprendente de la nieve en una calle que no estaba para sorpresas ni sobresaltos, ni para ese copo de nieve prendido de su falda oscura, de su usanza de luto, o en la precaución de unos pasos por lo resbaladizo de una ilusión y para la que no valían sujeciones, de lo contrario conjeturaba el derretirse y desaparecer, que fiscalizaran su testimonio. La mujer mayor…

porque millares de almas
singulares las pueblan,
únicas ante Dios y en el
tiempo
y sin duda preciosas.

Había dejado mucho tras de mí, había destruido muchos puentes, incluso aquel de calle Benarrabá, y no podía permitirme seguir con esta actitud rutinaria de no importarme nada. Tenía que cruzar un nuevo puente, o ese al que nunca quise atravesar y quedarme en la sombra de su ojo.

Hacia el Oeste, el Norte y el
Sur
Se han desplegado –y son
También las patria- las calles;

Y el único puente que tenía que construir, o atravesar, o sonreír, a otro o a aquel que veía desde la Alameda de San Francisco, era al del entendimiento, de afinar mis oídos y cantar mi música vital, una vez reunidos los tres acordes. No podía dejar que el agua, el susurro de su pauta, siguiera corriendo sin que jamás volviera atrás.

ojalá en los versos que trazo
estén esas banderas


Un puente de amor, de amor blanco, como las risas de las niñas jugando en la nieve. INVIERNO 23. Calle Benarrabá. Barrio San Francisco. Ronda.


(C)F.J. Calvente.




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