“Un golpe de viento invernal, como
“una ráfaga de invierno sin color para
mostrar sin hojas para rasgar” de Kawai Chigetsu, llevó las rosas, las
risas de las niñas por los callejones; en señales, como unas etéreas llamadas
que no permitían contrarrestarse, ni excusarse, ni mucho menos contraponerse
con algo que no fuera la indicación de la búsqueda del último acorde, el
tercero. Las calles del Barrio, como otras líneas del pentagrama por su
inspiración profética y cadencia melancólica” …
Hola. Sí, han pasado unos días desde
aquel relato, Invierno 22, que terminó, lo habitual, con el párrafo anterior y
con el que comienza este Invierno 23. Días de espera para estas postales de época
que hoy, con un agradable sol, con un cielo cada vez más azul, desperezados del
fastidioso y huraño levante, de unas lluvias como llantos disimulados, con la
calina terrosa de África y su espolvoreo “vintage” por los mundos de esta
ciudad soñada, con mayor moral y hasta optimismo, parecen diluirse en la
incongruencia del recuerdo de un día de enero y de no ser por la intensidad del
mismo y ante la sublime expresión de sus nieves y recreaciones. Una obligada
pausa por exigencias ajenas a mí, contra mi voluntad, por capricho de una
tecnología cruel y despreciable: un fallo en la toma eléctrica de mi ordenador
portátil que me ha dejado fuera, cerrada la puerta al acceso de mi creación
guardada, almacenada en sus vísceras de circuitos electrónicos, de fotografías
e intenciones embrionarias, atajada arbitrariamente mi necesidad y curiosidad, de
alejarme de su ventana hacia los mundos de unas imágenes que para mí valen su
emoción, por sus evocaciones anquilosadas en un hito blanco original y
fascinador; y sin importarme, aunque lo asuma, los vicios, la disconformidad,
la afrenta a ciertos rígidos patrones de la Fotografía (lo siento MP), y a unas
letras como pespuntes en este hilar, en el tejer de estas narraciones de
invierno.
Días en los que, involuntariamente,
indignadamente, he permanecido en un suspenso/suspense molesto, incisivo, atrancada
mi válvula de abstracción, de desahogo por las adversas circunstancias del vivir,
de las miserias, pasadas y rayanas y desesperadas por su futuro negro. La pausa
nefasta, la que incrementa mi desconfianza, mi resignación ante el menoscabo de
esas circunstancias y las que no quiero me anulen, me destruyan como persona.
La pausa informática, tan blanca, tan fría, la pantalla negra del ordenador, en
la que solo me veo yo, en un reflejo anochecido. La parada, sellada, cegada, el
añorado pulso parpadeante en la hoja virtual en blanco. La detención, computarizada,
congelada al igual que todas las esperas que hacen de la intriga su maldición y
también venganza, como esos corazones que dejan de latir por unos instantes, no
de una manera definitiva, sino expectantes a su propia interrupción, como los
estados de coma, sumergidos en una niebla inconsciente, tupida, deslumbradora y
blanca. Una espera incómoda, la que todavía no se ha solucionado, pero que me
permite en estas brechas, en estas imprevistas oportunidades, aunque duren días
y días, en estos arbitrarios permisos cuando el ordenador quiere, rescatar una
foto, estas letras (agradecido quedaría, por los siglos de los siglos, de
producirse alguna donación, algún esperado regalo en forma de portátil utilizable
y por parte de alma caritativa y desprendida. Amen). Una espera inconclusa,
prosigo, y hasta que el cierre informático sea definitivo, infiero que cercano,
ansiosa más para mí que para vosotros y por mucha, e innecesaria, atención, y
paciencia, que tengan puestas en mi prosa, pocas, y en mi amistad, tal vez
mucha; por cuál y nueva fotografía del espectacular universo nevado que
ilustraría la narración de una privativa e inclusive fabulosa búsqueda. Una
búsqueda personal a través de la sincera expresión de un niño de ayer que intento,
codicio encontrar y para manifestar el más alto disfrute y sensación en esta
nevisca, y de sus expectaciones que caen del lado de la irrealidad, como si en
su fugacidad se advirtiera la existencia, la prueba palpable y sintomática de
la magia consustancial a todo. Una búsqueda, por otro lado, y como todo cuanto
emprende un camino que se esquina de la normalidad, de aquella en cuyas sombras
fuliginosas de lo cotidiano, de la inexcusable permanencia de las grises
rutinas, emergen de su infierno para, reencarnado en el demonio de un hombre
oscuro, maledicente y acechante, restar, esquilmar en tajos los brotes de
trascendencia que impulsan esta indagación ingenua y entrañable a lo largo de
un día diseñado por un polvillo mágico de “nunca jamás”, de las fantasías.
La espera ha terminado, o mejor dicho,
o escrito, reanudo este relato hasta que el ordenador decida lo contrario. Un
relato que quedó en las confianzas de la búsqueda puesta en las calles; y siguiendo
a una, o la misma siempre, ráfaga de aire de invierno que llevaba y traía y
volvía a llevarse para traerlo otra vez, introduciéndose como los suspiros
insolentes por los resquicios de esta calleja, ora por la contigua, ora por
esta intersección, una u otra de las intermedias, llevaba y traía el acorde que
apenas percibía en su dinámico deambular, el de una música de mi niñez, tan
presente, tan indemne, en la guía para estos tiempos inciertos que codician la
seguridad, la protección de lo bello. Y como no podía ser de otra manera,
apareció Jorge Luis Borges, el Maestro, el maestro de la palabra adecuada, el
del arcano adjetivo develado, imprevisto y resonante, éste que, con un lazo de
lecturas e imaginaciones, de patios sombríos y luces crepusculares, acercaba
los universos más distantes y en este momento, esperaba yo, a este insospechado
mundo nevado. Las calles. Un sentido en las cuadrículas de unas vías
rectilíneas que confluían en el remanso de sosiego de la Alameda de San
Francisco, tales manantiales de pasos que no iban más allá del sobrio coto de
las Murallas, donde se detenían y repercutían en ecos notorios. El susurro indeleble
del agua del pilar. ¿Por qué? Quizás el tercer acorde que buscaba, se
construía, se modulaba, con susurros, con las caricias rumorosas de los cauces
de agua, de las olas relamiendo las playas de arena y descubrimientos,
cabriolando entre espumas y sorpresas, de los riachuelos saltando entre
piedras, escondidos tras bejucos, oquedades subterráneas, tras puentes de ojos
asombrados. El compás de una racha de invierno, como los murmullos del agua inquieta,
recorriendo las calles del arrabal, de mi Barrio, con la sintonía de quien ayer
fui y ahora anhelaba el reencuentro.
Las calles de mi Barrio…
“ya son mi entraña”,
Como las arterias que transitan mi
cuerpo, el fluir de los tiempos, de las memorias míticas y cotidianas, del
sentido que atesora mi futuro, palpitantes, tanto dentro como fuera de mi
corazón. Y ahí está, la más cercana, calle Benarrabá, la que siempre será “Uelilla”
(deformación gramatical de callejuela-callejuelilla-calle/juelilla-uelilla). La
calle secundaria, la trasera, la de sombras y prosaicas funcionalidades, la de
las “puertas falsas”, la de cuadras y cocheras y cuartuchos de olvidos, la otra,
cenicienta, la que está en detrimento de las vías principales, San Acacio y
sobre todo San Francisco en su añadido de Asís. La calle solapada, discreta,
ausente, apocada, gris, una de las que no rondan la leyenda, la de unos usos en
decadencia, o ya agónicos. Y sin embargo nostálgicos.
“No las ávidas calles,
incómodas
de turba y ajetreo,
sino
las calles desganadas del
Barrio”
Desganada. Tanto que incluso ésta no
se asombraba de la fantasía de la nevada, como si la rodada de los coches en su
pavimento de lajas de piedras estableciera la supremacía de su funcionalidad, inflexible,
a la heroica de la quimera de nieve. De cualquier quimera, y en el espejo de su
geografía plana, única, sin las ondulaciones de las otras calles. Será por esto
lo que me hizo recordar un sueño muy real en su término: Un sonido ensordecedor
que pareció traspasar las brumas de la irrealidad al desvelo, y el derrumbe de
un muro de piedras sobre mí, el niño que en ese momento caminaba por la calle.
La primera vez que sentí cómo los sueños causaban dolor, con punzadas al
despertar.
La calle Benarrabá…
“casi invisibles de habituales,
enternecidas
de penumbra
y
de ocaso
y
aquellas más afuera
ajenas
de árboles piadosos
donde
austeras casitas
apenas
se aventuran,
abrumadas
por inmortales
distancias,”
Calle Benarrabá, “Uelilla”, la que
establecía un puente, no obstante, un punto de conexión, de reunión, como si la
infinita separación de las paralelas se trascendiera en este primer tramo de la
callejuela y en la idea de un procedimiento delimitado del universo, en el
paradigma inalterable y universal en torno al nacimiento, crecimiento y muerte
de lo creado, inclusive los ensueños, del trabajo para vivir y vivir hasta que
llegue la muerte que pone fin a todo, incluso a las esperanzas, a la fe en
realidades superiores, espirituales o las que fueran extravagancias de la
realidad práctica y ya no sé si pura. El añadido volado que une las dos
inexistentes aceras, las hilas de casas enjalbegadas y silenciosas, con su ojo
cuadrado de cíclope abierto a la expectativa en el cumplimiento de la costumbre, como ese pasadero
de Spinetta: “Acércate, sin acercarte...Como un puente que salte la distancia...”,
que ni siquiera comunica, ni sobresale, sino que aquí brilla, establece la hegemonía
de la certeza, de la cotidianidad establecida en el conjunto de sus hábitos,
aquello que siempre estará entre la realidad y la irrealidad, la vida y la
muerte, el sueño y la vigilia, lo volátil y corpóreo, materialismo y religión… y
borrar de la mente, del alma, cualquier metafísica, o aliento, o nostalgia que
no fuera solo el firme empeño de
subsistir en el medio, aquí y ahora y por siempre.
“a perderse en la honda visión
de
cielo y llanura.
Son
para el solitario una
promesa”
¿Cuál era mi promesa? ¿No tenía
suficiente con aspirar ir a la búsqueda de mi esencia primigenia, la del niño
que recorría sin prisas, mas curioso, las calles? ¿Cuál era el mensaje que
tenía que entender y asumir? ¿Cuál? Acaso concurría la decisión de echar a
volar, definitivamente, de superar las rutinas, los usos prácticos de un vivir
que en absoluto significaba a la vida; como si limpiáramos una grabación
musical, como si quitáramos el ruido de fondo y dejáramos la desnudez de la
melodía para que guiara, a lo mejor, a una comunión efectiva con todo, con el
universo de lo probable e improbable, aquello a cuanto hacía factible, exclusivo,
suprimir el tiempo, o al menos traer lo pretérito a un presente esperanzado por
un futuro inmediato, amable, y a rescatar el espíritu de un niño que olvidé,
precisamente, en el mismo tiempo, por las circunstancias de la madurez y del
convivir. El niño que tenía la llave, la medida, para tararear una música que
me hiciera hoy en día, ya mayor, disfrutar y emocionarme. ¿Dónde? Tal vez podía
preguntar a la mujer mayor, la que ya salía de escena por la esquina inferior
izquierda, aquella de rostro imperturbable, con cierto airecillo de enojo por
lo sorprendente de la nieve en una calle que no estaba para sorpresas ni
sobresaltos, ni para ese copo de nieve prendido de su falda oscura, de su usanza
de luto, o en la precaución de unos pasos por lo resbaladizo de una ilusión y
para la que no valían sujeciones, de lo contrario conjeturaba el derretirse y
desaparecer, que fiscalizaran su testimonio. La mujer mayor…
“porque millares de almas
singulares
las pueblan,
únicas
ante Dios y en el
tiempo
y
sin duda preciosas.”
Había dejado mucho tras de mí,
había destruido muchos puentes, incluso aquel de calle Benarrabá, y no podía permitirme
seguir con esta actitud rutinaria de no importarme nada. Tenía que cruzar un
nuevo puente, o ese al que nunca quise atravesar y quedarme en la sombra de su
ojo.
“Hacia el Oeste, el Norte y el
Sur
Se
han desplegado –y son
También
las patria- las calles;”
Y el único puente que tenía que
construir, o atravesar, o sonreír, a otro o a aquel que veía desde la Alameda
de San Francisco, era al del entendimiento, de afinar mis oídos y cantar mi
música vital, una vez reunidos los tres acordes. No podía dejar que el agua, el
susurro de su pauta, siguiera corriendo sin que jamás volviera atrás.
“ojalá en los versos que trazo
estén
esas banderas”
Un puente de amor, de amor blanco,
como las risas de las niñas jugando en la nieve. INVIERNO 23. Calle Benarrabá.
Barrio San Francisco. Ronda.
(C)F.J. Calvente.
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