Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 1 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 26"

“… la melodía de tres acordes necesaria para trascender en mi corazón la desalmada redundancia, costumbre, el desgarrador pálpito de la vida al que el otro invierno que no era níveo, con sus ínfulas de muerte, jamás vencería. ¿Cómo?: "sobre la nieve blanca, la vida roja y roja/ hace la nieve cálida, siembra fuego en la nieve." Adelante.” Un momento. ¿Qué esperas?, nada. ¿Entonces? Lo ignoro. Acaso, siquiera conociendo el camino, la música a seguir, desconocía cuál de sus entradas elegir, por cuál de sus introitos armónicos, o la decisión para que tomara una y desdeñara otra u otras o porqué esta sí y aquella no… ¿Indeciso?, sin duda. Aunque sospechaba el significado de la presunción, me mostraba remiso en reconocer que necesitaba de compañía, de una guía para que me fuera descubriendo, o sugiriendo, el coraje para desleír las encrucijadas, el compás de mis pasos. Un remusgo extraño e incómodo acerca de algo que la propia magia de la búsqueda, o del entorno, o del deseo, ya disponía su desenlace dentro de poco y a poco que dejara de imaginar y regresara al jardín de calle Imágenes donde las niñas jugaban en la nieve. ¿Vamos?

Un segundo. ¿Quieres? Me hallaba protegido, a gusto, allá arriba, en la torre de las Murallas. La visión del Barrio, de su Alameda, su caserío, los árboles, las montañas, Almola, las calles… espolvoreados de harina fresca. ¿Sensible?, por supuesto. El acento nevado, copioso, acusado, incitante de solaces que acrecentaban su apremio en el mismo horizonte o grado que la fuerza de mi imaginación; pues el tiempo volaba, ¿volaba?, rápido, vuela, vuela…, aprovecharlo; ante un cielo cada vez más abierto, cada vez con más trazos o desgarros de azul, de invierno común, molesto por esto de la nevada, de la que inspiraba su aliento helado, este que no volvería a exhalar más o la maravilla de la escarcha hasta… ¿Quién lo sabe?, solo el destino, vuela, vuela…, y había que valerlo; y al igual que las rodadas en las calles se hacían más espaciosas, derritiendo la nieve y deshaciendo las paralelas de la eternidad por el húmedo charol de una festividad de invierno, o de las lágrimas de rímel por un historia de amor desencantada. ¿Poeta?, fracasado. Tenía que prestarme, ¡ya!, a la calidad de tan caprichoso manto blanco: disfrutar, regocijarme, saltar, revolcarme, tirar y que me tiren bolas, modelar mi propio yo en un muñeco de nieve…; como un niño, el niño que, del mismo modo, me alentaba, me urgía, me gritaba: “¡Adelante!” ¿Venga?, espera. Y, sin embargo, demoraba el plantel de la imaginación en lo alto del semicilíndrico torreón de la Muralla, pausaba la trama. ¿Por qué? Un segundo. Por favor. Las calles. Deseaba insistir, solo por unos instantes, en el azogue nostálgico de las callejuelas, de sus vivencias, de las memorias ilusionantes en ellas contenidas y afianzadas en el acopio mítico del Barrio, en la tradición esculpida por la honestidad de sus vecinos, de sus gentes. ¿Soñar?, no, vivir del recuerdo.

¿Cómo estás?, ensimismado. ¿Contento?, sí, dichoso y absorto en la fascinante quietud de la nevisca, en mi Barrio engalanado con pomposidad de armiño y talco, en las rutilantes evocaciones de mi infancia que en este fantástico escenario curvaban la nostalgia con una sonrisa luminosa, generosa, cálida, y por la que remolineaban alegres efemérides, como los copos de nieve durante la madrugada de este día de enero. ¿Oyes?, sí. Una bandada de palomas, también blancas, zureos mimetizados en el recogido agitar de alas como unos libros abiertos, procedente de la iglesia del Espíritu Santo, pasó unos metros por encima de mi presencia o figuración y en dirección a la ermita Virgen de Gracia que terminó por engullirla en su agujero negro de catástrofe. ¿Sorprendido?, claro. Aves, animales, pájaros, testimoniales en la pausa recargada del ambiente nevado, desaparecidos, resguardados en las aprensiones de sus destierros, del recelo por lo excepcional y aunque así de bello concurriese, como estas rimas de Susana March, reticentes, concernientes a lo escrito, de un “Diciembre” que se hizo Enero por las disfunciones del último Otoño que quiso ser verano y breve se quedó por la inopinada y rotunda llegada del Invierno:


Diciembre levanta un cáliz
de pájaros en exilio.
Yo dormida voy soñando
dulces lares encendidos.


Sobrio sosiego del baluarte que hacía soñadora mi mirada. ¿Todavía?, aún. La Alameda, de San Francisco, de la que jamás tendré, ni me impondrá, límites para amarla con versos, para con mi difícil prosa abrazarla con ternura, con sencillez y respeto. Los árboles de un clásico navideño, reposados, callados, nada susurraban, dormían, ni un ligero temblor de añoranzas primaverales. La manzana de casas, conformada entre las calles Marbella, Ruedo Alameda y una distraída Sauco, de tejados embozados de chilabas blancas, de alturas accidentales, viejas y nuevas, la cal más refulgente; la farmacia, abajo, abierta, en la incisiva esquina abarcando el retorno por Ruedo Alameda, la voluptuosa huida por Marbella; esquina filosa, puntera, enfática, como un mecanismo de defensa de la orografía urbana y con la que evitar su ambición solapada, absorbida por el parapeto majestuoso desde el que yo, con condescendencia, observaba, sentía y miraba sin ver o con los otros ojos del alma. ¿Posible?, y tanto. Y entre las casas, entre las inadvertidas vías de San Sebastián y Sauco/Ruedo Alameda y Marbella, la ermita, avisada por un cartel de azulejos amarillos que indicaba mi colegio, el primero, cerrado, abandonado, vivo en las reminiscencias de los fantasmas de unos niños que estudiaron la EGB y diseñaron los arquetipos de un mundo que, a resultas, no alcanzó ni un esbozo de cuanto idearon. ¿Triste?, la existencia.

Empero válidas, las remembranzas, para encontrar, en esta nevada y en las ocasiones esporádicas donde los vacíos de adentro duelen como el frío de esta nieve y humedecen los ojos con la visión de las muchas derrotas con las que en todo momento, salvo en estos, nos dejamos engañar, las disfrazamos de conquistas, y porque de esta manera no desentonábamos con el discurrir uniforme de la sociedad, de lo correcto; útiles memorias para materializar la quimera de un poema, el del principio, y con el que una vez más, en absoluto definitiva, ser el niño que allí fui, quien se hizo identidad y ahora una necesidad. ¿Inquieto?, mucho. La urgencia de encontrarme de nuevo, ayudarme en mi lucha contra las catervas de la soledad, de todas mis prórrogas por no descubrir mi papel, mi sentido en el universo. ¿Pusilánime?, bastante. Y todo, poco o grande resultaba accesorio, por disfrutar de la nevada sin mínimos ni ofuscaciones. La posibilidad de sembrar fuego en la nieve.

Y junto al colegio, al edificio escolar abandonado, o incrustada en solidaridad de su desolación, la maltrecha ermita Virgen de Gracia, sin bóveda, sin techo, menesterosa, su hueco rectangular, tragaderas insaciables, el devorador entresijo de nieves, de polvos, penumbras y méritos.

¿Más tiempo?, luego. Y luego el campo, indisoluble, la tierra, la naturaleza investida con la tela alba de los inviernos inesperados y por ello memorables; los almendros pronto en flor, hoy sorprendidos por la muerte pasajera, los olivos remontando las suaves ondulaciones de una línea de montañas inmediatas, sencillas y fáciles; y allá, arriba, en el fondo, imperiosa, la mesa cósmica, la Cancha de Almola, vigilante, silenciosa, pétrea, pretenciosa del elevado color del cielo, grises que codician los azules, los malvas, misteriosa. ¿Hermética?, y diáfana. Y una brisa, más que airecillo era una insinuación, la que olía a sutileza, a las brumas de la irrealidad, al paso de las nubes cargadas de lluvia, ojalá de nieves, bisbiseaba una “Jaculatoria a la nieve”, y dispersaba el poema de, ¿quién?, Amado Nervo:


“¡Qué maravillosa es la Naturaleza!
Pues, ¿no da luz la nieve? ¡Inmaculada
y misteriosa, trémula y callada,
paréceme que mudamente reza
al caer…! ¡Oh Nevada!”


¿Vamos?, un momento, un segundo, un poco más, de tiempo, de consuelo, de confianza. ¿Más?, sí, por favor. Miraba sin ver desde aquí arriba las calles, estas dos calles: Ruedo Alameda con sus ínfimas rodadas, recta, cierta, firme, que vertía su confianza recibida del corazón del Barrio, en escolta de la alameda de descansos y portentos, alegórica en la seguridad del camino, de la música, de la bondad de mi búsqueda; calle Marbella, ya sin rodadas, el trasiego incesante de viajeros, sinuosa, perpleja, en su huida hacia cualquier lugar siempre que fuera externo, de  afuera, lejano, alejado, la fuga que espejeaba en su lustroso asfalto, las dudas que tenía que amordazar con un amor de esperanzas. ¿Para qué?, para confirmar la metáfora y encender el fuego, el calor en mi corazón, y reanudar la busca de mi yo niño para que juegue con las risas de las niñas en la nieve, con o sin guía, una vez quebrada la rutina y desplazado por la luz, nívea y fría, su personificación en un hombre oscuro. ¿Dónde está? Ni idea, acaso en la noche. ¿La nieve es blanca en la oscuridad? Un demonio deambulando de noche por las calles. INVIERNO 26. Calles Marbella y Ruedo Alameda. Barrio San Francisco. Ronda.

(C)F.J. Calvente


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