“… la melodía de tres acordes
necesaria para trascender en mi corazón la desalmada redundancia, costumbre, el
desgarrador pálpito de la vida al que el otro invierno que no era níveo, con
sus ínfulas de muerte, jamás vencería. ¿Cómo?: "sobre la nieve blanca, la vida roja y roja/ hace la nieve cálida,
siembra fuego en la nieve." Adelante.” Un momento. ¿Qué esperas?,
nada. ¿Entonces? Lo ignoro. Acaso, siquiera conociendo el camino, la música a
seguir, desconocía cuál de sus entradas elegir, por cuál de sus introitos armónicos,
o la decisión para que tomara una y desdeñara otra u otras o porqué esta sí y
aquella no… ¿Indeciso?, sin duda. Aunque sospechaba el significado de la
presunción, me mostraba remiso en reconocer que necesitaba de compañía, de una
guía para que me fuera descubriendo, o sugiriendo, el coraje para desleír las
encrucijadas, el compás de mis pasos. Un remusgo extraño e incómodo acerca de
algo que la propia magia de la búsqueda, o del entorno, o del deseo, ya
disponía su desenlace dentro de poco y a poco que dejara de imaginar y regresara
al jardín de calle Imágenes donde las niñas jugaban en la nieve. ¿Vamos?
Un segundo. ¿Quieres? Me hallaba
protegido, a gusto, allá arriba, en la torre de las Murallas. La visión del
Barrio, de su Alameda, su caserío, los árboles, las montañas, Almola, las
calles… espolvoreados de harina fresca. ¿Sensible?, por supuesto. El acento nevado,
copioso, acusado, incitante de solaces que acrecentaban su apremio en el mismo horizonte
o grado que la fuerza de mi imaginación; pues el tiempo volaba, ¿volaba?, rápido,
vuela, vuela…, aprovecharlo; ante un cielo cada vez más abierto, cada vez con
más trazos o desgarros de azul, de invierno común, molesto por esto de la nevada,
de la que inspiraba su aliento helado, este que no volvería a exhalar más o la
maravilla de la escarcha hasta… ¿Quién lo sabe?, solo el destino, vuela, vuela…,
y había que valerlo; y al igual que las rodadas en las calles se hacían más espaciosas,
derritiendo la nieve y deshaciendo las paralelas de la eternidad por el húmedo
charol de una festividad de invierno, o de las lágrimas de rímel por un
historia de amor desencantada. ¿Poeta?, fracasado. Tenía que prestarme, ¡ya!, a
la calidad de tan caprichoso manto blanco: disfrutar, regocijarme, saltar, revolcarme,
tirar y que me tiren bolas, modelar mi propio yo en un muñeco de nieve…; como un
niño, el niño que, del mismo modo, me alentaba, me urgía, me gritaba: “¡Adelante!”
¿Venga?, espera. Y, sin embargo, demoraba el plantel de la imaginación en lo
alto del semicilíndrico torreón de la Muralla, pausaba la trama. ¿Por qué? Un
segundo. Por favor. Las calles. Deseaba insistir, solo por unos instantes, en
el azogue nostálgico de las callejuelas, de sus vivencias, de las memorias
ilusionantes en ellas contenidas y afianzadas en el acopio mítico del Barrio,
en la tradición esculpida por la honestidad de sus vecinos, de sus gentes. ¿Soñar?,
no, vivir del recuerdo.
¿Cómo estás?, ensimismado. ¿Contento?,
sí, dichoso y absorto en la fascinante quietud de la nevisca, en mi Barrio
engalanado con pomposidad de armiño y talco, en las rutilantes evocaciones de
mi infancia que en este fantástico escenario curvaban la nostalgia con una
sonrisa luminosa, generosa, cálida, y por la que remolineaban alegres efemérides,
como los copos de nieve durante la madrugada de este día de enero. ¿Oyes?, sí. Una
bandada de palomas, también blancas, zureos mimetizados en el recogido agitar
de alas como unos libros abiertos, procedente de la iglesia del Espíritu Santo,
pasó unos metros por encima de mi presencia o figuración y en dirección a la
ermita Virgen de Gracia que terminó por engullirla en su agujero negro de catástrofe.
¿Sorprendido?, claro. Aves, animales, pájaros, testimoniales en la pausa
recargada del ambiente nevado, desaparecidos, resguardados en las aprensiones
de sus destierros, del recelo por lo excepcional y aunque así de bello concurriese,
como estas rimas de Susana March, reticentes, concernientes a lo escrito, de un
“Diciembre” que se hizo Enero por las disfunciones del último Otoño que quiso
ser verano y breve se quedó por la inopinada y rotunda llegada del Invierno:
“Diciembre levanta un cáliz
de
pájaros en exilio.
Yo
dormida voy soñando
dulces
lares encendidos.”
Sobrio sosiego del baluarte que hacía
soñadora mi mirada. ¿Todavía?, aún. La Alameda, de San Francisco, de la que
jamás tendré, ni me impondrá, límites para amarla con versos, para con mi
difícil prosa abrazarla con ternura, con sencillez y respeto. Los árboles de un
clásico navideño, reposados, callados, nada susurraban, dormían, ni un ligero
temblor de añoranzas primaverales. La manzana de casas, conformada entre las
calles Marbella, Ruedo Alameda y una distraída Sauco, de tejados embozados de
chilabas blancas, de alturas accidentales, viejas y nuevas, la cal más
refulgente; la farmacia, abajo, abierta, en la incisiva esquina abarcando el
retorno por Ruedo Alameda, la voluptuosa huida por Marbella; esquina filosa,
puntera, enfática, como un mecanismo de defensa de la orografía urbana y con la
que evitar su ambición solapada, absorbida por el parapeto majestuoso desde el
que yo, con condescendencia, observaba, sentía y miraba sin ver o con los otros
ojos del alma. ¿Posible?, y tanto. Y entre las casas, entre las inadvertidas
vías de San Sebastián y Sauco/Ruedo Alameda y Marbella, la ermita, avisada por
un cartel de azulejos amarillos que indicaba mi colegio, el primero, cerrado,
abandonado, vivo en las reminiscencias de los fantasmas de unos niños que
estudiaron la EGB y diseñaron los arquetipos de un mundo que, a resultas, no alcanzó
ni un esbozo de cuanto idearon. ¿Triste?, la existencia.
Empero válidas, las remembranzas,
para encontrar, en esta nevada y en las ocasiones esporádicas donde los vacíos
de adentro duelen como el frío de esta nieve y humedecen los ojos con la visión
de las muchas derrotas con las que en todo momento, salvo en estos, nos dejamos
engañar, las disfrazamos de conquistas, y porque de esta manera no
desentonábamos con el discurrir uniforme de la sociedad, de lo correcto; útiles
memorias para materializar la quimera de un poema, el del principio, y con el
que una vez más, en absoluto definitiva, ser el niño que allí fui, quien se
hizo identidad y ahora una necesidad. ¿Inquieto?, mucho. La urgencia de encontrarme
de nuevo, ayudarme en mi lucha contra las catervas de la soledad, de todas mis
prórrogas por no descubrir mi papel, mi sentido en el universo. ¿Pusilánime?,
bastante. Y todo, poco o grande resultaba accesorio, por disfrutar de la nevada
sin mínimos ni ofuscaciones. La posibilidad de sembrar fuego en la nieve.
Y junto al colegio, al edificio escolar
abandonado, o incrustada en solidaridad de su desolación, la maltrecha ermita
Virgen de Gracia, sin bóveda, sin techo, menesterosa, su hueco rectangular, tragaderas
insaciables, el devorador entresijo de nieves, de polvos, penumbras y méritos.
¿Más tiempo?, luego. Y luego el
campo, indisoluble, la tierra, la naturaleza investida con la tela alba de los
inviernos inesperados y por ello memorables; los almendros pronto en flor, hoy sorprendidos
por la muerte pasajera, los olivos remontando las suaves ondulaciones de una
línea de montañas inmediatas, sencillas y fáciles; y allá, arriba, en el fondo,
imperiosa, la mesa cósmica, la Cancha de Almola, vigilante, silenciosa, pétrea,
pretenciosa del elevado color del cielo, grises que codician los azules, los
malvas, misteriosa. ¿Hermética?, y diáfana. Y una brisa, más que airecillo era
una insinuación, la que olía a sutileza, a las brumas de la irrealidad, al paso
de las nubes cargadas de lluvia, ojalá de nieves, bisbiseaba una “Jaculatoria a
la nieve”, y dispersaba el poema de, ¿quién?, Amado Nervo:
“¡Qué
maravillosa es la Naturaleza!
Pues,
¿no da luz la nieve? ¡Inmaculada
y
misteriosa, trémula y callada,
paréceme
que mudamente reza
al
caer…! ¡Oh Nevada!”
¿Vamos?, un momento, un segundo, un
poco más, de tiempo, de consuelo, de confianza. ¿Más?, sí, por favor. Miraba sin
ver desde aquí arriba las calles, estas dos calles: Ruedo Alameda con sus
ínfimas rodadas, recta, cierta, firme, que vertía su confianza recibida del
corazón del Barrio, en escolta de la alameda de descansos y portentos, alegórica
en la seguridad del camino, de la música, de la bondad de mi búsqueda; calle
Marbella, ya sin rodadas, el trasiego incesante de viajeros, sinuosa, perpleja,
en su huida hacia cualquier lugar siempre que fuera externo, de afuera, lejano, alejado, la fuga que
espejeaba en su lustroso asfalto, las dudas que tenía que amordazar con un amor
de esperanzas. ¿Para qué?, para confirmar la metáfora y encender el fuego, el
calor en mi corazón, y reanudar la busca de mi yo niño para que juegue con las
risas de las niñas en la nieve, con o sin guía, una vez quebrada la rutina y desplazado
por la luz, nívea y fría, su personificación en un hombre oscuro. ¿Dónde está? Ni
idea, acaso en la noche. ¿La nieve es blanca en la oscuridad? Un demonio deambulando
de noche por las calles. INVIERNO 26. Calles Marbella y
Ruedo Alameda. Barrio San Francisco. Ronda.
(C)F.J. Calvente
No hay comentarios:
Publicar un comentario