“… superar las particularidades de
lo acostumbrado, de la anodina monotonía, tenía que hacerse, hacerlo, en el
refugio cálido de mi interior. En aquel lugar continuaba el camino, la mirada
especular en las calles del Barrio, acompasado a los latidos de mi corazón, de
mi corazón de niño. El niño que jamás huía y, como las risas de las chicas en
sus recreos en la nieve, emplazaban distancias a las exigencias de un destino enmascarado
de hombre tenebroso y adverso.” Tal vez por esto, esta búsqueda en mi interior,
¿dónde?, en mi corazón, ¿de qué?, del espíritu de mi niñez, y del que una
realidad temible, ¿cuál?, la rutina, urdía por secuestrarlo, destruirlo, en la
encarnación de un demonio, ¿cierto?, tan real, de un hombre hecho de sombras y
negros presagios, ¿sigues?, sigo: por esto mi imaginación callejera voló hacia
la calle Polvero, seguro que la vía más recóndita, protegida e interior de
todas las del Barrio San Francisco.
Polvero que no proviene de polvo,
¿sabes?, de una gran cantidad de polvo, de un localismo lingüístico centroamericano;
o de lo que pudiera suponer un suelo que no es de tierra, o incluso a cómo
sería la desintegración de la gloriosa piedra de la muralla por un toque
apocalíptico y al igual sucedió, atestigua la fábula bíblica, con los muros de
Jericó; no, sino el nombre procede de polvorín, lugar dispuesto para guardar la
pólvora y otros explosivos, interpretando cierta historia local del
setecientos, ¿de aquí?, sí, de Ronda, con sus alistados o de la hueste concejil
en la guerra contra el moro. Primera casualidad, ¿seguro?, vale, ésta no existe,
no concurre, por lo que corrijo y diré que primera curiosidad o simetría: la
alusión al fuego, explosión, calor… de ese calor interno, interior, propio de
las efusiones, de las pasiones, y de los anhelos de vivir, ¿tuyo?, sí, por qué
no, de mi búsqueda en el reencuentro con un niño, el niño, yo aquel que fui, ¿para
qué? para quemar, explotar, incendiar la monotonía, mi hastío, ¿por qué? Necesito,
de una manera instintiva, sincera, generosa, disfrutar de este universo
excepcional de nieves y encantos. ¿Quién es este? Miguel Hernández:
“Diciembre ha congelado su aliento de dos filos,
y
lo resopla desde los cielos congelados,
como
una llama seca desarrollada en hilos,
como
una larga ruina que ataca a los soldados.
Nieve
donde el caballo que impone sus pisadas
es
una soledad de galopante luto.
Nieve
de uñas cernidas, de garras derribadas,
de
celeste maldad, de desprecio absoluto.
Muerde,
tala, traspasa como un tremendo hachazo,
con
un hacha de mármol encarnizado y leve.
Desciende,
se derrama como un deshecho abrazo
de
precipicios y alas, de soledad y nieve.
Esta
agresión que parte del centro del invierno,
hambre
cruda, cansada de tener hambre y frío,
amenaza
al desnudo con un rencor eterno,
blanco,
mortal, hambriento, silencioso, sombrío.
Quiere
aplacar las fraguas, los odios, las hogueras,
quiere
cegar los mares, sepultar los amores:
y
se va elevando lentas y diáfanas barreras,
estatuas
silenciosas y vidrios agresores.
Que
se derrame a chorros el corazón de lana
de
tantos almacenes y talleres textiles,
para
cubrir los cuerpos que queman la mañana
con
la voz, la mirada, los pies y los fusiles.
Ropa
para los cuerpos que pueden ir desnudos,
que
pueden ir vestidos de escarchas y de hielos:
de
piedra enjuta contra los picotazos rudos,
las
mordeduras pálidas y los pálidos vuelos.
Ropa
para los cuerpos que rechazan callados
los
ataques más blancos con los huesos más rojos.
Porque
tienen el hueso solar estos soldados,
y
porque son hogueras con pisadas, con ojos.
La
frialdad se abalanza, la muerte se deshoja,
el
clamor que no suena, pero que escucho, llueve.
Sobre
la nieve blanca, la vida roja y roja
hace
la nieve cálida, siembra fuego en la nieve.
Tan
decididamente son el cristal de roca
que
sólo el fuego, sólo la llama cristaliza,
que
atacan con el pómulo nevado, con la boca,
y
vuelven cuanto atacan recuerdos de ceniza.”
Calle Polvero, ¿existe?, según mi
conveniencia y para lo que allá llegué, aunque fuese imaginando, es un callejón
pequeño, limitado, cerrado; y al mismo tiempo, por la impronta munífica del
entorno, respetuoso, abierto, señalado por unas perspectivas a las que solo el
miedo, o el respeto, frenaban la participación en su despliegue. Será por esta
configuración, o definición, un micro universo bello pero extraño, de penumbras
perpetuas que no infundían detención, ni recelos, y las que, no obstante, me
preocupaban, ¿qué te preocupaba?, por si modelasen la figura de un individuo
negro y maledicente, ¿aquel?, sí, quien del mismo modo temía irrumpiera en mi
frágil ensoñación, ante la cómplice travesura e impudor del lugar, por la
puerta calada en la inexpugnable barbacana. Pavor por las inercias acechantes,
intrigantes por devolverme a las grisuras del diario, como esas fantasías
desleídas en la madrugada, como esa mariposa que atrapas con la mano y, al
abrirla, observas asombrado, decepcionado, cómo se desvanece en un polvillo,
precisamente, mágico, con esa fugacidad de la textura de los recuerdos. De ahí,
pues, a que mi mirada soñadora, ¿de aquel demonio negro?, no, de la callejuela,
la hiciese desde lo alto, arriba, casi a vuelo de pájaro, o al igual que una de
esas palomas, pocas, que revoloteaban desde los huecos de la iglesia del
Espíritu Santo, batiendo sus alas con premura y terror, por la abrumadora
mortaja blanca que había cubierto el mundo y con su frío las esperanzas. Yo no
era un pájaro, ni podía volar, ni mi imaginación, con todos sus recursos y prodigalidad,
me permitía o accedía a una incursión aérea, ingrávida, ¡ojalá! ¿Inténtalo?, no,
al igual que hay cosas que se pueden ver sin mirarlas, mi entelequia convino a
subirme a una de las torres de las Murallas, y desde allí, asomado y aferrado a
su curvo antepecho, por poco tiempo pues la sólida y abundante escarcha que lo forraba
me quemaba las manos descubiertas, ¿guantes?, no, tenía que ir desnudo,
¿continúas?, continúo: desde lo alto vi para qué anhelé acudir, codiciar, ¿qué?,
a cuanto me sirviese de sostén, de ayuda, de icono, de plegaria, de alegoría, ¿tanto?,
no mucho, solo la significación de mi búsqueda por la niñez; ¿algo más?, por
supuesto, y para lo que no quería ver o encontrarme: la adversidad, lo
antagónico, la oscuridad, el retorno a una cotidianidad deslucida e inane.
Y con esta fe en la protección de
la torre, en su pétreo resguardo elevado, advertí, con la misma ingenuidad de mi
mirada interior, la calle Polvero en trasunto de un corazón, ¿cuál?, el mío, adonde
tenía que fraguarse la superación de los contrarios, la ruptura con la
monotonía, ¿sólo?, y oír la música de mi infancia, y emprender la aventura que me
llevaría al disfrute, el placer de arroparme con el albo manto de invierno.
¿Cómo? Confiaba en encontrar allí la respuesta, el sentido del calor de las
risas de las niñas en sus recreos por la nieve.
¿Qué ves? La extensión del jardín
al socaire del majestuoso lienzo de la muralla, que al adentrarse en el ínfimo
recuadro conformado por unas casas limítrofes con calle Marbella, con las grises
peñas y la muralla al otro lado, en la otra orilla legendaria, al frente con
una empalizada de lanzas que hendían el cielo de mármol, conformaba la calle
Polvero. Un pub, abierto, al fondo y a la derecha del callejón, de nombre
“original”, y otro pub, cerrado, en superficie o al aire libre, tras la verja
de incisivos hierros, una terraza y la barra emplazada en una cueva, de nombre
también “original”, tildaban con cierta modernidad o extravagancia el lugar. ¿Más?
Arriba, o al frente de mi posición escorada, el cubo sagrado de la iglesia del
Espíritu Santo, como un incendio consolidado, gélido, desapegado, tras una de
las explosiones, figuradas, del polvorín de abajo. Las casas, dos, tres, como
escaparates pudorosos, cerraban sus puertas y ventanas. ¿Entonces? La señal: Si
bien la nieve exhortaba con cubrir huellas e identificaciones, era palmaria la
mezcolanza de los elementos naturales, de los árboles, arbustos y de las
reminiscencias de las flores más bellas, como una sorprendente síntesis de las
estaciones que distribuyen el tiempo y el espacio, los sentidos y las
emociones. Palmeras esbeltas, árboles petrificados de ramas desnudas gesticulando
una muerte invernal, sonrientes en cambio los pespuntes coloridos,
tornasolados, en la singularidad y bienvenida de uno de los chaparros,
provocadores y exultantes asimismo los del árbol del fondo, tras las lanzas, y
protagonista de una postal anterior en esta serie de invierno. ¿Sí? Por
supuesto, “Invierno 7”. ¿Prosigues?, prosigo: La umbría del callejón, en el
escenario mítico, como si allá George Sand descubriera aquello de “El otoño es un andante melancólico y
gracioso que prepara admirablemente el solemne adagio del invierno”; el más
sublime invierno, el más espectacular, el más sentido por sus sentidos. ¿Admirable?,
y excepcional: Un fundidor demiúrgico, esotérico, sutil, inabordable, creador
de tantas maravillas, de tantos milagros, de tantos ensueños cristalizados, como
el de una primavera del espíritu que, también para Antonio Porchia, allí
florecía, en invierno.
Insistir. Confiar. ¿Dispuesto?, sí.
Tenía que batallar por aprehender la expresión de mi búsqueda, de la música de
la infancia, de mi yo niño, de la transmutación de todos y de todo en los
vasares de mi corazón. ¿Cómo?, no sé, solo que tenía que luchar. Luchar, tal
aludía y evocaba el poema anterior de Miguel Hernández, yo, ¿tú?, “El soldado y
la nieve", el soldado en la guardia de aquel polvorín épico,
mefistofélico, el viajero alistado que endurece sus sueños en un enero que ha “congelado su aliento”, contrariando con
su indagación melancólica la visión de una nieve que no debía ser "como una larga ruina que ataca a los
soldados". ¿Y?, intuía el secreto, la voz, la melodía de tres acordes
necesaria para trascender en mi corazón la desalmada redundancia, costumbre, el
desgarrador pálpito de la vida al que el otro invierno que no era níveo, con
sus ínfulas de muerte, jamás vencería. ¿Cómo?: "sobre la nieve blanca, la vida roja y roja/ hace la nieve cálida,
siembra fuego en la nieve." Adelante. INVIERNO 25. Calle Polvero.
Murallas. Barrio San Francisco. Ronda.
(C)F.J.Calvente
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