Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 28 de febrero de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 25"

“… superar las particularidades de lo acostumbrado, de la anodina monotonía, tenía que hacerse, hacerlo, en el refugio cálido de mi interior. En aquel lugar continuaba el camino, la mirada especular en las calles del Barrio, acompasado a los latidos de mi corazón, de mi corazón de niño. El niño que jamás huía y, como las risas de las chicas en sus recreos en la nieve, emplazaban distancias a las exigencias de un destino enmascarado de hombre tenebroso y adverso.” Tal vez por esto, esta búsqueda en mi interior, ¿dónde?, en mi corazón, ¿de qué?, del espíritu de mi niñez, y del que una realidad temible, ¿cuál?, la rutina, urdía por secuestrarlo, destruirlo, en la encarnación de un demonio, ¿cierto?, tan real, de un hombre hecho de sombras y negros presagios, ¿sigues?, sigo: por esto mi imaginación callejera voló hacia la calle Polvero, seguro que la vía más recóndita, protegida e interior de todas las del Barrio San Francisco.

   
Polvero que no proviene de polvo, ¿sabes?, de una gran cantidad de polvo, de un localismo lingüístico centroamericano; o de lo que pudiera suponer un suelo que no es de tierra, o incluso a cómo sería la desintegración de la gloriosa piedra de la muralla por un toque apocalíptico y al igual sucedió, atestigua la fábula bíblica, con los muros de Jericó; no, sino el nombre procede de polvorín, lugar dispuesto para guardar la pólvora y otros explosivos, interpretando cierta historia local del setecientos, ¿de aquí?, sí, de Ronda, con sus alistados o de la hueste concejil en la guerra contra el moro. Primera casualidad, ¿seguro?, vale, ésta no existe, no concurre, por lo que corrijo y diré que primera curiosidad o simetría: la alusión al fuego, explosión, calor… de ese calor interno, interior, propio de las efusiones, de las pasiones, y de los anhelos de vivir, ¿tuyo?, sí, por qué no, de mi búsqueda en el reencuentro con un niño, el niño, yo aquel que fui, ¿para qué? para quemar, explotar, incendiar la monotonía, mi hastío, ¿por qué? Necesito, de una manera instintiva, sincera, generosa, disfrutar de este universo excepcional de nieves y encantos. ¿Quién es este? Miguel Hernández:


Diciembre ha congelado su aliento de dos filos,
y lo resopla desde los cielos congelados,
como una llama seca desarrollada en hilos,
como una larga ruina que ataca a los soldados.

Nieve donde el caballo que impone sus pisadas
es una soledad de galopante luto.
Nieve de uñas cernidas, de garras derribadas,
de celeste maldad, de desprecio absoluto.

Muerde, tala, traspasa como un tremendo hachazo,
con un hacha de mármol encarnizado y leve.
Desciende, se derrama como un deshecho abrazo
de precipicios y alas, de soledad y nieve.

Esta agresión que parte del centro del invierno,
hambre cruda, cansada de tener hambre y frío,
amenaza al desnudo con un rencor eterno,
blanco, mortal, hambriento, silencioso, sombrío.

Quiere aplacar las fraguas, los odios, las hogueras,
quiere cegar los mares, sepultar los amores:
y se va elevando lentas y diáfanas barreras,
estatuas silenciosas y vidrios agresores.

Que se derrame a chorros el corazón de lana
de tantos almacenes y talleres textiles,
para cubrir los cuerpos que queman la mañana
con la voz, la mirada, los pies y los fusiles.

Ropa para los cuerpos que pueden ir desnudos,
que pueden ir vestidos de escarchas y de hielos:
de piedra enjuta contra los picotazos rudos,
las mordeduras pálidas y los pálidos vuelos.

Ropa para los cuerpos que rechazan callados
los ataques más blancos con los huesos más rojos.
Porque tienen el hueso solar estos soldados,
y porque son hogueras con pisadas, con ojos.

La frialdad se abalanza, la muerte se deshoja,
el clamor que no suena, pero que escucho, llueve.
Sobre la nieve blanca, la vida roja y roja
hace la nieve cálida, siembra fuego en la nieve.

Tan decididamente son el cristal de roca
que sólo el fuego, sólo la llama cristaliza,
que atacan con el pómulo nevado, con la boca,
y vuelven cuanto atacan recuerdos de ceniza.


Calle Polvero, ¿existe?, según mi conveniencia y para lo que allá llegué, aunque fuese imaginando, es un callejón pequeño, limitado, cerrado; y al mismo tiempo, por la impronta munífica del entorno, respetuoso, abierto, señalado por unas perspectivas a las que solo el miedo, o el respeto, frenaban la participación en su despliegue. Será por esta configuración, o definición, un micro universo bello pero extraño, de penumbras perpetuas que no infundían detención, ni recelos, y las que, no obstante, me preocupaban, ¿qué te preocupaba?, por si modelasen la figura de un individuo negro y maledicente, ¿aquel?, sí, quien del mismo modo temía irrumpiera en mi frágil ensoñación, ante la cómplice travesura e impudor del lugar, por la puerta calada en la inexpugnable barbacana. Pavor por las inercias acechantes, intrigantes por devolverme a las grisuras del diario, como esas fantasías desleídas en la madrugada, como esa mariposa que atrapas con la mano y, al abrirla, observas asombrado, decepcionado, cómo se desvanece en un polvillo, precisamente, mágico, con esa fugacidad de la textura de los recuerdos. De ahí, pues, a que mi mirada soñadora, ¿de aquel demonio negro?, no, de la callejuela, la hiciese desde lo alto, arriba, casi a vuelo de pájaro, o al igual que una de esas palomas, pocas, que revoloteaban desde los huecos de la iglesia del Espíritu Santo, batiendo sus alas con premura y terror, por la abrumadora mortaja blanca que había cubierto el mundo y con su frío las esperanzas. Yo no era un pájaro, ni podía volar, ni mi imaginación, con todos sus recursos y prodigalidad, me permitía o accedía a una incursión aérea, ingrávida, ¡ojalá! ¿Inténtalo?, no, al igual que hay cosas que se pueden ver sin mirarlas, mi entelequia convino a subirme a una de las torres de las Murallas, y desde allí, asomado y aferrado a su curvo antepecho, por poco tiempo pues la sólida y abundante escarcha que lo forraba me quemaba las manos descubiertas, ¿guantes?, no, tenía que ir desnudo, ¿continúas?, continúo: desde lo alto vi para qué anhelé acudir, codiciar, ¿qué?, a cuanto me sirviese de sostén, de ayuda, de icono, de plegaria, de alegoría, ¿tanto?, no mucho, solo la significación de mi búsqueda por la niñez; ¿algo más?, por supuesto, y para lo que no quería ver o encontrarme: la adversidad, lo antagónico, la oscuridad, el retorno a una cotidianidad deslucida e inane.

Y con esta fe en la protección de la torre, en su pétreo resguardo elevado, advertí, con la misma ingenuidad de mi mirada interior, la calle Polvero en trasunto de un corazón, ¿cuál?, el mío, adonde tenía que fraguarse la superación de los contrarios, la ruptura con la monotonía, ¿sólo?, y oír la música de mi infancia, y emprender la aventura que me llevaría al disfrute, el placer de arroparme con el albo manto de invierno. ¿Cómo? Confiaba en encontrar allí la respuesta, el sentido del calor de las risas de las niñas en sus recreos por la nieve.

¿Qué ves? La extensión del jardín al socaire del majestuoso lienzo de la muralla, que al adentrarse en el ínfimo recuadro conformado por unas casas limítrofes con calle Marbella, con las grises peñas y la muralla al otro lado, en la otra orilla legendaria, al frente con una empalizada de lanzas que hendían el cielo de mármol, conformaba la calle Polvero. Un pub, abierto, al fondo y a la derecha del callejón, de nombre “original”, y otro pub, cerrado, en superficie o al aire libre, tras la verja de incisivos hierros, una terraza y la barra emplazada en una cueva, de nombre también “original”, tildaban con cierta modernidad o extravagancia el lugar. ¿Más? Arriba, o al frente de mi posición escorada, el cubo sagrado de la iglesia del Espíritu Santo, como un incendio consolidado, gélido, desapegado, tras una de las explosiones, figuradas, del polvorín de abajo. Las casas, dos, tres, como escaparates pudorosos, cerraban sus puertas y ventanas. ¿Entonces? La señal: Si bien la nieve exhortaba con cubrir huellas e identificaciones, era palmaria la mezcolanza de los elementos naturales, de los árboles, arbustos y de las reminiscencias de las flores más bellas, como una sorprendente síntesis de las estaciones que distribuyen el tiempo y el espacio, los sentidos y las emociones. Palmeras esbeltas, árboles petrificados de ramas desnudas gesticulando una muerte invernal, sonrientes en cambio los pespuntes coloridos, tornasolados, en la singularidad y bienvenida de uno de los chaparros, provocadores y exultantes asimismo los del árbol del fondo, tras las lanzas, y protagonista de una postal anterior en esta serie de invierno. ¿Sí? Por supuesto, “Invierno 7”. ¿Prosigues?, prosigo: La umbría del callejón, en el escenario mítico, como si allá George Sand descubriera aquello de “El otoño es un andante melancólico y gracioso que prepara admirablemente el solemne adagio del invierno”; el más sublime invierno, el más espectacular, el más sentido por sus sentidos. ¿Admirable?, y excepcional: Un fundidor demiúrgico, esotérico, sutil, inabordable, creador de tantas maravillas, de tantos milagros, de tantos ensueños cristalizados, como el de una primavera del espíritu que, también para Antonio Porchia, allí florecía, en invierno.


Insistir. Confiar. ¿Dispuesto?, sí. Tenía que batallar por aprehender la expresión de mi búsqueda, de la música de la infancia, de mi yo niño, de la transmutación de todos y de todo en los vasares de mi corazón. ¿Cómo?, no sé, solo que tenía que luchar. Luchar, tal aludía y evocaba el poema anterior de Miguel Hernández, yo, ¿tú?, “El soldado y la nieve", el soldado en la guardia de aquel polvorín épico, mefistofélico, el viajero alistado que endurece sus sueños en un enero que ha “congelado su aliento”, contrariando con su indagación melancólica la visión de una nieve que no debía ser "como una larga ruina que ataca a los soldados". ¿Y?, intuía el secreto, la voz, la melodía de tres acordes necesaria para trascender en mi corazón la desalmada redundancia, costumbre, el desgarrador pálpito de la vida al que el otro invierno que no era níveo, con sus ínfulas de muerte, jamás vencería. ¿Cómo?: "sobre la nieve blanca, la vida roja y roja/ hace la nieve cálida, siembra fuego en la nieve." Adelante. INVIERNO 25. Calle Polvero. Murallas. Barrio San Francisco. Ronda.

(C)F.J.Calvente



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