“Quizás de vuelta a la imaginación
en el techo de la Muralla, o al jardín de vida exultante en las sonrisas de
unas niñas. La búsqueda tenía que continuar, adelante. Enseguida” … ¿Enseguida?
Por supuesto. ¿Qué haces entonces de nuevo ahí, en el torreón de la muralla?
Quizás, antes de retomar la búsqueda, tenga que cerrar, aquí, la imaginación
imaginada por cierta aventura lenitiva de estas letras. ¿No será una excusa?
No, no lo es. ¿Tiemblas? Hace frío, pero tiemblo de espanto, castañeo mis
dientes para romper esta ominosa sordina, tan pesada como el vaho de los cementerios,
hasta sobrecoge el templo, su lienzo de ecos, callado en la ligera atalaya. Sí,
tengo miedo, sigo hospedando miedo; si bien este no va a impedir la decisión,
el ánimo, dados por la noche, durante la noche pasada y especular de mi Barrio.
Por demás, no me queda otra opción,
otro remedio que cumplir el destino: disolver la imaginación mítica, la heroica
por las calles del Barrio; en especial con una, o con una que las reúne a todas
y a mí en su esencia, pasada, presente y me empeño en que futura. ¿Sólo? ¿Podías
pasar página cobijado en la misma calle y evitar este regreso, la fuga a las
alturas, esta pausa en el tarareo de la canción de tu niñez? Supongo que así
será, que de tal manera pudiera ser, no voy a engañarme, ahora que sé cómo el
tercer acorde de la melodía de mi ayer es el amor. ¿Hay algo más, insisto? Preciso
comprobar una visión. La mirada que antes de viajar a la noche me perturbó con
su traza desgarradora. ¿Cuál?
El hombre negro y maledicente, al
que me pareció ver, acechante, inicuo, quieto, con el poder de introducirse en
mi propio sueño imaginado, en el campanario de la Iglesia del Espíritu Santo.
¿Se trataría de un turista? No, era él, y de considerar la realidad del
vislumbre, del frío, de la perspectiva, y del silencio encarado. Él. Y por
esto, también, he regresado, para comprobarlo y exorcizarlo. ¿Está? No, ahí no
está, en el campanario, ni allá donde mi visión imaginaria barre los confines
del Barrio. No se halla, ni se presiente.
La Iglesia del Espíritu Santo, la
antigua ermita y talismán romano, significada en la blancura ecuménica, con su
sobrio renacentismo velado, un amparo del discurrir del Barrio, como un
aparatoso faro cuya luminosidad emitía la cantería más allá de lo perceptible,
de la leyenda y de los tiempos; y aunque esta casa de Dios no mire a su parroquia
con la atención debida, con cierto desdén al orientar su simbólica fachada de
un conocimiento perdido, de una ancestral enseñanza, curioso, extraño, hacia la
Ronda antigua, con todo, se erige en centinela de las médulas del arrabal bajo,
de los vecinos franciscanos que dentro de sus medidas áureas, en su útero
primigenio, avalaban su pertenencia a la sacralidad de este terruño extramuros
y virtuoso.
No, no constaba el individuo oscuro
o el demonio. O no veía, lo único, no entendía. Y pese a su impronta maldita,
ausente o inapreciable, más en paz me sentía y más en la paz que envolvía el
ambiente en sus múltiples dimensiones e inclinaciones.
“Me recordó al silencio que reina en los días más fríos del invierno,
cuando duele respirar y todo está en calma.”
Acaso a Patrick Rothfuss no le
hubiera costado mayor esfuerzo explicar, igualmente, la sensación, mi magia
tras aprehender la nota armónica, la última de las tres de una cancioncilla
infantil capaz de contener todo el universo. El acorde de amor, de amor blanco,
el prodigio que lograba y de hecho apartaba al diablo, al adverso, de mi afán, el
de ser otra vez niño; iluminación, el efugio de pasión, de ternura, de emoción…
de amor, como los rayos de sol que desgarran el nublado, el fanal que ilumina
en la noche cerrada, la lamparilla encendida tras despertar de la pesadilla o
del insomnio atormentado, el primer albor o el último, la brasa del cigarrillo
tras la despedida de un sentimiento entorpecido o abnegado… Y la luz de primavera
que brota en este poema de Miguel Visurraga Sosa, tras un invierno de ídolos
caídos:
“Adiós con manos de desencantos
a
este rocío de invierno frío,
mis
ojos recorridos
por
caminos prohibidos
se
esfumarán con tu huida,
se
cerrarán
no
te acompañarán
en
tu declive.
Mi
ser revive
con
el rocío tibio de primavera
caminando
por jardines de encantos:
con
besos tiernos
con
amores sin desvaríos,
en
tardes quietas,
junto
a letras vivas
de
armonía
de
miel en labios
de
oraciones de fidelidad
de
recojo en noches de entrega.
Amor
de primavera tibia
estabilidad
sedentaria,
visibilidad
de fantasía
tornándose
realidad,
alma
en tranquilidad.”
Adelante. Enseguida… ¿Ahora? Alguien
espera. La inocencia que por la demora envejecía, se acartonaba entre los pliegues
de las posibilidades imposibles y se agrietaba hasta convertirse en un polvo glacial,
en nieve sucia acumulada en las esquinas colmadas de sombras. El amor blanco
necesitaba del calor de la sonrisa para, paradójicamente, congelar su aliento
optimista y espontáneo; si por contrario se dejaba hacer al mundo, a los otros,
las incisivas rodadas de los trenes de la existencia que recorrían las calles, a
las normas o el runruneo de las monotonías, entre todos vulnerarían el alma nevada,
la derretirían, dejarían que muriera… Venga, ya era tarde, y alguien espera.
INVIERNO 28. Murallas e Iglesia del
Espíritu Santo. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.
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