“Subí por la calle, con la
esperanza puesta en encontrar a las niñas y, con sus sonrisas, sentirme vivo,
aunque sea en esta excepcional nevada, me era suficiente, y sobre todo ser consciente
de ello.” Desde la acera, resbaladiza, azulada, escudriñé el jardín segundo, asilado
al socaire de un deslucido lienzo de El Castillo. El golpe de una ventana,
arriba, por un viento huraño que recorría los desolados pasillos del colegio
salesiano, o un fantasma prisionero, violento, desesperado por no participar,
como la Muerte, de la extraordinaria nevada. Cristales rotos. Astillas de
madera carcomida. No había nadie en el vergel. Decepcionado. El chirrido de las
ruedas de un coche al tomar veloz, imprudente, la curva. Las roderas otra vez
congeladas. El conductor llevaba un gorro rojo con unas orejas de reno, el
susto pintado en su rostro. Al devolver mi atención a la umbría vi en el lecho
de nieve la sucesión de unas pisadas, superficiales, menudas, que desaparecían
tras un arbusto. Asombro. La iglesia del Espíritu Santo pareció guiñarme con su
óculo, único, cíclope renacentista de una mitología obscura, en una complicidad
alentadora con el instante, con el elemento intuido. Las niñas no estaban.
Alguien se ocultaba tras las matas salpicadas de hilos escarchados. Recordé al
hombre de negro, maledicente y avizor, allí y allí, en la escalinata de la
Muralla, en la acera; pero no ahí. Acompasado el pálpito de mi corazón. Temple
en mi interior. Él no estaba, seguro. La intuición me decía que una niña, quién
si no, extraño porque las pisadas evidenciaban solo una, la más pequeña. Quizás
la mayor era la que jugaba metros más abajo, junto a su madre, con la amiga, Luisa,
en el otro jardín donde la Muerte olvidaba su escrutinio terminal para
participar del recreo de nieves y curiosidades.
Quizás podía llamarla. No. Quizás
podía lanzar al matojo, una, o dos bolas de nieve, y esperar a que la niña
saliera, u otra respuesta en forma de proyectil de sino inverso. No. Quizás
podía deshacer la distancia que me separaba de ella, tras el arbolillo, y
descubrirla; quizás arremeciendo sus frágiles ramas, con las manos, no con una
patada, para que la nieve cayera sobre la niña y saltara de su escondrijo con
esa incomodidad amable de la nieve acariciando, quemando, su piel interior. No.
Tenía la música. Tararearía la melodía de mi infancia, con la seguridad de que
la pequeña la reconocería y me acompañaría con un entono mejor que el mío y
puesto que a ella pertenecía hoy.
Canturreaba. Tenía la música, sin
letras que pongo ahora, armonía tejida con tres acordes, tres, que iría
incrementando en intensidad, en cadencia, a medida que la chiquilla se demorara
en su escondite desde el que me miraba e incluso se sonreía. Tres armónicos que
irían creciendo, y extendiéndose, formando parte o sustanciándose con la
densidad gélida del ambiente, del aire que olía a agua clorada; dispersándose
con criterio y con esa sutilidad de los copos de nieve que sigilosos cayeron del
cielo. Una llamada a la niña, ciertamente. No obstante, pensaba, que no porque
en su compás yaciera la capacidad, la voluntad de apaciguar, de dirimir en su
medida, de poner en fuga a los espectros de la monotonía, iba a renunciar a su
importancia, a su necesidad, de trenzar, de tupir mis vacíos, con confidencia, con
secreto, y con ese colorido compuesto por un arco iris de amor blanco, sin
dejar un nimio resquicio a la duda, o al temor. Notas que no eran evocaciones
fugaces para circunstancias concretas o codiciadas, las que no tenían otra
funcionalidad que aportar una entereza permanente, dispuesta, vital por sus
mimbres alegres o tiernos, sensible por lo intrincado de su textura, para
recordar sin que todo fuera un recuerdo, de superficies que ocultan abismales
lagunas de lágrimas por ojos ciegos, arquetipos, de percepciones ocultas en las
palabras, torcidas y en las más diáfanas, incluso en estas, de la suerte de la
meditación en las encrucijadas, cara o cruz, a cuanto hace de la simplicidad la
más compleja cuestión, de las preguntas serenas que socavan las certezas y
muestran la fragilidad, la fugacidad, lo provisional o un margen de
espontaneidad… de lo que subyace bajo la nieve, el verde de una esperanza de
primavera… Todo, en definitiva, que guardaría secreta relación, conexión,
oídos, con el ser que encerramos en nuestro interior, callado por la sociedad, ciego
por vendas cada vez más tupidas, silente por mordazas hirientes, y quien, en
todo momento, por estos acordes, declamaba cuánto nos echaba de menos.
“Es increíble: pero todo esto
que
hoy es tierra dormida bajo el frío,
será
mañana, bajo el viento,
trigo.”
Tarareaba la canción de mi niñez, y
en el pensamiento, o en su cola, este "En el invierno" de Ángel
González, como un hilo argumental a mi propio y anterior pensamiento. Entonces,
muy despacio, asomó un rulo blanco de lana con una franja rosa y luego todo el
gorro de detrás de las ramas escarchadas. El nacimiento de una cascada de pelos
negros tajada en la frente. La carita redonda, sonriente, confiada, esperaba
que curiosa, pero no, de labios sonrosados, definidos, entreabiertos a la misma
melodía que ahora nos hacía encubridores de un misterio, nariz pizpireta, y
unos ojos, grandes y hermosos, que traveseaban con luz clara todos los abismos
y las alturas inaccesibles. Un chaquetón rosa, o de un rojo atenuado, será la confusión
por la blancura imperante. Una pierna, vestida con un legin negro. Zapatos de
deporte. Guantes. Una palabra a la que vi llegar, serpentina, hasta mí y
decirme: “¡Ven!”
Y fui. Cogí su mano. “¿Dónde
vamos?”, dije a la pequeña que sonrió y, con mohín misterioso, pícaro,
respondió con la musicalidad de uno de los tres acordes: “Dónde tenemos que
ir”, para añadir: “Al principio”. Bajamos de nuevo por calle Imágenes, o
Armiñán, o por la curva rebanada por las dos paralelas de las rodadas de la
marcha de los coches. Ecos festivos en la Alameda. Continuaban. Armonizaban la
nevisca, su manto recreativo, y admirativo. Niños y mayores. Susurro transitando
los árboles. Bisbiseos de los traviesos jóvenes rondando el murallón y
arrojando bolas de nieve a cualquier cosa moviente. Continuación del susurro en
el permanente discurrir del agua del pilar. Ondas suaves bogaban en su
superficie. Vibraciones o señales de aleteos invisibles. Niña y yo.
“Donde el agua se espesa, una palabra
que
se queda en los labios es un hilo de nieve.
Donde
la voz se pierde está el secreto
de
las manos del frío,
de
todas las pequeñas hojas cristalizadas.
Una
estrella oscilante se detiene
para
la intimidad de la vigilia.
La
calle está mojada, el paseante
va
pisando la luna bajo la indiferencia de los árboles,
bajo
la indiferencia de una noche
que
ahora mismo se ordena
sobre
las previsiones de sus lámparas.
Como
un faro en lo alto,
la
luz en la ventana de una mujer que duerme
ilumina
los ojos
de
otra mujer que, al borde de la cama,
permanece
despierta mientras crece
la
sombra de sus manos,
su
invisible soledad de otro mundo.
La
herida del invierno te ha llevado a creer.
Para
entrar en lo blanco, vas a necesitar el corazón.”
Seguíamos las roderas en el
asfalto, como marionetas que tiraban de sus hilos para desentrañar a dios o a quién
o qué las gobernaba. Puerta de Carlos V. Puerta de Almocábar. Puertas, augurio
de la que vendría con su recóndito marchamo. Una cruz luminosa verde con orlas
de rojo jadeante, en la esquina filosa, puntera, enfática, como un mecanismo de
defensa de la orografía urbana y con la que evitar su ambición solapada. La
farmacia, abierta. Al otro lado, cobijos ajardinados en el murallón, esponjoso
y grueso su colchón níveo. Calle Polvero. Dejé a Basilio Sánchez, a sus
reconfortantes versos.
“¿Aquí otra vez?”, pregunté con
mueca de hastío, de decepción, también. “No terminaste antes”, la respuesta de
la cría, enigmática, que logró esfumar sin huella las anteriores sensaciones.
Proseguí con mi andar cansino, receloso, tal vez de pasos más raudos, como si
de modo inconsciente dirimiera una situación para la que no tenía ninguna
explicación. El pub, cerrado, a la derecha. Imposibilitado mi avance por el
incisivo cierre del panel de lanzas de hierro que a lo mejor en ese instante
hendían con mayor saña un cielo cano, con esos elementos indulgentes o en un
descargo de rutilante colorido de los frutos milagrosos, incandescentes, en el
árbol de la otra terraza de otro pub saldado. Un poco antes de llegar me
detuve, porque, en la sordina ambiental, no percibía el crepitar de la nieve
por los menudos pasos de la pequeña. Miré atrás. Sobrecogedores los árboles de
negra madera, fantasmagóricos y amenazadores, como ramificados puntales, quebradizos,
de la nevada y de un firmamento pesado, cercano. La majestuosa línea del lienzo
de la muralla, matizada de un fresco ocre luminoso, abrupta en las circunvalaciones
de sus torreones.
La niña me miraba, quieta, con una
bola de nieve en la mano, o el embrión de un nuevo y simpático muñeco de nieve,
como ese otro, enorme, de sonrisa adoptada en su boca por la curva de un churro,
apoyado en la pared, y tal vez, o además, en su papel de afectado centinela de
la puerta de arco apuntado, accesible con esotérica imaginería, o al menos esto
apuntaba la chiquilla en un alarde inextricable de conocimiento oculto. Esta me
tendió la bola de nieve, generosa, o el homúnculo de hielo, y estalló en una
espontánea carcajada que atravesó mi interior con una querencia, afinidad y
belleza insuperables. La risa. Una de las premisas fundamentales de mi búsqueda
del niño que una vez fui. Y aún no había finalizado de armar esta reflexión
cuando la cría sacudió con señal afirmativa su cabeza, arriba y abajo,
corroborando el aserto.
“¿Sabes dónde está mi niñez?”, y
recibí otro nuevo gesto de asentimiento, otro cabeceo del gorro de lana,
extendiendo su bracito, su dedo anular recto y señalando la puerta franca en el
murallón. “Allí”, confirmó. Me extrañé, por supuesto. “¿Dónde si no?”,
reconoció con el deje anterior y disimulado. “Tengo miedo”, puse voz a un
estremecimiento. “Tienes que morir ahora, hombre, para volver a nacer niño”,
dirimió mi escalofrío con una seguridad sin paliativos. Miré el arco, la
desvencijada puerta apoyada en el batiente pétreo, el camino que conducía a
esta, el muñeco de nieve, su extravagante sonrisa, la niña que daba forma al coágulo
de nieve, incluso este se me parecía.
La puerta. Y el fin de mi búsqueda.
Mi infancia, acaso allí detrás, recuperada.
INVIERNO 32. Las Murallas. Calle
Polvero. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.
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