Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



jueves, 16 de marzo de 2017

IMÁGENES CON LETRA: "Invierno 32"

“Subí por la calle, con la esperanza puesta en encontrar a las niñas y, con sus sonrisas, sentirme vivo, aunque sea en esta excepcional nevada, me era suficiente, y sobre todo ser consciente de ello.” Desde la acera, resbaladiza, azulada, escudriñé el jardín segundo, asilado al socaire de un deslucido lienzo de El Castillo. El golpe de una ventana, arriba, por un viento huraño que recorría los desolados pasillos del colegio salesiano, o un fantasma prisionero, violento, desesperado por no participar, como la Muerte, de la extraordinaria nevada. Cristales rotos. Astillas de madera carcomida. No había nadie en el vergel. Decepcionado. El chirrido de las ruedas de un coche al tomar veloz, imprudente, la curva. Las roderas otra vez congeladas. El conductor llevaba un gorro rojo con unas orejas de reno, el susto pintado en su rostro. Al devolver mi atención a la umbría vi en el lecho de nieve la sucesión de unas pisadas, superficiales, menudas, que desaparecían tras un arbusto. Asombro. La iglesia del Espíritu Santo pareció guiñarme con su óculo, único, cíclope renacentista de una mitología obscura, en una complicidad alentadora con el instante, con el elemento intuido. Las niñas no estaban. Alguien se ocultaba tras las matas salpicadas de hilos escarchados. Recordé al hombre de negro, maledicente y avizor, allí y allí, en la escalinata de la Muralla, en la acera; pero no ahí. Acompasado el pálpito de mi corazón. Temple en mi interior. Él no estaba, seguro. La intuición me decía que una niña, quién si no, extraño porque las pisadas evidenciaban solo una, la más pequeña. Quizás la mayor era la que jugaba metros más abajo, junto a su madre, con la amiga, Luisa, en el otro jardín donde la Muerte olvidaba su escrutinio terminal para participar del recreo de nieves y curiosidades.

Quizás podía llamarla. No. Quizás podía lanzar al matojo, una, o dos bolas de nieve, y esperar a que la niña saliera, u otra respuesta en forma de proyectil de sino inverso. No. Quizás podía deshacer la distancia que me separaba de ella, tras el arbolillo, y descubrirla; quizás arremeciendo sus frágiles ramas, con las manos, no con una patada, para que la nieve cayera sobre la niña y saltara de su escondrijo con esa incomodidad amable de la nieve acariciando, quemando, su piel interior. No. Tenía la música. Tararearía la melodía de mi infancia, con la seguridad de que la pequeña la reconocería y me acompañaría con un entono mejor que el mío y puesto que a ella pertenecía hoy.

Canturreaba. Tenía la música, sin letras que pongo ahora, armonía tejida con tres acordes, tres, que iría incrementando en intensidad, en cadencia, a medida que la chiquilla se demorara en su escondite desde el que me miraba e incluso se sonreía. Tres armónicos que irían creciendo, y extendiéndose, formando parte o sustanciándose con la densidad gélida del ambiente, del aire que olía a agua clorada; dispersándose con criterio y con esa sutilidad de los copos de nieve que sigilosos cayeron del cielo. Una llamada a la niña, ciertamente. No obstante, pensaba, que no porque en su compás yaciera la capacidad, la voluntad de apaciguar, de dirimir en su medida, de poner en fuga a los espectros de la monotonía, iba a renunciar a su importancia, a su necesidad, de trenzar, de tupir mis vacíos, con confidencia, con secreto, y con ese colorido compuesto por un arco iris de amor blanco, sin dejar un nimio resquicio a la duda, o al temor. Notas que no eran evocaciones fugaces para circunstancias concretas o codiciadas, las que no tenían otra funcionalidad que aportar una entereza permanente, dispuesta, vital por sus mimbres alegres o tiernos, sensible por lo intrincado de su textura, para recordar sin que todo fuera un recuerdo, de superficies que ocultan abismales lagunas de lágrimas por ojos ciegos, arquetipos, de percepciones ocultas en las palabras, torcidas y en las más diáfanas, incluso en estas, de la suerte de la meditación en las encrucijadas, cara o cruz, a cuanto hace de la simplicidad la más compleja cuestión, de las preguntas serenas que socavan las certezas y muestran la fragilidad, la fugacidad, lo provisional o un margen de espontaneidad… de lo que subyace bajo la nieve, el verde de una esperanza de primavera… Todo, en definitiva, que guardaría secreta relación, conexión, oídos, con el ser que encerramos en nuestro interior, callado por la sociedad, ciego por vendas cada vez más tupidas, silente por mordazas hirientes, y quien, en todo momento, por estos acordes, declamaba cuánto nos echaba de menos.

Es increíble: pero todo esto
que hoy es tierra dormida bajo el frío,
será mañana, bajo el viento,
trigo.

Tarareaba la canción de mi niñez, y en el pensamiento, o en su cola, este "En el invierno" de Ángel González, como un hilo argumental a mi propio y anterior pensamiento. Entonces, muy despacio, asomó un rulo blanco de lana con una franja rosa y luego todo el gorro de detrás de las ramas escarchadas. El nacimiento de una cascada de pelos negros tajada en la frente. La carita redonda, sonriente, confiada, esperaba que curiosa, pero no, de labios sonrosados, definidos, entreabiertos a la misma melodía que ahora nos hacía encubridores de un misterio, nariz pizpireta, y unos ojos, grandes y hermosos, que traveseaban con luz clara todos los abismos y las alturas inaccesibles. Un chaquetón rosa, o de un rojo atenuado, será la confusión por la blancura imperante. Una pierna, vestida con un legin negro. Zapatos de deporte. Guantes. Una palabra a la que vi llegar, serpentina, hasta mí y decirme: “¡Ven!”

Y fui. Cogí su mano. “¿Dónde vamos?”, dije a la pequeña que sonrió y, con mohín misterioso, pícaro, respondió con la musicalidad de uno de los tres acordes: “Dónde tenemos que ir”, para añadir: “Al principio”. Bajamos de nuevo por calle Imágenes, o Armiñán, o por la curva rebanada por las dos paralelas de las rodadas de la marcha de los coches. Ecos festivos en la Alameda. Continuaban. Armonizaban la nevisca, su manto recreativo, y admirativo. Niños y mayores. Susurro transitando los árboles. Bisbiseos de los traviesos jóvenes rondando el murallón y arrojando bolas de nieve a cualquier cosa moviente. Continuación del susurro en el permanente discurrir del agua del pilar. Ondas suaves bogaban en su superficie. Vibraciones o señales de aleteos invisibles. Niña y yo.

Donde el agua se espesa, una palabra
que se queda en los labios es un hilo de nieve.

Donde la voz se pierde está el secreto
de las manos del frío,
de todas las pequeñas hojas cristalizadas.

Una estrella oscilante se detiene
para la intimidad de la vigilia.
La calle está mojada, el paseante
va pisando la luna bajo la indiferencia de los árboles,
bajo la indiferencia de una noche
que ahora mismo se ordena
sobre las previsiones de sus lámparas.

Como un faro en lo alto,
la luz en la ventana de una mujer que duerme
ilumina los ojos
de otra mujer que, al borde de la cama,
permanece despierta mientras crece
la sombra de sus manos,
su invisible soledad de otro mundo.

La herida del invierno te ha llevado a creer.

Para entrar en lo blanco, vas a necesitar el corazón.”

Seguíamos las roderas en el asfalto, como marionetas que tiraban de sus hilos para desentrañar a dios o a quién o qué las gobernaba. Puerta de Carlos V. Puerta de Almocábar. Puertas, augurio de la que vendría con su recóndito marchamo. Una cruz luminosa verde con orlas de rojo jadeante, en la esquina filosa, puntera, enfática, como un mecanismo de defensa de la orografía urbana y con la que evitar su ambición solapada. La farmacia, abierta. Al otro lado, cobijos ajardinados en el murallón, esponjoso y grueso su colchón níveo. Calle Polvero. Dejé a Basilio Sánchez, a sus reconfortantes versos.

“¿Aquí otra vez?”, pregunté con mueca de hastío, de decepción, también. “No terminaste antes”, la respuesta de la cría, enigmática, que logró esfumar sin huella las anteriores sensaciones. Proseguí con mi andar cansino, receloso, tal vez de pasos más raudos, como si de modo inconsciente dirimiera una situación para la que no tenía ninguna explicación. El pub, cerrado, a la derecha. Imposibilitado mi avance por el incisivo cierre del panel de lanzas de hierro que a lo mejor en ese instante hendían con mayor saña un cielo cano, con esos elementos indulgentes o en un descargo de rutilante colorido de los frutos milagrosos, incandescentes, en el árbol de la otra terraza de otro pub saldado. Un poco antes de llegar me detuve, porque, en la sordina ambiental, no percibía el crepitar de la nieve por los menudos pasos de la pequeña. Miré atrás. Sobrecogedores los árboles de negra madera, fantasmagóricos y amenazadores, como ramificados puntales, quebradizos, de la nevada y de un firmamento pesado, cercano. La majestuosa línea del lienzo de la muralla, matizada de un fresco ocre luminoso, abrupta en las circunvalaciones de sus torreones.

La niña me miraba, quieta, con una bola de nieve en la mano, o el embrión de un nuevo y simpático muñeco de nieve, como ese otro, enorme, de sonrisa adoptada en su boca por la curva de un churro, apoyado en la pared, y tal vez, o además, en su papel de afectado centinela de la puerta de arco apuntado, accesible con esotérica imaginería, o al menos esto apuntaba la chiquilla en un alarde inextricable de conocimiento oculto. Esta me tendió la bola de nieve, generosa, o el homúnculo de hielo, y estalló en una espontánea carcajada que atravesó mi interior con una querencia, afinidad y belleza insuperables. La risa. Una de las premisas fundamentales de mi búsqueda del niño que una vez fui. Y aún no había finalizado de armar esta reflexión cuando la cría sacudió con señal afirmativa su cabeza, arriba y abajo, corroborando el aserto.

“¿Sabes dónde está mi niñez?”, y recibí otro nuevo gesto de asentimiento, otro cabeceo del gorro de lana, extendiendo su bracito, su dedo anular recto y señalando la puerta franca en el murallón. “Allí”, confirmó. Me extrañé, por supuesto. “¿Dónde si no?”, reconoció con el deje anterior y disimulado. “Tengo miedo”, puse voz a un estremecimiento. “Tienes que morir ahora, hombre, para volver a nacer niño”, dirimió mi escalofrío con una seguridad sin paliativos. Miré el arco, la desvencijada puerta apoyada en el batiente pétreo, el camino que conducía a esta, el muñeco de nieve, su extravagante sonrisa, la niña que daba forma al coágulo de nieve, incluso este se me parecía.

La puerta. Y el fin de mi búsqueda. Mi infancia, acaso allí detrás, recuperada.

INVIERNO 32. Las Murallas. Calle Polvero. Barrio San Francisco. Ronda.



© F.J. Calvente.


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