“La puerta. Y el fin de mi
búsqueda. Mi infancia, acaso allí detrás, recuperada.” ¿Qué encontraría tras la
puerta? ¿Otra puerta? La niña no responde, ni alude a mis preguntas con gesto
elocuente ni indiferente, continúa modelando entre las manos su pequeño muñeco
de nieve. Tengo que reconocer que no era una puerta de arco apuntado, ojival,
no, si bien la ingeniara así, de medio punto, con dovelas desgastadas; tampoco
importaba la diferencia entre una u otra, no entonces, sino la tiniebla gótica que
aguardaba con un misterio de milenios, aunque en la espera de lo cotidiano, o de
un toque de realismo mágico habitual y del mismo modo desamparado. Sabía lo que
me decía. Y la niña callaba. La puerta estaba abierta como para aguardar la
sorpresa, pues de hacerlo y al entrar me hallaría con las cien puertas cerradas
de Antonio Porchia. Una posibilidad. Un quebranto. Un sigilo para mi voz, para
sus “Voces”. Una demora, como las dudas intrínsecas y perdidas en las
circunvoluciones del cerebro, oído a la metáfora de Mary Carmen Ben-Mizzián,
amiga. La dilación alentada por el miedo de la decisión, de traspasar el vano y
no en vano recuperar a mi yo niño. Tal vez. Algo pasaría, indudablemente, ya
que la puerta permanecía abierta, caída la madera apolillada, indolente y ebria
sobre el marco de piedra. Maeterlinck, puede. La obviedad disimulaba un trazo
grosero, descuidado.
“¿Llamar a la puerta serviría de
algo? –siguió la niña o suplantó al lacayo del cuento de Carroll, sin
escucharme o sin escucharla si yo fuera Alicia-, si tuviéramos la puerta entre
nosotros dos. Por ejemplo, si tu estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría
abrir para que salieras, sabes” Pero la niña no dijo nada, ni me miraba, un
resoplido impaciente ponía constancia a la circunstancia, solo, un estertor de
vaho prorrumpía por las comisuras de sus sonrosados labios, me pareció que el
prototipo de muñeco de nieve se estremecía de pánico con aquellas ráfagas de
calor inesperadas. Y yo no estaba dentro para tener que llamarla y así me
abriera una puerta que no podía estar abierta y menos cerrada; saltados sus
goznes, su seguridad, su función esperada, desportillada en la pared, vertical
por un piadoso sortilegio de un pasado de esplendor o de una interesante
leyenda. “A la muerte pelada no hay puerta cerrada”. Invierno. El sentido.
Pensaba, no acerca de qué iba a
encontrarme al trasponer por la puerta, por el arco de la muralla, sino en
estos momentos por armarme de valor, decidirme y penetrar aquella vagina
telúrica, poner mi semilla madura para que germinara el sueño, mi deseo actual,
el niño. Yo. No era esta cavilación ninguna impertinencia, ni mucho menos; pero
sí lo eran las que acopiaban estos versos de Luis García Montero que no sé por
qué recordé y aludí, a lo mejor como un amuleto contra la maldición de mi
infierno:
“Cierto tipo de gente
sufre
de los inviernos en los ojos,
conoce
las heladas
que
pasan por debajo de una puerta,
una
puerta de alcoba,
allí
donde la noche siempre tiene
olor
de espera inútil,
y
después de la espera se aceptan las mentiras,
y
después el silencio”
Y pensaba, ahora de manera más
sosegada, razonable, experimentada: El sentido de la vida, su dimensión
práctica; la capacidad de vivirla, saborearla, curiosearla por todos sus lados,
por sus sombras y claridades, de un confín a otro, de la mañana a la noche, de
los albores a los crepúsculos, la noche, ilusionarse con ella, descubrirla, innovarla,
… Todo lo que se lograba siendo niño, en la niñez, donde no existía, ni por
asomo, conceptos, normas o argumentarios para entender el mundo, no, solo la
vida se vivía, nada más. Suficiente. Y no era poco. Disfrutar del presente, no
había pretérito ni un mañana preocupado. El momento. Nada más. El momento
coloreado, apasionado, imaginado, vivificante. El momento o el universo de la
infancia, de la primera adolescencia. Nadie nace con esto aprendido, ni nadie
lo aprende, ni las muchas morriñas convalidan pedagogías de las que fuesen; sino
que sale, o se deja salir de adentro, sin trabas, sin ofuscaciones, libre. A vivir
que son dos días y luego que pase lo que tenga que pasar. Nada más.
En esto, la niña alzó la mirada del
esbozo de muñeco de nieve a mi abstracción, insuflándome con su tierno retozo
un ánimo lleno de confianza, como ese vientecillo que sacudía las ramas cuajadas
de escarcha, como unas palabras de Stefan Zweig que se ajustaban a la
sensibilidad del contexto: “En algunas
ocasiones no es nada más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños
de lo que nosotros llamamos mundo real, y un poco de viento puede abrirla”.
Entretanto, proseguí en entornar la puerta, para que me fuera más fácil, más
amable franquearla.
Al crecer, imperceptiblemente, todo
se fue desaprendiendo, desentendiendo de los impulsos reflejos, pasionales, que
urdían la existencia; desembarazándose, poco a poco, en ocasiones de manera
vertiginosa, de la antigua y sincera capacidad de vivir sin puntales, sin
tramoyas ni hilos gobernantes, sustituyéndola por la falsa, y cómoda, creencia
de que aquello y cuanto a los demás satisfacía, una entelequia eso de ser
feliz, estaba bien para uno y para todos. Y ahí nos perdimos. Entramos, sin
posibilidad de cambiar, de salir, en la realidad de lo previsible, de lo
convenido y conveniente, en una adaptación sin pretensiones, sin exigirla, sin
cuestionarla, con una creencia o ruego incuestionable, ecuménico, dogmático,
religioso en suma, de comulgar a diario con el espíritu colectivo, el credo de
las rutinas y de ciertas necesidades básicas e irrenunciables. Perdimos la
esencia. La vida.
Heme aquí, frente a este vano de
arco de medio punto que endemonia la muralla, cogido de la mano de una niña que
afirmaba su poder, con su sonrisa, con su mirada bella y profunda, su madurez
en la inocencia de las contingencias increíbles, de las posibilidades
imposibles. “Sí, ya sé que el paso lo tengo que tomar yo… -me dije y le dije
sin voz a ella- Solo yo puedo y debo traspasar la puerta” Sin embargo aquí
estoy, ahí me encontraba, ¿indeciso?, no, ¿timorato?, sí. No era fácil, no era
agradable, no era indoloro, estar cuestionándome a mí mismo, cuestionando mi
vida. “¿Qué era necesario?”, acaso… No, todavía no había llegado el momento de
replantear mi futuro inmediato, solo el motivo, determinado, de trasponer la
puerta: si de verdad lo quería, no adonde debería ir o marchar o soñar o
imaginar en definitiva. El aliento para emprender el trayecto, de inmiscuirme
en sus sombras, avanzar, desentrañar, penetrar, adentrarme o verme en un espejo
de azogue desvaído por el vaho opaco, sucio, del paso residual de los tiempos, impregnada
su bruñida superficie por tantos alientos de voces ajenas a mí, o a mi
querencia.
¿Soy feliz? ¿Fui feliz de niño? Por
supuesto, era la respuesta inmediata a la segunda interrogación; infelizmente
bien, a la primera, o… Sea como fuere, acababa de dar el primer paso para
serlo, ser feliz en este universo blanco y extraordinario. Antes, ciertamente,
tenía que traspasar la puerta, morir en el hueco, en la cavidad ancestral y
materna, para renacer en el niño que disfrutaría de estos mágicos momentos. El
símbolo de este excepcional invierno, su taumaturgia inapelable, los versos
anteriores de José Hierro, en “Invierno 31”, o algunos de estos:
“Sé que el invierno está aquí,
detrás
de esa puerta. Sé
que
si ahora saliese fuera
lo
hallaría todo muerto,
luchando
por renacer.
Sé
que si busco una rama
no
la encontraré.
Sé
que si busco una mano
que
me salve del olvido
no
la encontraré
Sé
que si busco al que fui
no
lo encontraré.
Pero
estoy aquí. Me muevo,
vivo.”
“Vamos, niña” y agarré con mayor
fuerza su mano. Un momento. La miré con expectación, necesitaba saber de un
argumento forzoso, perentorio: “¿Dónde está tu hermana?” “Cierra los ojos”, me
respondió.
INVIERNO 33. Tercera puerta de Las
Murallas. Calle Polvero. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.
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