“… “Vamos, niña” y agarré con mayor
fuerza su mano. Un momento. La miré con expectación, necesitaba saber de un
argumento forzoso, perentorio: “¿Dónde está tu hermana?” “Cierra los ojos”, me
respondió.” Allí estaba ella, la otra niña, la joven más hermosa. En mi calle,
a lo mejor también la suya, San Francisco de Asís, dónde si no, pero esto me lo
planteé mucho después, su afinidad, la pertenencia. El perfecto colofón al
invierno, el más sublime ensayo de la primavera. Trascendencia. Y en especial,
consciencia. Corría un rumor por el ambiente, como si el deslizamiento de la
nieve se hiciera con susurros, con esos secreteos que abren las sorpresas, la
magia invisible que forjan los sueños, con escarcha y niebla; como un poema de
José Emilio Pacheco:
“Al lugar que fue nuestro llega el invierno
y
cruzan por el aire las bandadas que emigran.
Después
renacerá la primavera,
revivirán
las flores que sembraste.
Pero
en cambio nosotros
ya
nunca más veremos
la
casa entre la niebla.”
Existía una mescolanza pura,
armoniosa, en la imagen, en su agraciada presencia, el color de la noche
derramada en sus cabellos, en sus pestañas, los abismos sugerentes de sus ojos
en los que siempre se espera que comiencen a titilar de un momento a otro una
miríada de estrellas, el calor, la emoción de las pasiones sinceras, en el
gorro de lana, en sus labios perfectos, en la curvatura elástica de una sonrisa
que siempre será el arcano de la búsqueda, propia, mía, el de su risa serena,
generosa, encantadora, el principio y fin de la existencia. Y aquel blanco
imperante, caprichoso, difuminado ante una alborada, la de su belleza, como los
velos trasparentes que atenúan la inmensidad de la memoria, el dolor de la
nostalgia, la dúctil esperanza por lo incierto, e improbable, de este “Paisaje
de Invierno”: “Donde el agua se espesa, -Basilio Sánchez- una palabra que se
queda en los labios es un hilo de nieve” Luz. Confianza. Y ella. Y con ella su
mensaje.
Para ver el universo en una promesa,
tan etérea como el temblar de alas de una mariposa, una hoja que cae en otoño, los
copos discretos en la noche, y la ilusión de la fe por existir, la joven niña
sostenía el mundo mágico de la nevada entre las palmas de sus manos, en una
gran bola de nieve en la que había modelado, con amor blanco, la música de mi
niñez, con los tres acordes, el último tañido allí mismo, en nuestra calle, cristalizado
en el infinito de su sonrisa, la helada reminiscencia de una risa eterna que reunía
la vida y su alegría. Vivir la vida en serio.
“Ahora vuelve con ella, –me dijo
con grave picardía, juntas posible- regresa con mi hermana. Abre los ojos. ¡Ya!
No tienes todo el tiempo. Aquí te espero, os espero. Prometo no fallar con esta
bola de nieve en tu cabezota. (Risa). Entiende y regresa con ella. La nieve, la
vida espera”
Abrí los ojos. Recordé el mensaje. Siempre.
Solo me quedaba confiar, efectuarlo. “Siempre
hay un momento en la infancia cuando la puerta se abre y deja entrar al futuro”.
Incluso Graham Greene me daba ánimos. La mano de la niña pequeña, en el calor
de la mía. “Vamos”.
INVIERNO 34. Calle San Francisco de
Asís. Ella. Barrio San Francisco. Ronda.
© F.J. Calvente.
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