“Amor blanco. El amor inocente. El
amor de una infancia sincera, sorprendida y amante de la curiosidad, de la
imaginación que construía hasta el más inverosímil escenario donde recrear los
sueños. El aliento para disfrutar del día nevado, ese calor, único, con el que
no se derretía la escarcha, que la moldeaba en arquetipos fantásticos, en
aventuras emocionantes. “Sube arriba, a la torre, y apoya tu emoción en su balaustre
–encomendó la niña ya en lo alto-. Cierra los ojos. Y al abrirlos verás al niño
que buscas, alguien o quien has sido tú en todo momento” …
Pasaron, con este, treinta y seis
infinitos en unas horas, por un día, por un día en los intermedios de un mes de
enero de invierno. Un invierno que no era como todos los inviernos, o un
invierno que debería ser como todos los inviernos: blanco, cuajado, atónito; con
un manto nevado que solo con verlo crujía de fragilidad, de juegos, de vida, con
sus escarchas espolvoreadas por doquiera, en los árboles suspirados de guiñoles
navideños, en la piedra, en la noche sobrecogida, en los tejados que ocultaban
sus cortezas grises, en un ambiente dickensiano; olía distinto, olía a cloro, a
purificación, a niebla, a limpio, entremezclado con el seco humo que escupían
tímidas las chimeneas, tufaradas que no ascendían por la helada pero que se
confundían con unas consistentes nubes en el cielo. Las puertas no estaban
entornadas, los zaguanes oscuros, sugeridos, una excepción que ya llegaba a su
fin, en este crepúsculo de palabras y sentimientos que transitaron por una
búsqueda de anhelos, en el ocaso de este “Sol de invierno” como escribiera
Machado:
“Es mediodía. Un parque.
Invierno. Blancas sendas;
simétricos montículos
y ramas esqueléticas.
Bajo el invernadero,
naranjos en maceta,
y en su tonel, pintado
de verde, la palmera.
Un viejecillo dice,
para su capa vieja:
«¡El sol, esta hermosura
de sol!...» Los niños juegan.
El agua de la fuente
resbala, corre y sueña
lamiendo, casi muda,
la verdinosa piedra.”
Me asomé, aconsejado por la niña,
por el balaustre del torreón, y en vez de la Alameda, las calles, BARRIO, hallé
mi rostro constelado de nieve. El niño. Y “ante su presencia blanca y fría
encontraba la redención, ser perdonado, más cuanto más caía, cuanto más existía
mi asombro en las tramas de su efímera permanencia, su abrigo y perdón por
esconderme durante tanto tiempo, una eternidad, de la posibilidad del
prodigio”. “Soy yo”, dije con dejo conmovido. “Quién si no”, añadió indiferente
la pequeña, risueña; solo fachada, inocente, pues en su gesto despreocupado,
unas miradas furtivas me descubrían de una manera parecida a la devoción. Volví
a mirar fuera, abajo, a mirarme, a asumir la curiosidad de aquel niño que fui
yo hace muchísimo tiempo. Entusiasmo, reconstituyente. “… en el corazón de
todos los inviernos vive una primavera palpitante y detrás de cada noche viene
una aurora sonriente”, recordé esta frase de Khalil Gibran encajada en una
estas postales de invierno. Y después me repetía que “En este caso la aurora es
de nácar, gélida, pero ardiente de pasiones y solaces de niños que aman ser
niños y de mayores que quieren ser niños, aunque sea por unos momentos y para
sanar sus almas de la maldición de su tiempo vivido.”
El miedo. Y la histórica nevada. El
miedo y la nevada. El miedo blanco. Fue el miedo por la excepción, el miedo de
no disfrutar, a no dejarme llevar por la emoción de gozar de la nieve, lo que
me impulsó, lo que se excusó, en la búsqueda de un momento de mi vida, en la
niñez, cuando mi yo niño, con su espontaneidad, con su ánimo, no hubiese tenido
ningún reparo para lanzarse inconsciente al recreo de la nevisca. “Un momento
para la vida, precisamente en una estación definida por el tránsito, el
intermedio, por la extinción de lo existido, menos el recuerdo, para asentar a
lo que queda por vivir”. El desasosiego de no saber vivir en aquel universo
blanco. “Una intensa nevada destrozó mis recelos y las vendas de las ficciones,
de los anhelos.” Y así surgió la necesidad del reencuentro, del regreso a mi
infancia, o de traerla de vuelta; la exigencia de reconocer la sintonía de la
niñez, la melodía de mi esencia infantil en la que cualquier temor, el que
fuese, solo asumía importante la desaparición del objeto de la ilusión. De esta
manera, entendía que única, engañosamente, inventaría mi recreación en las
nieves. Solo si el miedo me dejara estar un poco alegre, un poco ilusionado, ya
que “Si hoy en día pudiera sentirme contento sin motivo, entonces volvería a
ser niño.” Entonces.
“Y entonces convocaste al miedo, al
más profundo y poderoso, al ajeno”, dijo la niña que se situó junto a mí, como
si buscara un cobijo humano del frío reinante, apenas su barbilla alcanzaba el antepecho
del torreón. Un vaho nacarado surgía de su boca como si la piedra sudara y
exhalara su épica. “… el mito, tal vez porque este fabuloso panorama níveo
convocaba los genios de la leyenda, por su fantasía, magia o simbolismo.” “No
era necesario”, convino la pequeña, adivinando mi pensamiento que una vez fue
anterior, con sus ojos inmersos en las fluctuaciones del aliento que parecía
llevar el compás del agua del pilar, abajo, en la reminiscencia de un océano
verde y desamparado. “¿Por qué hacerlo difícil –continuó, negando con la
cabeza- si era tan sencillo como dejarse llevar por las ganas?”. No lo sabía,
pensé sin decírselo porque tampoco hacía falta, ella entendía: “Yo quería ser
una estatua de nieve, un muñeco de amor blanco”. “Y en vez de moldearlo, o materializarlo
con nosotras, o transformarte en él, aunque un churro curvado fuese tu boca o
unas ramas tus brazos, con una lata de cerveza Cruz+Campo o una media zanahoria
de roma nariz, con bufanda o gorro, con guantes o desnudo, quisiste buscar a cuanto
ya tenías contigo, allí, ahí, siempre, con miedo, y con este convocaste la
negrura…” Siguió la niña y yo corroborando al “ennegrecido individuo o un demonio, como una
criatura espantosa preñada por la noche, con su único objetivo, maldición, de
truncar mis deseos, mis ensueños de infancia. La condena de las rutinas.” “¡Es
real!” –exclamé, molesto- “¡Claro que es real, y así lo será!” –respondió, sulfurada-.
Me volví un poco para apoyar mi
espalda en el duro pretil de la torre, demorando mi mirada en la angosta calle
Espíritu Santo para descansar la preocupación antes de afrontar las ruinas de
enfrente, el imponente cubo de la iglesia me armaba de valor, de protección. Entretanto
barría la desolación de las casas con mi mirada, me convencía de que era el
modo acertado para disfrutar del día enharinado, de “un nevar que, a pesar de
su frío físico, incitaba a desnudarse, a despojarse de prejuicios, de bloqueos,
de vergüenzas y miedos; para renacer en el niño que una vez fuimos y al que,
tras el inconsciente descorrer de los velos de nuestras nostalgias, reclamaba
con tenerlo en cuenta, ser en él y separado de los convencionalismos de la edad
y de la sociedad.” No vi al hombre de negro, delator y perjuro, pero sentí que
estaba ahí, tras esa viga quemada y caída, o apoyado en el alféizar de esa
ventana invisible por unos sorprendentes cristales íntegros también de opacidad,
o tras una de las paredes desmoronadas que sangraban su tierra y el agua de su
cal, los llantos de humedad, o acechaba desde los despojos del tejado, en una
cámara, o detrás de una puerta apolillada y muerta… como el silencio que
recorría sus páramos de muerte, de olvido, en los que no llegaba ni la nieve
para embellecer su desesperación. No. Afortunadamente llegó el amparo en forma
de palabras de una amiga, en un extraño sesgo de poetizar en un día lluvioso,
gris y melancólico: “La Poesía es una música que se hace con silencio...” Dejé
mi interés por el hombre de negro, ya que a lo mejor se nutría de esto, de mi
atención, “porque solo el miedo, la resistencia del fracaso, podía hacer imposible
mi sueño de un amor blanco”, para regresar a la poesía alba de este día de
invierno, al niño que había visto nada más asomarme al vacío de la Muralla. Yo.
El niño y la nieve. “La nieve en la
que solo ella veía el secreto de los sueños imposibles, el indecible nombre, el
símbolo de las búsquedas circulares, todo lo que una vez fue volvería de esta
manera a serlo, sin derretirse en vacuidades y hábitos, el silencio de la
geometría de los cristales de la escarcha.”. Silencio. En esos momentos oía el
silencio. El silencio como una partitura en blanco en la que existí, momento a
momento, imagen a imagen, relato tras relato, escribiendo las notas musicales
de una añorada melodía para entonarla una eternidad después, en esta nevisca
sensacional e imprevista. La búsqueda de sus tres acordes por donde solo podía
encontrarlos, en este escenario que recogía toda mi existencia, en mi Barrio. Y
la niña, despreocupada, quizás impaciente, mataba el tiempo que volvía a
interponer entre nosotros afinando esa canción que una vez fue mía y conseguí
recuperar para acoplarla al prodigio, al entorno y en su singularidad invernal.
“Tal vez de esto se trataba, de oír, de oír la música, la antigua música
interpretada con notas de querer, de poder, de contentos, de no haber un mañana
para un continuo presente que giraba y giraba sin pausas, con prisas, por los
surcos de un vinilo de canciones optimistas, soñadoras, vivificantes.” Y en
ello me empeñé.
“¿Tanto empeño para qué?”, cortó mi
pensamiento la niña, más nerviosa, más incontinente, como si su exasperación se
derramara por una evidencia que todo en el universo contemplaba menos yo. Y
porque yo no simplificaba, daba vueltas y más vueltas a la cuestión, al
riguroso discurrir de este camino iniciático de invierno, en la idea o como si
cualquier complicación exigiese de una respuesta complicada. “El compás de una
racha de invierno, como los murmullos del agua inquieta, recorriendo las calles
del arrabal, de mi Barrio, con la sintonía de quien ayer fui y ahora anhelaba
el reencuentro.” … “¡Para qué!”, insistía la niña, más insolente, más tensa. Y
reiteraba mi amiga anterior del silencio poético o de los encefalogramas planos
por una timidez precavida; no sabía, o no quería entender, y me perdía o ella
se perdía en mí o conmigo y ambos nos perdíamos en raigambres invulnerables a
base de cicatrices y desconsuelos, suturas y desahogos: “Simplifica,
simplifica… despójate de lo accesorio, de lo innecesario, quédate con lo
esencial, con lo imprescindible... con el tiempo te darás cuenta que nada es
tan importante... y que todas esas cosas que guardas, físicas y sentimentales,
solo te impiden avanzar libremente. No puedes ir cargado de prejuicios y
tontadas… de ataduras…” “¿Cómo?” “Ahora estás aquí, ¿no?, pues empieza
olvidando lo pasado, porque te roba energía y te impide dedicarte al momento
presente y disfrutarlo con y cómo lo que quieres, no con lo que te ata…” Tenía
que pensarlo, decidida y minuciosamente. “Es más fácil”, concluyó la niña para
prorrumpir en una risotada premeditada, aleccionadora, indiscutible… Pero yo
continué agarrado a la cola de una música de mi niñez cuando ni siquiera alzaba
un poco la cabeza para ver quién tiraba o quien reía.
“… las risotadas de la niña, la
niña, ante la seguridad, hecha poco a poco, de que, en su calor, como los
crepúsculos que incendiaban la imposibilidad de la nieve, encontraría el
perdido sentido en mi corazón para los jóvenes latidos de un amor blanco.”
Encontré a las niñas jugando, de acuerdo, al socaire de un patrimonio
histórico, hierático, riendo, como un vendaval fresco que traía un nuevo tiempo
a los quietismos ecos de la heroica de El Castillo. Sí, “buscaba un acorde… no
el sonido idéntico al que mi ambición sorprendió, adscrito a una música de mi
infancia, en la risa de la niña que jugaba en el jardín de la Cuesta de Las
Imágenes.” Me gustaba ver a las niñas jugar, me encantaba oír sus sonrisas, me
complacía la visión porque era eso lo que yo quería, lo que yo quiero, para
disfrutar de la nevada, ser como ellas, niña, niño, libre de prejuicios y ligaduras,
libre de un pasado y de las ataduras de un futuro inmediato. “¡Si ya lo estabas
haciendo!” “¡Ya eras niño!” “¡Ya eras nosotras!”, molesta exclamó la pequeña,
ansiosa por la certeza que yo no veía o a lo mejor me empeñaba en verla desde
otras perspectivas, todas innecesarias, forzadas e intrincadas, y puesto que su
valor, su mensaje, su emoción, el fiel reflejo en el espejo de lo acertado, de
lo verdadero, únicamente podían contemplarse por delante, de manera franca, dispuesta,
sincera.
“¡Ya eras nosotras!”, retumbaba el
chillido de la niña en mi cabeza, propagado en una resonancia metálica por mis
adentros, en dirección al fin de todo o al principio del conocimiento, de la
solución, como aquellas pisadas en la nieve que vi cuando quise retornar mi
mirada hacia la ruina de las casas y, a medio camino, me arrepentí, por no
despertar al hombre de negro, para que no vigilara mi camino torcido, su oscuro
reconvenir en mi vuelta a la cotidianidad concertada; y así observé, me
abstraje, primero con las de la pequeña, acercadas, a continuación con las
mías, distanciadas, las huellas en el corredor superior de La Muralla, los
pasos que nos habían conducido al torreón y a esta destemplanza que mía yacía y
por no asumir la revelación de la pequeña, o la simple circunstancia de la
realidad. El grito necesario, elocuente, de la niña que se fue trenzando para
desaparecer entre esas marcas en la nieve, las que resonaban por un poema de
Antonio Gamoneda, del que no sabía su memoria presente, quizás por orgullo, por
legitimar un camino que cada vez hacía más aguas, más escarchas, con su
crepitar, con su crujido musical e insinuante:
“La nieve cruje como pan
caliente
y la luz es limpia como la mirada
de algunos seres
humanos,
y yo pienso en el pan y en las
miradas
mientras camino sobre la
nieve.
Hoy es domingo y me parece
que la mañana no está únicamente
sobre la tierra
sino que ha entrado suavemente en
mi vida.
Yo veo el río como acero
oscuro
bajar entre la nieve.
Veo el espino: llamear el
rojo,
agrio fruto de enero.
Y el robledal, sobre tierra
quemada,
resistir en silencio.
Hoy, domingo, la tierra es
semejante
a la belleza y la necesidad
de lo que yo más amo.”
Las calles de mi Barrio… Mi Barrio…
“la tierra semejante a la belleza y la necesidad de lo que yo más amo”. Quizás
por el propio deseo, por la propia codicia de recuperar la melodía de mi niñez,
volqué mi anhelo en el Barrio, en sus calles de mis entrañas. Sí, niña, ahora
sé que fue un rodeo que me podía haber ahorrado, ahora sé… bueno, todavía no lo
percibo, que aquella nostalgia vertida en el Barrio tenía que ver con cierta
idiosincrasia, con una afinidad indeleble e indudable, con esos momentos
pasados en los que fui feliz, con esas imágenes, con sus gentes, con sonidos
vibrantes y olores permanentes, con vivencias entrañables, perdurables, con
tratos inolvidables, con amores sentidos y encuadrados a unos límites que
siempre permanecerán mientras tenga vida y oportunidad para recrearlos. Insistí
en el Barrio para justificar mi deseo presente, en este día de invierno y de
insólitas nieves, de disfrutar como hubiera disfrutado, como disfrutaban las
niñas en el jardín de Las Imágenes, ese niño que entonces existió y que asumió
sus raíces, sus querencias indelebles por la tierra, por su expresión, por su
esencia, por ser y formar parte de este universo particular y hermoso. “Las calles.
Deseaba insistir, solo por unos instantes, en el azogue nostálgico de las
callejuelas, de sus vivencias, de las memorias ilusionantes en ellas contenidas
y afianzadas en el acopio mítico del Barrio, en la tradición esculpida por la
honestidad de sus vecinos, de sus gentes. ¿Soñar?, no, vivir del recuerdo.”
No podía vivir en el recuerdo, ya
lo sé, sino vivir el momento presente con los mimbres y disposiciones que me mostraban
las circunstancias y los propios y últimos tiempos. No podía vivir en el
recuerdo de una felicidad de anteayer y como si a esta, la felicidad, lograra replantearla
en la actualidad, en la nieve, como si se tratara de trasplantar una mata de un
lugar a otro, obviando que el trasplante hay que hacerlo en la estación y en el
plazo adecuado, no en otro, y que la felicidad, como la tristeza, cambia con la
edad, con la identidad y con el contexto. No podía, y aun así presuponía de factible,
que la antigua felicidad infantil contentaría a mi yo de hoy y adulto, a un ser
maduro que no lo parecía mucho al establecer estas conexiones o estas
arbitrariedades por regocijarse en la insólita nevada. Y de ahí mi errar,
placentero por supuesto, de una tierna nostalgia pletórica de evocaciones
afectuosas que armaban la estructura de una época venturosa de la que
presuponía funcionaría o era la conveniente para esta nueva y exigida
oportunidad actual para el contento. De ahí mi consciente vagabundear por las
calles, por las arterias de mi cuerpo, por los recuerdos. La presunción, por
otro lado, conllevaba en su fragilidad, en su señuelo, la amenaza de lo
inseguro, el anatema por cuanto pudiera desviarse a la norma general y aceptada
por todos, la duda. La duda en antesala del miedo, por lo incorrecto, por el
qué dirán, por el no encajar, por la ruptura, arañazo o grieta qué más daba,
con todo lo que era igual que ayer y que mañana, invariablemente, las rutinas y
lo consentido. Y el miedo no es nada si no se crea, no es nada si no se le llama,
no es nada si no se le dota de una energía que nos la arrancamos a desgarrones,
aunque sea por una huera excusa. Y con el miedo, su amenaza. Por esto concebí y
apareció el miedo, la amenaza, un hombre de negro del que, sin identificar su
rostro, solo su risa cortante, vigilaba, alerta, maligno, para a la menor ocasión,
a la mayor inseguridad, devolverme al infierno monótono y gris de la costumbre,
al incoloro diario, conformista y ocioso.
“Había dejado mucho tras de mí,
había destruido muchos puentes, incluso aquel de calle Benarrabá, y no podía
permitirme seguir con esta actitud rutinaria de no importarme nada. Tenía que
cruzar un nuevo puente, o ese al que nunca quise atravesar y quedarme en la
sombra de su ojo.” Aunque el redescubrimiento de las calles, de las venas por
la que circula la sangre del arrabal, por el traqueteo de una genuina música de
tres acordes, tenía otro objetivo, de acuerdo que si no distinto a la
identificación de un niño del pasado, próximo a la revelación especular,
definitiva de esta aventura iniciática y de todas las que con mayor o menor
acierto entablaba aquí, en mi tierra, en mi casa, en el pasaje geográfico que
guardaba mi existencia pretérita, ahora, y espero que futura. Con todo,
escribía, este peregrinar me concedió la gracia de superar mis miedos, de
afrontarlos, de insuflarme una confianza, una superación, de las que hasta
entonces no habían sido más que unos abstractos sustentos tan fugaces como su
presencia al despuntar el alba y recomponerme de los espejismos del duermevela.
“No iba a permitir, a permitirme otro fracaso, otra flaqueza, otra duda cobarde
a la hora de tomar el tren de los sueños a su paso por esta estación
trascendente, invierno, y de nieves… No iba a renunciar a mi destino sin
haberlo moldeado, o al menos intentarlo: primero descubriendo el nombre,
enunciándolo, del miedo, del espanto, y luego conjugarlo en el sentido de la
vida, o de mi existencia en la facultad de vivirla y no seguir los pasos de
otros por ella. Vivir viviendo.” Seguro de vencer, o de esquivar la maldición
del hombre de negro. De hecho, sabía que, “al atraparlo, me quedaría solo un
poco de niebla entre las manos.”
Y cuando lo buscaba, al hombre
inicuo, penetré en la noche creyendo que allí estaba su morada; y sin embargo
me encontré conmigo mismo, en un encuentro esencial con el Barrio, en el crisol
donde la luz emergía de las sombras, la luz del día, de la vida, de ese vivir
viendo, no subsistiendo. La luz. La confianza para dejar de dar vueltas y confrontar
ya mi rol en esta iniciación invernal, en su símbolo fundamental de muerte y
renacimiento…
“Barrio. La nevada, fantástica y
excepcional, acentuaba el escaparate de la noche en el que, tras sus cristales
épicos y humildes, el derrame de su fantasía blanca, apercibía la esencia del
arrabal, el alma de este lugar único. No se podía amar, sentir este Barrio, si
no se recorrían sus calles por la noche; con calma, como la quietud de su
ambiente, el habla de sus vecinos, la hospitalidad y generosidad del deseo
contrariamente a la apatía indolente del trato; callado, como el silencio que
impregnaba su huella legendaria y el diario con una emoción delicuescente,
sincera, a pesar de la excesiva algarabía del fenómeno de restauración anclado
con objetividad y pláceme; con sus juegos de luces y contraluces, de sombras y
penumbras, de misterios que por sorpresa, y agrado, manaban del eco de las
pisadas por sus suelos de guijarros, por el tacto gélido de sus hierros, del
rutilar inesperado en la madera de sus contraventanas, del bisbiseo de secretos
en el agua del grifo del pilar, en los zaguanes francos o entorpecidos de
sombras según retórica borgiana, de la deslumbradora cal en las antiguas
fachadas de coquetas casas, en competencia con la nieve y en connivencia de la
esperanza, también de nácar, que exclamaba cómo allí, en el Barrio, se vivía.
Vivía la vida.” “Y a estas alturas, precisamente, -sarcástica intervino la
pequeña, en una mueca que acopiaba el tiempo transcurrido desde… y la altitud
en la que nos encontrábamos- todavía no has logrado definir el testimonio de
este camino existencial, emocional, la confirmación de lo que ves, el Barrio,
contigo, no con el niño que crees ver y que no está, nunca ha estado, sino de éste
conmigo, y con Inés que espera en la calle San Francisco, la nuestra.” No me
acuerdo si negué con la cabeza, si desvié mi mirada de las ruinas, a la iglesia
del Espíritu Santo, a las huellas en la nieve, o regresé a la Alameda helada de
esperanzas. No sé. No me acuerdo. Solo pensaba, me entregaba a puentes, a
metáforas, en símbolos de lo aprendido y de lo que aún me demoraba en
comprender, complicándome, rebuscándome, alambicando mi prosa y mis emociones. Otro
puente. O el primero. “Y el único puente que tenía que construir, o atravesar,
o sonreír, a otro o a aquel que veía desde la Alameda de San Francisco, era al
del entendimiento, de afinar mis oídos y cantar mi música vital, una vez
reunidos los tres acordes. No podía dejar que el agua, el susurro de su pauta,
siguiera corriendo sin que jamás volviera atrás.” Y la niña reincidió en su
carcajada, expectante, esperadora.
“Un puente de amor, de amor blanco,
como las risas de las niñas jugando en la nieve.” Pronto, confiado de someter
las embestidas del hombre de negro, de aliviar su maledicencia, de conjurar su
cobardía, de no sentir miedo, más tranquilo, supongo, acaso templado, agotada
la esencia rescatada del rodar por las calles de San Francisco, llegué a ese
momento de parada, de pausa, de mirar a un lado, a otro, para asumir la
catarsis inexcusable que me conduciría no al pasado, ni al futuro, ni a
cualquier temporalidad, dimensional o inconcreta, sino a otra dimensión del
ser, de mí mismo. La nieve era el pretexto, vale, pero también la exigencia para
trascender. Trascender a través de un sueño. Quizás.
“Sólo aquel que sueña siendo hombre
encontrará al niño que soñaba.
Soñando creas nuevos horizontes
como hiciste ayer cuando jugabas”
Estos versos de una amiga especial,
alguien capaz de desentrañar las emociones del mundo, los matices de la belleza,
y con la notable capacidad de agarrar la complejidad del mismo y atarla a la
armonía de unas estrofas, de la musicalidad hecha pureza en unas rimas
conmovedoras, me alentó a persistir en una búsqueda que ahora sé solo fue un
rodeo, una extensa divagación para alcanzar cuanto ya sucedió al principio y no
dejé de tenerlo a la vista en ningún momento. Con todo apuré el vagabundeo por
las calles, por unas memorias dichosas, pero que ya pasaron y jamás se
repetirían. En su reiteración invocada, sin embargo, continuaba por recuperar
al niño, a mí mismo, escudriñando las calles, los tiempos, el aire, los olores
de un mundo aletargado, el silencio de unos raíles abandonados… El niño, o la
forma de recobrarlo para hacerme más grato el presente, para vivir con su
espontaneidad y sin cargas lo extraordinario de la avalancha lechosa. “Y allí,
en el preámbulo de Miraflores, con respecto a unas hendeduras como railes de
trenes en la nevada, comprendí, y ahora tenía que asumir, cómo para superar las
particularidades de lo acostumbrado, de la anodina monotonía, tenía que
hacerse, hacerlo, en el refugio cálido de mi interior. En aquel lugar
continuaba el camino, la mirada especular en las calles del Barrio, acompasado
a los latidos de mi corazón, de mi corazón de niño. El niño que jamás huía y,
como las risas de las chicas en sus recreos en la nieve, emplazaban distancias
a las exigencias de un destino enmascarado de hombre tenebroso y adverso.” En
mi corazón. Adentro.
Si el recorrido por las calles del
Barrio tuvo algún sentido, este solo lo tuvo en mi entraña, dentro, en el alma
afín al terruño, en mis raíces arraigadas a su naturaleza. Tal vez conjeturó el
resorte necesario para abrir un vericueto cerrado, y olvidado, de mi corazón,
en mis querencias indelebles, para una vez descubierto, y abierto, y
encontrármelo vacío de emoción, llenarlo con todo lo aprendido, con todo lo
experimentado, refundido en una gran bola de nieve de amor blanco. En mi
corazón. Adentro. ¿Cómo? Para dejar paso a lo nuevo, a lo inmediato, hay que
dejar sitio, despojarse de lo viejo, de lo innecesario (He aquí, y yo escondiéndome,
la piedra filosofal de la “simplificación” vital, de vivir con lo adecuado, sin
accesorios). Es decir, una alegoría del rito universal de muerte y
resurrección, un sentido intrínsecamente impregnado en este Barrio San
Francisco, aunque muchos hallamos olvidado su concepto, denigrado su valioso
mensaje por invasiones materiales e incrementos de egos obsesivos y aprovechados.
La muerte del adulto para que renazca el niño feliz, el único que penetraría en
cómo disfrutar de la nieve. Un nuevo rodeo, por supuesto, ¡Lo siento, niña!,
pero este fue fundamental para recuperar la armonía, el equilibrio.
“… las remembranzas, para
encontrar, en esta nevada y en las ocasiones esporádicas donde los vacíos de
adentro duelen como el frío de esta nieve y humedecen los ojos con la visión de
las muchas derrotas con las que en todo momento, salvo en estos, nos dejamos
engañar, las disfrazamos de conquistas, y porque de esta manera no
desentonábamos con el discurrir uniforme de la sociedad, de lo correcto; útiles
memorias para materializar la quimera de un poema, el del principio, y con el
que una vez más, en absoluto definitiva, ser el niño que allí fui, quien se
hizo identidad y ahora una necesidad. ¿Inquieto?, mucho. La urgencia de
encontrarme de nuevo, ayudarme en mi lucha contra las catervas de la soledad,
de todas mis prórrogas por no descubrir mi papel, mi sentido en el universo.
¿Pusilánime?, bastante. Y todo, poco o grande resultaba accesorio, por
disfrutar de la nevada sin mínimos ni ofuscaciones. La posibilidad de sembrar
fuego en la nieve.” El fuego del deseo, del valor por dejar de ser manso,
aplicado, ejemplo de la norma general e impoluta de los hábitos en sociedad, e
ir más adelante, allá donde solo yo sentía y quería y de cuanto me faltaba la
intención de empezar y concretarlo. Era el momento.
“Tuve miedo… –confesó la pequeña
con un pliegue alicaído en sus sonrosados labios, los ojos velados por un pavor
que enturbiaba los destellos húmedos de inocencia y aguardo- miedo cuando te
encontraste con la muerte”. “Solo fue un naipe de Tarot tendido en un augurio consolador
de la nevada”, respondí en el intento de aliviar el temor en la niña. Normal.
“No entiendo, no puedo”. Normal, claro. Insistí. Reconocí. Y pensé de un modo para
que ella no llegara, no oyera con su sexto sentido y acostumbrado en esta
fantasía invernal. “Eres un comienzo, un origen, el amanecer de un universo,
aún no has sentido la contrariedad, los estragos del olvido, de las pérdidas,
la amargura de que siempre habrá sueños que no tengan ninguna posibilidad de
cumplirse, de polvillos mágicos que se los llevará el viento, contaminados por
otros residuos livianos y fútiles, aunque de la misma pasta que los ensueños, eres
pura, todavía está en tu voluntad moldear tu vida según una quimera, no
rendirte en la obligación de lo rutinario…” “No tuviste porqué dar ese otro
rodeo, -rutilaba en la niña el rescoldo de un espanto fuliginoso- más estando
ahí ese hombre de negro al que tampoco comprendo”. Sonreí. El moño de lana de
franja malva se movía no por acción de una brisa traviesa, sino de temblor en
la pequeña. Entre sus guantes, en un método inconsciente para que el susto no
la sometiera, daba vueltas a un trozo de nieve, sin que modelara la esfera, la
pelota, el símbolo de su niñez. Los ojos tendidos en el frenesí de sus nervios
en el aljófar helado. Entonces no pensé, sino que enuncié en una delicada inflexión
de comprensión, de ánimo, de quitar importancia a cuanto la tenía toda: “No era
el fin. Al contrario, era el anuncio de un nuevo comienzo. Era la expresión de
este invierno, la de todos los inviernos con sus sinos de muerte para que
renaciera una nueva vida en primavera. Además, allí, en el jardín de la
muralla, era una parca de hielo; era un destino contento, dinámico, vivaracho,
partícipe del juego de las mujeres con la nieve… La Muerte que vivía, la Muerte que enunciaba
la Vida.” “¿Tuvo que ver con nuestro posterior encuentro?”, preguntó la niña
con su carita pintada con los propios fuegos, bendita contradicción, del frío
invernal. Crudo. Riguroso. “Necesario”, lacónico. “No tuviste que dar ese
rodeo… ningún rodeo. Nosotras estábamos aquí. Siempre”. No respondí.
“… la muerte personificada en el
invierno, nuestro invierno ineludible, la última estación, el fin del viaje,…
sino la posibilidad del renacimiento, de renovarse a voluntad, del poder de
hacer de cada instante, de cada momento, una oportunidad, una alegría de vivir,
de disfrutar la vida, de sentirla y entenderla; y de luchar por ello, del
triunfo tras un recorrido singular una vez llegados al apeadero, el decisivo,
al final de este estar aquí y, posiblemente, en la inminencia de la disolución
definitiva en el Universo.” La visión de la muerte en el jardín de la muralla
supuso ese resorte imprescindible para asumir el último paso, entonces todavía
creía que para encontrar el niño que fui y no un nuevo sentir, el nuevo
paradigma para complacerme en la belleza, en una prodigiosa nevada o en los
apuntes extraordinarios que ofrece la vida, más en los detalles, sencillos, en
los universos escondidos tras enormes pequeñeces. El último paso, frente a una
de las puertas de la muralla, precisamente la más pequeña, la más
despreocupada, la más descuidada, la más sencilla. Y por supuesto de tu mano,
niña… Y la pregunta, la pregunta que lo removía y accedía a todo, aunque fuese
un todo no del todo, valga la redundancia, preciso, auténtico, si bien el que
de la misma manera conduciría a un único colofón y significado:
“¿Soy feliz? ¿Fui feliz de niño?
Por supuesto, era la respuesta inmediata a la segunda interrogación;
infelizmente bien, a la primera, o… Sea como fuere, acababa de dar el primer
paso para serlo, ser feliz en este universo blanco y extraordinario. Antes,
ciertamente, tenía que traspasar la puerta, morir en el hueco, en la cavidad
ancestral y materna, para renacer en el niño que disfrutaría de estos mágicos
momentos. El símbolo de este excepcional invierno, su taumaturgia inapelable…”
Y conseguí atravesarla, la puerta, tomar la decisión, cogida de tu mano, niña,
de descubrir al niño, a mí mismo en un tiempo perdido o encerrado en recuerdos,
para disfrutar del día, de la nevada… “Y sin embargo, ese niño antes te cogió
de la mano, te ayudo a traspasar la puerta, te reconvino por cierta pedagogía,
cierta educación de la que tú mismo te empeñaste en inculcar como uno de los valores
fundamentales para marchar por la vida, en convivencia… incluso a mostrar
respeto por el adverso, por el enemigo, por el hombre de negro… Ese niño…”
“¿Tú?” “Sí, yo, y quien espera con un enorme copo de nieve para estrellártelo
en tu complicada cabezota” “Inés” “Sí, y yo también, ¿no?” “Tú eres la niña…”
“No, no soy la niña, soy Ángela…”
Miré a la niña sin mirar, porque
hay miradas que tienen que efectuarse sin los ojos, con el corazón, para
definirlas, autenticarlas, contraerlas. Y al efectuarlo, puesto que las
sensibilidades serán por siempre frágiles, penetró impetuoso el miedo, el que
por siempre será osado, fácil, impasible a cuanto no fuera su poder y
simulación; el de los encontronazos, el de los codazos, el prepotente, el de
imponerse primero a la esperanza, la confianza, la ilusión… las bondades de la
sencillez sin aristas ni subterfugios. El hombre de negro. Porque el hombre de
negro, cuando yo atravesé la puerta de una vida a otra, o de un entendimiento a
otro, invisible, desapercibido, también traspasó el arco tras de mí, para
ocultarse, para seguir vigilándome, para esperar la coyuntura de asaltarme y
llevarme al mundo plano, gris, y uniforme de lo rutinario, de lo convenido sin
alardes individuales y singulares. Y ahora lo observé salir, salir de las
ruinas, de los escombros, del lugar dónde se había ocultado, detrás de una
desportillada puerta de madera que cerraba un cercado interior, un patio
abierto de una casa devastada y sobre el que se desmoronaba la integridad de lo
que fue vivienda o un núcleo de existencia familiar volada. No me vio, o no
quiso dirigirme su atención, su amenaza, su aguardado propósito, nada, solo una
risotada cruel, una carcajada estridente y afilada que hendía la nieve como un
cuchillo ardiente la mantequilla. Al torcer a su derecha, a mi izquierda desde
lo alto, la plaza Pons Sorolla, efervescente algarabía en un bar, en el otro
no, cerrado, tomó la Puerta de Almocábar, la puerta “hacia el cementerio”, de
regreso a la muerte, a los nichos míticos y soterrados, a los muertos sin
descanso eterno por algún interés hostelero y por cierta vigilancia arqueóloga
y burlada. De regreso al invierno, a un permanente invierno. Asomé mi
curiosidad por el antepecho de la torre y lo vi atravesar la calle, entrar en
la alameda, y sospeché que sentarse en un banco, en la piedra con un cojín
helado y unos hierros febriles de frío y espera. Ahora estaba tranquilo de la asechanza
del hombre de negro, luego no, ni después, invariablemente amenazado por su
impronta malévola de arrojarme su infierno cotidiano.
“Volverá”, conjeturó la cría. “Lo
sé”, confirmé. “¿No te importa?” “En dominarlo, o tal vez en avenirme con él se
fundamentará ahora mi vida, niña”. Ella se encogió de hombros, pero no
escabulló la mueca indignada, y a la que puso voz: “¿Todavía sigues llamándome
con ese sustantivo neutro, niña?” “Con cariño” “Por qué no ya Ángela, tu hija”.
No sé si fue su mirada, penetrante, cariñosa, adolorida, o aquel “hija” que
aceleró el ritmo de mi corazón, como aquellas ansiedades previas a un
acontecimiento considerado especial. Esta sensación desasosegante, previa a la
revelación, a un testimonio definitivo, tuvo su precedente en una postal de
invierno muy anterior, o en una de las magníficas apostillas de mi amiga poeta
a ese relato y de la que solo consideré por su exposición amable, no demostrativa:
“Tú Francisco lo tienes más fácil, estás acompañado por la niñez y la
adolescencia de tus hijas, dejarte llevar por ellas, ser acción con ellas en
muchos momentos, puede ser la forma más gratificante de ser otra vez aquel que
recuerdas” “Ya te avisé –recalcó la niña, mi hija Ángela- que tus rodeos por
calles y ayeres, salvo su testimonio nostálgico, evocador e instructivo, con su
capacidad de recargarte con la energía suficiente para acometer la apatía
institucionalizada del presente, eran innecesarios al tenernos a nosotras,
desde el mismo principio, a Inés y a mí, desde el mismo momento que salimos a
la calle y nos asombramos y apresurados nos entregamos al disfrute de este
sorprendente mundo nevado” “¿Y el niño que fui, al que hace poco vislumbré
desde ahí?”, acerté a preguntar, excusado en una demora que tenía sus instantes
contados. “Nunca estuvo, ya te lo dije” “¡Yo lo vi!”, insistí, cada vez más
contrariado, y cada vez más lúcido. “Te viste a ti mismo –atajó con decisión
Ángela- o, mejor dicho, presentiste tu unión con el todo, con tu Barrio, en una
reunión atemporal con tu vida, con la realidad atemporal en la que discurre tu identidad,
tu substancia, y la de este legendario y honesto escenario” Apoyé ambos brazos
en el pretil del torreón, apreté con fuerza, con dolor, las piedras con sus
agudos relieves en las palmas de mis manos, congeladas de frío y de una épica a
la que nunca alcanzaría hasta ese santiamén en el que ya no fuese singularidad para
formar parte de una eternidad que allá, en el Barrio, tenía uno de sus más bellos
y sublimes términos. “Vamos, asómate”, remachó mi hija” Y volqué mi expectación
adelante.
Me observé a mí mismo, a quien soy ahora,
adulto y niño, pero me vi en el espejo de “la Alameda, de San Francisco, de la
que jamás tendré, ni me impondrá, límites para amarla con versos, para con mi
difícil prosa abrazarla con ternura, con sencillez y respeto”. Yo era Barrio. Y
había vertido mis ensueños, mis querencias, mi sangre, en unas postales de
invierno que recreaban el universo insólito, inesperado y extraordinario de una
nevada de la que no se tenía memoria y con mucha de esta para llenar de
melancolías el porvenir. “Relatos en los intermedios de unas estaciones que
solo existirían en los sueños, en los ensueños de este viajante solitario, en
los fugaces apeaderos de un tren que comenzó a recorrer con espíritu borgiano
unas calles que eran mi entraña, enternecidas de penumbra y ocaso, en el
trayecto hacia la última calle que fue la primera, esta, la que contradiciendo
al Maestro era entonces ávida, cómoda de turba y ajetreo por la caprichosa
nevada, la calle que dejó de ser desganada por la honda visión de su aventura
mágica” Yo era Barrio. Yo un…
“Trovador de la magia del pasado
que nunca en este Barrio se ha
extinguido
palabras que pones sobre el blanco
de páginas negadas al olvido.”
Yo el trovador de un Barrio
olvidado, según mi amiga poeta, clarividente en la sencillez de sus versos de
la armonía de un mundo resonante y dotado de hermosura. Suspiré con tal hondura
como mi visión que barría con fervor el panorama nevado. “Pero ahora ya la
nieve sustenta mi memoria. Y el silencio se espesa tras los bosques doloridos y
profundos del invierno. Por eso puedo navegar sin velas. Por eso puedo remar sin
remos. Por eso puedo despedirme de mi amor sin llorar”. Sonreí con Julio
Llamazares, sonreí porque me sentía dichoso, completo, contento. Sonreí para que
luego desaguara mi gracia en una carcajada como la de mi hija, Ángela, que
también me acompañaba; como las inocentes risotadas en un vergel de calle
Imágenes, puras, entre juegos y algazaras. Las risas de unas niñas, mías, con
las que, como la bola de nieve con la que mi hija Inés me aguardaba en nuestra
calle, San Francisco de Asís, para estampármela en mi tortuosa cabeza, moldear
mi muñeco de nieve con amor blanco. Mis hijas, las que siempre estuvieron ahí, con
las que, a poco de asomarme en la profundidad de sus ojos constelados de húmedos
destellos de ilusión, de curiosidad y confianza, podía ver al niño que una vez
fui y con el que, en ellas, durante este camino iniciático por la nevisca, me
regocijé del testimonio recogido en este álbum de postales de invierno, de
sorprendentes escenas en su anverso y palabras vertidas de muy adentro en su
reverso. Disfruté mucho, sí, y lo haré con su recuerdo.
No olvidaremos este invierno, en
absoluto. Solo nos basta con ver e invocar el paisaje nevado, las ansias, como
las páginas en blanco de nuestra existencia en las que poder escribir la
aventura de vivir. Y ahora solo puedo escribir que se terminó, fin, gracias por
la espera, invierno, por el aguardo hasta solucionar, o remendar, mis problemas
informáticos, mis apresuramientos, no tanto por mis adjetivos. Gracias. Y venga,
sea ya primavera.
INVIERNO 36 (FIN). Barrio San
Francisco. Ronda.
(Gracias, sin duda, a Francisca
Ben-Mizzián Palma, amiga y poeta y perspicaz, a su hermana Mary Carmen
Ben-Mizzián Palma por su metáfora laberíntica, a mi “pepito grillo” especial y
afectuoso Mary Pepa Torrejón Badillo, maestra de la simplificación, de la
poesía hecha de silencios, de un tierno misterio, a la sonrisa eterna, aliento
y sensibilidad de Isa Ortega Gamarro, a otra sonrisa eterna y por su simpatía
de María González Aguilar, a pesar de su madridismo irreductible, a mi primo
Francisco Ruiz Calvente, gracias por Bunbury, Nietzsche y tu ánimo, Agustina
Ronco Román por tu empeño y atención, Eva María Gil Jiménez por su admiración a
mis fotos, a Cloti Briones, a Rocío Villodres por sus emoticones alegres, Juan
Porras, mi tía Paula, Estela Ro, María José Orozco Moreno, Reme Boca… y a todos
y a todas que, público o en privado, con mayor agrado o imprecación, agradezco
vuestra atención, aliento, menoscabo… Sois responsables de esta saga de
Invierno. Gracias por soportarme.)
© F.J. Calvente.
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