Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 29 de abril de 2017

LEER NO TE CONVIERTE EN MAJARA

Leer es el mejor antídoto para cualquier tontería. Dicho esto, si el domingo no quise escribir sobre el Día Internacional del Libro, hoy quiero, y bastante lo he pensado y puesto que hay cosas, por asepsia y vergüenza, a las que mejor no atenderlas, olvidarlas, hoy quiero hablar del dragón, no de aquel que mató San Jorge, Horus egipcio o el Sant Jordi catalanizado, en la diada o en el infierno o cómo y dónde fuese un icono de la literatura, sino en su otra imagen de rudeza e incultura, también de nulidad, contra la humildad y el respeto; o de lo que a resultas supondría una metáfora de aludir a aquello de “uso el sarcasmo porque matar es ilegal”, y entretanto él apoyado en la barra de un bar.

Antes apuntar, sobran las evidencias para quienes me conocen y honran, de que para mí cualquier día es un homenaje al libro, a la lectura, a la aventura y a la evasión cuando no al compromiso con la cultura, la rectitud y el conocimiento. De hecho, conforme a Borges, "que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído", y con todo no me siento satisfecho, incluso sucio, con estas letras, y aunque si valgan decirlas o denunciar la indirecta de estas. Las rosas, pues, por la continuidad necesaria y no por una mera efeméride. Tampoco para el dragón, ampuloso y engreído hasta en la traída monstruosidad de la comparación, en su símbolo aciago, puesto que no las merece la causa y el causante de estas palabras y a lo que sería según otro echar margaritas o perlas a los puercos; solo por estampa del mal, o el mal de la bestia, la ignorante bestia, y aquí entonces mejor que el dragón, por su magnificencia y apostura, la rana. La rana que nunca será besada por una bella mujer o a la que ningún beso lo convertirá en algo que nunca fue, un príncipe por caso, o lo que jamás será, a excepción de ciertos límites en la mediocridad de la política local y de la instrucción secundaria, (causa hasta rubor mencionar estos quehaceres vocacionales y fértiles) cuando se cuestiona la lectura como un hábito perjudicial y en la excusa perfecta para arrojar miserias sobre alguien o sobre quien ya suficiente tiene con sobrevivir a estas catástrofes y de las que, acaso, no tenga toda la culpa de las mismas, propias y menos de las ajenas.

La lectura como una experiencia dañina, así croaba el animalejo, particularmente causante de mis agujeros negros en el cerebro, o de su respuesta por una diferencia suspirada y por tanto enrabietada. Incomprensible. De ahí la vulgaridad, la tontería, la supina ignorancia, el vacuo estropicio cuando se insulta desde la embriaguez hueca y fanfarrona de una barra de taberna; cuando no se tiene menoscabo, ni decencia, de ensuciar la imagen de alguien, o una idea, o un mínimo de honestidad, alegando desde las más altas alturas de la estupidez, altas y aferradas en un prejuicioso poder crematístico, que la lectura, o con leer mucho, convierte a la persona, o a esa persona, o a mí de no ser por atribuirme el papel en estos momentos de narrador o de acusador, de “majara”, en un loco, en ido… en un paria según el auto asumido estatus económico de aquel engreído. Más, bastante más deberíamos mirarnos a los espejos y ser sensatos ante lo que vemos. Ya está.

Mi memoria, mi vida, está llena de libros. Gracias a estos estoy aquí. Y, al igual que Terenci Moix, “seguramente pertenezco a la última generación que leyó con avidez y, sobre todo, con placer. Y sin embargo, ¡cuántas horas consumidas en la asimilación de sinsabores espirituales que ya sólo cuentan a guisa de aprendizaje! Estaba yo (o tal vez siga) en la edad precisa en que el alma busca en los libros una respuesta a los páramos en que se ve sumida. Buscaba autores (o tal vez siga) que supieran plasmar el lado oscuro de las naturalezas humanas, puesto que así sentía la mía. Llevaba las alas (o tal vez siga) del pesimismo imprescindibles para volar hacia infiernos cuanto más negros más literarios”.

Y sigo leyendo no por estar majara, o llevar majara desde… ¡mucho tiempo!, croa el batracio, sino para defenderme, desbaratar y protegerme de tanta tontería o de tanta neurosis mediocre y triste que, ni mucho menos representativa en aquel dragón abatido por el santo en estampa del día del libro, y con seguridad certera en todas las ranas cantarinas desafinadas en sus charcos cenagosos, monstruos cortos en su largura y pesados por su necedad, como esas moscas revoloteadoras, zumbadoras e insoportables que no dejan descansar, o leer tranquilo. Leer no te convierte en un majara; pero sí en príncipe por el beso de sus páginas, de sus mundos interiores, y por muy rana que seas.


© F.J. Calvente.


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