Leer es el mejor antídoto para
cualquier tontería. Dicho esto, si el domingo no quise escribir sobre el Día Internacional
del Libro, hoy quiero, y bastante lo he pensado y puesto que hay cosas, por
asepsia y vergüenza, a las que mejor no atenderlas, olvidarlas, hoy quiero
hablar del dragón, no de aquel que mató San Jorge, Horus egipcio o el Sant
Jordi catalanizado, en la diada o en el infierno o cómo y dónde fuese un icono
de la literatura, sino en su otra imagen de rudeza e incultura, también de
nulidad, contra la humildad y el respeto; o de lo que a resultas supondría una
metáfora de aludir a aquello de “uso el sarcasmo porque matar es ilegal”, y entretanto
él apoyado en la barra de un bar.
Antes apuntar, sobran las
evidencias para quienes me conocen y honran, de que para mí cualquier día es un
homenaje al libro, a la lectura, a la aventura y a la evasión cuando no al
compromiso con la cultura, la rectitud y el conocimiento. De hecho, conforme a
Borges, "que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me
enorgullecen las que he leído", y con todo no me siento satisfecho, incluso
sucio, con estas letras, y aunque si valgan decirlas o denunciar la indirecta
de estas. Las rosas, pues, por la continuidad necesaria y no por una mera
efeméride. Tampoco para el dragón, ampuloso y engreído hasta en la traída monstruosidad
de la comparación, en su símbolo aciago, puesto que no las merece la causa y el
causante de estas palabras y a lo que sería según otro echar margaritas o
perlas a los puercos; solo por estampa del mal, o el mal de la bestia, la
ignorante bestia, y aquí entonces mejor que el dragón, por su magnificencia y
apostura, la rana. La rana que nunca será besada por una bella mujer o a la que
ningún beso lo convertirá en algo que nunca fue, un príncipe por caso, o lo que
jamás será, a excepción de ciertos límites en la mediocridad de la política
local y de la instrucción secundaria, (causa hasta rubor mencionar estos
quehaceres vocacionales y fértiles) cuando se cuestiona la lectura como un
hábito perjudicial y en la excusa perfecta para arrojar miserias sobre alguien
o sobre quien ya suficiente tiene con sobrevivir a estas catástrofes y de las
que, acaso, no tenga toda la culpa de las mismas, propias y menos de las ajenas.
La lectura como una experiencia
dañina, así croaba el animalejo, particularmente causante de mis agujeros
negros en el cerebro, o de su respuesta por una diferencia suspirada y por
tanto enrabietada. Incomprensible. De ahí la vulgaridad, la tontería, la supina
ignorancia, el vacuo estropicio cuando se insulta desde la embriaguez hueca y
fanfarrona de una barra de taberna; cuando no se tiene menoscabo, ni decencia,
de ensuciar la imagen de alguien, o una idea, o un mínimo de honestidad,
alegando desde las más altas alturas de la estupidez, altas y aferradas en un prejuicioso
poder crematístico, que la lectura, o con leer mucho, convierte a la persona, o
a esa persona, o a mí de no ser por atribuirme el papel en estos momentos de
narrador o de acusador, de “majara”, en un loco, en ido… en un paria según el auto
asumido estatus económico de aquel engreído. Más, bastante más deberíamos
mirarnos a los espejos y ser sensatos ante lo que vemos. Ya está.
Mi memoria, mi vida, está llena de
libros. Gracias a estos estoy aquí. Y, al igual que Terenci Moix, “seguramente
pertenezco a la última generación que leyó con avidez y, sobre todo, con
placer. Y sin embargo, ¡cuántas horas consumidas en la asimilación de
sinsabores espirituales que ya sólo cuentan a guisa de aprendizaje! Estaba yo
(o tal vez siga) en la edad precisa en que el alma busca en los libros una
respuesta a los páramos en que se ve sumida. Buscaba autores (o tal vez siga)
que supieran plasmar el lado oscuro de las naturalezas humanas, puesto que así
sentía la mía. Llevaba las alas (o tal vez siga) del pesimismo imprescindibles
para volar hacia infiernos cuanto más negros más literarios”.
Y sigo leyendo no por estar majara,
o llevar majara desde… ¡mucho tiempo!, croa el batracio, sino para defenderme, desbaratar
y protegerme de tanta tontería o de tanta neurosis mediocre y triste que, ni
mucho menos representativa en aquel dragón abatido por el santo en estampa del
día del libro, y con seguridad certera en todas las ranas cantarinas
desafinadas en sus charcos cenagosos, monstruos cortos en su largura y pesados
por su necedad, como esas moscas revoloteadoras, zumbadoras e insoportables que
no dejan descansar, o leer tranquilo. Leer no te convierte en un majara; pero
sí en príncipe por el beso de sus páginas, de sus mundos interiores, y por muy
rana que seas.
© F.J. Calvente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario